El año pasado, para festejar los 30, Johanna Warren se envolvió en telas blancas y se recostó en el pasto en el jardín de la casa donde creció –en St. Petesburg, Florida–, mientras familiares y amigos pasaban de a uno, decían unas palabras y le dejaban flores. “Fue un acto psicomágico profundo y verdaderamente efectivo. Había mucho para poner a descansar. Muchas historias sobre mí contadas durante años que ya no me servían”, dijo para el blog de Bandcamp , la más que nunca plataforma con mejores condiciones para los músicos independientes.
Grabado en parte en el conservado estudio de Elliott Smith en Los Ángeles, editado por el sello de Beach House, su excelente nuevo disco, Chaotic Good, es lo más cerca de la industria que Johanna ha estado desde girar como corista de Iron & Wine en 2013. Antes de ver de qué se trata ser grande –el nivel de demanda–, habría firmado cualquier cosa con tal de ser vista, dice: “Estoy tan agradecida de que no se me dio en su momento lo que creía que quería”. Aprender a morir sin morir, enterrar los sueños incumplidos, dejar ir personas, lidiar con los restos, de eso se trata su quinto disco que arranca directo en lo profundo: “Los muertos caminan detrás de mí, aunque no reconozco sus caras. Sé que están acá para recordarme del espacio entre los espacios”.
Entre las cosas que deja atrás está la necesidad de gritar a los cuatro vientos que la magia es real y de hacer notar su misticismo, dice, “porque no me gustaban los humanos entonces resistía mi propia humanidad y quería sentirme, no sé, un hada”. Como cuando era niña y techaba sus refugios con musgo, charlaba con los bichos, creaba pociones de frutos del bosque. Después se enfermó: diabetes tipo 1 y otros desórdenes que le hicieron tratar con antidepresivos e inhibidores hormonales. La sensibilidad solo se adormeció. Una vez, mirando el cielo, vio todo lo que le iba a pasar en la vida en fragmentos de película: cada cuadro ramificado en diferentes direcciones. Años más tarde sintió que la forma angelical de su mejor amigo, que había muerto poco antes, la salvó en un accidente de auto fatal. “Me abrió a la mitad. Me puso en una dimensión donde la magia era real otra vez. De repente hablaba con muertos, veía colores que nunca había visto, sentía que podía hacer fuego del calor de mis manos”, escribió para la pestaña “sanación” de su sitio web. Cuando dejó los remedios, Johanna empezó a estudiar las plantas; fitoterapia, reiki y tarot son otros oficios suyos.
La muerte del amigo tuvo más de una implicancia porque era el líder del cuarteto folk Sticklips que tenía en Nueva York y se terminó después de dos discos. Él descubrió, cuando eran estudiantes de college, que Johanna tenía una cantidad de canciones sin escribir. Y para ella, rara socializando, fue fácil dejarse llevar por chicos más grandes: dejarlos hacer y solo cantar y terminar sintiéndose el glaseado de la torta porque le faltaba carácter para participar más o plantarse y decir que no se reconocía en su propia voz. Sin él, Johanna ni lo intentó. Eligió la sustentable Portland para vivir y comenzó una carrera solista autogestiva en 2013, con Fates, un disco corto, dulcemente fúnebre, donde solo suenan ella y la guitarra y alguna flauta de madera.
Haberse ido de la banda sin confrontar es una herida que lamió todo este tiempo, dice. “Estoy cansada y avergonzada de cómo dejé que reine indómito mi narcisismo. Pero sé que culparme es el mismo juego de siempre”, canta ahora en la muy familiar y magnética “Rose Potion” . Aprovechó la grabación itinerante de Chaotic Good –mientras giraba por el país los anteriores Gemini I y Gemini II – para invitar a los ex compañeros a tocar guitarras eléctricas, bajos y baterías. Es la actitud general del disco y el momento: hacer las pases –con ella en principio: “Tanto tiempo me estuve castigando que olvidé lo que se necesita para tener una identidad más allá de mis peores errores”, en “Thru Yr Teeth”– para encarar un futuro más limpio: “Entro al vacío con resuelto orgullo porque ahora sé lo que debo hacer”, en la balada al piano “Bones of Abandoned Futures” .
Su voz es exquisita, invitante, las melodías navegantes, y la escritura, un poético diario de relaciones que no funcionan y heridas que hacen espacio para la introspección y la transformación. “Mis palabras son como pequeños hechizos”, canta en la meditativa “Only The Truth”: “Y solo deseo invocar la verdad. Aunque al principio pueda sonar falso en los ecos de mi pasado, en el laberinto que sostiene el resto de las brasas, mi sagrado manantial de dolor al que he retornado una y otra vez para llenar mis vasijas del néctar de la tortura que le gustó a mi sedienta musa”. Solía creer que escribir canciones era como tener una amante esquiva. Ahora, que están en una relación ama-esclava. Deja atrás también la pulsión por sonar todo el tiempo agradable, cristalina, como se elogiaba su música porque todavía no había puesto en juego emociones más ásperas, como ahora en “Twisted” , el relato de un adiós complicado –“soy una guerrera pero me rindo”– o “Faking Amnescia”, donde prueba gritos, ritmos e inflexiones que evocan a PJ Harvey y no la arrancan pero la expanden del reino suave del folk.
Organiza sus propias giras en alianza con productores agroecológicos, pero eso no las hace menos pesadas para el cuerpo –sufre migrañas– ni conflictivas para la mente, por el transporte y los desperdicios, para en lo económico no esperar mucho más que no quedar con deudas. Por eso ahora, donde la puso la pandemia, se siente exactamente donde tenía que estar, en Gales, en pareja, en una casa con tierra para la huerta. Antes estuvo en Los Ángeles para su debut como actriz en una película indie (She, the Creator de Juliette Wallace). Se fue antes de quedar atrapada “en la matrix de las preocupaciones superficiales”. Escribió su primer guión y espera poder filmarlo, mientras cultiva al son de las estaciones y recibe, como dice, las modestas regalías por streaming que cubren sus mínimos gastos.