Lejos de generar oscuridad, los aparecidos cuerpos sin vida no hacen otra cosa que echar luz. Irrumpen, quiebran sistemas, y aunque lleve décadas abren preguntas que no terminan de cerrarse hasta que se escribe la respuesta. En Catedrales hace treinta años que el cuerpo quemado y descuartizado de Ana provoca y emana interrogantes, una adolescente de diecisiete años aparece en un terreno baldío muy cerca de la parroquia y de su casa familiar en Adrogué, un pueblo tranquilo y conservador bonaerense de zona sur. Es la menor de las hermanas Sardá, una familia católica de clase media, con casa de dos plantas jardín y portón pintado, en una cuadra clásica de barrio de santarritas a la vista. Carmen, la mayor, una catequista muy activa en la comunidad religiosa. En cambio Lía, la del medio, hoy se declara atea a viva voz. Una convicción que se cristalizó junto al cajón cerrado en el velorio de su hermana. Lía abre la novela confesando que no cree en Dios desde la muerte de Ana, habla desde su presente en Santiago de Compostela. Junto con el abandono de cualquier tipo de fe, cortó aguas con todos sus círculos de pertenencia, menos con el padre con quien conserva una relación epistolar a la espera de las noticias que despejen las espinas del horror.
El tema neurálgico de la novela es el aborto. No es la primera vez que la autora toma esta problemática, u otras tonalidades de la violencia explícita y simbólica, que ya se han convertido en marca literaria por la capacidad de entrar en esos nudos para deconstruirlos en el terreno de la ficción. En esta, su última novela, el género policial se abre camino como la mejor herramienta literaria para llenar el paréntesis vacío de las causas de la inesperada muerte de Ana.
El aborto no es tema fácil para poner en términos de ficción sin que caiga en una reducción panfletaria y acá hay maestría para ubicarlo en el centro de la trama y desplegar en la lectura las fibras sensibles de una sociedad que niega el alcance del drama. Un policial que se desgrana más en el devenir de le lectura descifrando los detalles, datos y descripciones que con habilidad van marcando el texto, o en pequeñas estructuras internas en juego de espejos entre generaciones que cobran sentido en la medida que se avanza o cuando se cierra el libro y apres coup se reponen los datos y se dibuja claro el trazo. Información validada que irá acopiando el que atento lee y no tanto porque la estructura o la forma del relato sigan los pasos de una investigación. Y ahí lo interesante, Catedrales trabaja en el contrato de lectura que se entabla desde el principio, en el armado de esa mancha negra que forma el texto en cada página con mínimas líneas del respiro que dan los puntos y aparte, estilo que se cumple de principio a fin solo con la excepción de una de las voces que gira en torno al cuerpo abierto de Ana en el afán de contar qué le pasó a esta adolescente. Todo puesto en el gesto de la escritura al acecho del crimen detrás del crimen, el horror detrás del horror, como si la habilidad y el oficio en esta literatura fuese el negativo del trabajo que hace el criminalista con los datos que el cadáver le da si lo sabe mirar.
Se vuelve revelador pensar Catedrales desde el epígrafe de Bertolt Brecht que abre uno de los capítulos: “Detrás de los acontecimientos que nos comunican sospechamos otros hechos que no nos comunican. Son los verdaderos acontecimientos. Sólo si los supiéramos, comprenderíamos”. A esa altura de la novela la cita esta puesta en función de los hechos concretos que rodean los últimos días de la víctima, lugares visitados, lo dicho sin saber que quizá serían sus últimas palabras, las confesiones que estuvieron a punto de hacerse y no fueron --cuánta hondura de verdad cabe en ese instante que termina en retracción--, aquello que pudo haber sido palabra y es silencio de muerte. Pérdida. Pero la idea que marca la cita bien vale hacerla extensible a todo el libro, que nos permite ver/pensar cómo funcionan esos acontecimientos que no se comunican, que al descubrirlos nos dejan ser testigos directos de esas tramas y recorridos velados que construyen catedrales de hipocresía, calan culpas en los cimientos, y que parecen invencibles bajo el mando de una fe que todo lo justifica. Podríamos reemplazar acontecimientos por sistema de creencias dominantes y desmembrarlos en la búsqueda de esa verdad que nos lleve a la comprensión. Una que no se perciba como absoluta, pero sí pueda dar respuestas a una serie de por qué, de por qué suceden las cosas, como la responsabilidad que cae pesada y absoluta sobre la mujer que se hace un aborto, cerrando sobre su cuerpo todos los actores del hecho convirtiéndola en víctima y culpable en un solo movimiento; dejando afuera de toda responsabilidad criminológica a otros participes necesarios próximos, como el varón parte de ese embarazo no deseado, el Estado, y las esferas de pertenencia; familia, colegio, barrio, parroquia, de la sociedad que construimos en cada acto a diario. La literatura suele hacerse cargo de esos acontecimientos que al saberse se terminan por hacer comprender, en este sentido Catedrales de Claudia Piñeiro le hace los honores a la cita marcada de El compromiso en literatura y arte del poeta y dramaturgo alemán.
“Me atrae ese lugar para el escritor: el conflicto con la autoridad” afirmó Piñeiro en la inauguración de la Feria de Libro de Buenos Aires hace dos años atrás. En este caso haciendo alusión a la cita que Griselda Gambaro había tomado de Graham Greene para inaugurar la de Frankfurt el año anterior. Y con esta afirmación, además de confirmar que la congruencia no debe ser secreto --en relación al papel activo que le conocemos en torno a la necesidad de una Ley de aborto legal seguro y gratuito--, así también parece la autora va armando la catedral en la que escribe, hecha de pares que también trabajan bajo su mismo refugio, pares que también hacen uso de la libertad que brinda la palabra. Pares a los que la autora les abre espacio, les comparte un lugar en Catedrales desde los nombres propios, las citas explicitas e implícitas, las lecturas mencionadas en los personajes, los relatos enmarcados. Como si se dejara retratar como la lectora voraz que se sabe es, ateniéndose a uno de los epígrafes en tono de lección aprendida que firma Borges: “¿Para qué vivir de obras de arte ajenas y antiguas? Que cada hombre construya su catedral.” Palabra de autora.