Matilda, querida mía:

Te escribo esta larga carta a pocos días de cumplir noventa y dos años, cuando tú tienes casi cuatro y todavía no sabes lo que es el alfabeto.

Espero que puedas leerla en la plenitud de tu juventud.

Te escribo a ciegas, tanto en sentido literal como figurado. En sentido literal, porque en los últimos años la vista me ha ido abandonando poco a poco. Ahora ya no puedo ni leer ni escribir, solo dictar. En sentido figurado, porque no consigo imaginarme cómo será el mundo dentro de veinte años, ese mundo en el que te tocará vivir.

Y es que, querida mía, en las tres últimas décadas las transformaciones que se han producido a mi alrededor han sido muchas, algunas de ellas absolutamente inesperadas y repentinas. El mundo ya no tiene el mismo aspecto que en mi juventud y mi madurez. Han contribuido a ello los cambios económicos, políticos, civiles y sociales, los descubrimientos científicos, el empleo de la tecnología más avanzada, las grandes migraciones de masas de un continente a otro o el relativo fracaso de nuestro sueño de una Unión Europea.

¿Y por qué siento la necesidad imperiosa de escribirte?

Respondo a mi propia pregunta con cierta amargura: porque tengo plena conciencia, debido a mi provecta edad, de que no se me concederá el placer de verte madurar día a día, de escuchar tus primeros razonamientos, de asistir al crecimiento de tu cerebro. En resumen: me resultará imposible hablar y dialogar contigo. Así pues, estas líneas mías pretenden ser un pobre reemplazo de ese diálogo que nunca existirá entre nosotros. Por eso, antes que nada, considero necesario hablarte un poco de mí. Quizá Alessandra, tu madre, te cuente algo, pero prefiero ser yo quien te hable de mí y de mis tiempos con mis propias palabras, aunque (así lo deseo de todo corazón) algunas de ellas, como, por ejemplo, “nazismo”, “fascismo”, “racismo”, “campo de concentración”, “guerra” o “dictadura”, te resulten remotas y obsoletas.

Roma era una ciudad maravillosa que propiciaba los encuentros: la gente te ofrecía su amistad con facilidad y, a ser posible, también un trabajo. Aun no podía creerme que hubiera conseguido salir de Sicilia, aunque también seguía soñando con los arancini que preparaba divinamente la abuela Elvira o con la pasta al horno de mi madre.

Un día, por casualidad, conocí a Sandro D’Amico, redactor jefe de la gran Enciclopedia dello spettacolo, fundada y dirigida por su padre, Silvio. Como estaba al tanto de que yo sabía mucho de teatro francés de los siglos XIX y XX y era un atento estudioso del teatro italiano contemporáneo, me propuso entrara a trabajar en la redacción de la enciclopedia como especialista en esos temas. Allí conocí a Chicco Pavolini, redactor jefe de la sección de cine –en la que pronto me invitó a colaborar- y sobrino del político fascista Alessandro Pavolini, aunque tan distinto de su tío que acabó siendo para mí como un hermano, hasta el punto de que al cabo de unos meses decidimos irnos a vivir juntos.

Mi sueldo, sin embargo, era muy escaso y tenía que complementarlo de algún modo. Acudió en mi ayuda otro amigo, Giovanni Calendoli, que por entonces dirigía la revista teatral Scenario. Yo firmaba como enviado especial a París y me encargaba, lógicamente, de las novedades teatrales francesas. En realidad, no me movía de Roma, me limitaba a leer las críticas teatrales de los periódicos del otro lado de los Alpes y de ahí sacaba el material para mis artículos. La colaboración en esa revista me permitía sobrevivir con bastante tranquilidad, pero Calendoli tenía otras ambiciones. Así, un tiempo después logró fundar una compañía teatral de buen nivel con sede estable en el Teatro Pirandello y dedicada a representar únicamente novedades de autores italianos. Me ofreció inaugurar la temporada, de modo que empecé a ensayar una comedia de Raoul Maria de Angelis, autor a la sazón muy conocido, titulada Hemos hecho un viaje. La crítica romana –que por aquella época estaba formada por intelectuales como D’Amico y Contini, de Feo y Prosperi- hizo comentarios elogiosos sobre mi dirección y así, en 1953, empezó mi carrera en el teatro. Estaba convencido de que aquel iba a ser mi camino, si bien algunas noches, casi a escondidas, incluso de mí mismo, me ponía de nuevo a escribir poemas, para luego olvidarlos a la mañana siguiente.

Fue entonces, durante los ensayos de mi primera comedia, cuando conocí a alguien que marcaría para siempre mi vida. Una amiga me presentó a una chica que había llegado hacía unos años a Roma procedente de Milán y se había licenciado en La Sapienza con una tesina sobre Pico della Mirándola. Se llamaba Rosetta dello Siesto. Mi amiga me comentó que a Rosetta le gustaría seguir de cerca la preparación de la función, y que estaba dispuesta a echarme una mano si así lo necesitaba. Así, empezó a asistir a los ensayos, pero al cabo de unos días me di cuenta de que estaba a años del mundo del teatro y sus reglas. Una o dos veces le pedí que me ayudara con algo concreto relativo a los efectos de sonido, y el resultado fu desastroso. Si no perdí los estribos fue porque me resultaba curiosamente simpática y su presencia me alegraba el día. Después del estreno de la función, me fui a Sicilia a pasar un mes con mi familia. Una semana después, me di cuenta de que no había pasado un solo día sin pensar en aquella chica. No lograba explicarme el motivo, pero había algo innegable: todas las noches, antes de dormirme, su imagen sonriente se aparecía ante mis ojos. Tenía dos amigos de la infancia, dos amigos del alma, a quienes les conté el extraño fenómeno que me estaba sucediendo.

Tengo que confesar que hasta entonces había pasado de una chica a otra con gran facilidad. La respuesta de mis amigos fue de una sencillez elemental:

-Te has enamorado.

Durante el resto de mis vacaciones sicilianas, constaté que aquella respuesta había sido de lo más acertada. De modo que, en cuanto volví a Roma, la llamé por teléfono y la invité a cenar. Aceptó.

Desde aquella noche hemos cenado juntos durante más de sesenta años. Pero de eso volveré a hablarte un poco más adelante.


Estos fragmentos pertenecen al libro Háblame de ti, concebido como una carta breve e intensa a su bisnieta Matilda de parte del gran narrador de policiales que fue Andrea Camilleri, además de guionista y director de teatro y televisión.