Maldecir, blasfemar, pronunciar su santo nombre en vano, decir bomba en un aeropuerto, jurar con los dedos cruzados, cambiarle el nombre a las cosas, no decir todos sino todes, arrastrar las x hasta que no se puedan pronunciar, amar todas las malas palabras, capitalizarlas y hacerlas orgullo.
Una insurrección del decir, una revuelta en el espacio hueco (y lleno de ideología entre la materialidad de lo nombrado y su enunciado). En 1991 Donna J. Haraway empieza su Manifiesto Cyborg llamando a la blasfemia “La blasfemia nos protege de la mayoría moral interna y, al mismo tiempo, insiste en la necesidad comunitaria”. Esa blasfemia comunitaria es una de las invitaciones que hace en sus libros val flores (Deslenguada, Chonguitas, Ensayos de poesía activista, El sótano de San Telmo y otros). Si en Deslenguada de 2010 dice “Una lengua de obra, que ocupa el hiato entre lo nombrable”, diez años después insiste en “una lengua de un aquí y ahora que escarba en el presente y no enmudece los gritos del pasado inconcluso, que no persigue la excepcionalidad ni la propiedad”.
La obra editada por Hekht es un libro de relieves que piensa y escribe en feminismo, que hace ritual escritural pero a su vez arma cruces dentro de él, cruces de los que surgen al menos tres zonas: la primera marcada por la reflexión vertebral sobre la lengua en que somos nombrades y la revuelta que constituye esa lengua, la segunda zona marcada por el panfleto poético, el grito en mayúscula que emula la poesía que se hace en las calles, la de las paredes y la de los fanzines, la poesía amorosa de los mensajes en negrita. La tercera está marcada por la praxis de una crítica a la educación y a la política, un “sabotaje epistémico” que flores interroga como programa de acción
El repetir constante de una pregunta aliterada aparece aquí como forma de intervención a la academia que brinda respuestas. No hay respuestas sino una lengua cosida de relámpagos, una lengua que cuenta las cicatrices que hay en el cuerpo.
En 1977 Elías Canetti, premio nobel de literatura, publica La lengua absuelta, un recorrido autobiográfico que narra las tensiones entre una lengua de origen y una lengua incorporada, entre el alemán y su lengua familiar judía. Es llamativo que narre el quiebre con una imagen que en flores es verdad corporal, dice Canetti: “Mi recuerdo más remoto está bañado de rojo. Salgo por una puerta en brazos de una muchacha, ante mí el suelo es rojo y a la izquierda desciende una escalera igualmente roja. Frente a nosotros, a la misma altura, se abre una puerta y aparece un hombre sonriente que viene amigablemente hacia mí. Se me aproxima mucho, se detiene y me dice: '¡enséñeme la lengua!'. Yo saco la lengua, él palpa en su bolsillo, extrae una navaja, la abre y acercando la cuchilla junto a mi lengua dice: 'Ahora le cortaremos la lengua'. No me atrevo a retirar la lengua, él se acerca cada vez más hasta rozarla con la hoja. En el último momento retira la navaja y dice: 'Hoy todavía no, mañana'. Cierra la navaja y la guarda en su bolsillo.”
Esta imagen literaria en la literatura canónica europea es experiencia viva y real en flores: “Ciudad de Neuquén, una mañana de invierno de 1976 en un barrio periférico. Recién nos habíamos mudado desde Capital Federal, hacía muy poco tiempo del golpe militar. Ese día, a los 3 años, me corté la lengua. En la casa que alquilábamos, una de las tantas que nos cobijaron apenas migramos, había un árbol en el centro del patio de tierra. Yo me quería trepar a ese árbol, exhalando ya mis aires de chonguita. Hice una pila de tarros de pintura para subirme y se desmoronó junto con mi cuerpo. En la caída, mis dientes se incrustaron en el medio de mi lengua, provocando un enorme y hondo tajo del que la sangre afloraba a borbotones. (...) Siempre fue un problema la lengua para mí.”
¿Quién nombra y quién es nombrade? Una lengua cosida de relámpagos vuelve una vez más a intentar una profanación para devolvernos el uso de las palabras que no elegimos pero con las que somos. Para inventar una lengua del goce, una lengua bífida o de más puntas, para continuar con un diálogo que no termina porque siempre está abierto a la poesía.