Aplaudíamos el último cover de Silvio Rodríguez con entusiasmo, un poco para bancar al cantante mientras desarmaba su equipo, y otro poco para dar inicio a nuestra velada. A mediados de los 90s éramos la élite de Plaza Francia porque parábamos cerca de los baños más limpios y en nuestra ronda nunca faltaban guitarras, cerveza, ni porro. Yo iba cada domingo buscando eso, mientras retrasaba la vuelta al clima siempre tenso de la casa familiar. En la ronda había un par de extranjeros medio lúmpenes, hippies jóvenes y otros avejentados, chicas curiosas (como yo), embriones de intelectuales con gamulán de feria americana, y algunos rolingas. Entre estos últimos, uno brillaba para mí. En la espalda un gigantesco número 79 blanco sobre fondo azul francés, jeans, All Stars, y los días más frescos una campera de corderoy negro que todavía reconocería entre miles, por el olor. El pelo, también negro, siempre bien recortado y con patillas, los ojos achinados, hoyuelos en los cachetes, y un tercio de encía asomando entre los labios cada vez que lograba hacerlo sonreír. Tenía 18 años y un porro perenne colgando de los dedos.

Yo cultivaba un look bastante excéntrico, no me sacaba los borceguíes ni para dormir, me hacía peinados absurdos que despertaban la burla callejera, y siempre andaba con algo de plata porque trabajaba en la tele.

Veníamos chapando bastante y creo que estaba convencida de que eso era ser su novia. La noche de Navidad nos separamos del grupo para dar una vuelta más larga que de costumbre, y bajo un ombú, en medio de un beso particularmente intenso, me susurró al oído algo que sigo evocando cuando necesito estímulo extra. Con 18 años recién cumplidos era muy hábil para esas cosas. Lo pienso ahora, con un hijo de 16, y me cuesta atribuir ciertas dotes a un pibe tan chico. Pero en ese momento yo tenía algunos menos, y 18 y 79 parecían ser los números que esa noche me harían pasar al siguiente nivel de maduración. Una amiga le había dejado las llaves de su monoambiente en Facultad de Medicina. Invité el taxi.

Entramos y nos instalamos en el departamento desplazándonos con naturalidad, como si siempre hubiéramos estado ahí. Aún así me corrió un frío por la espalda. Él sacó de la heladera una botella de agua que dejó al lado del sofá cama, y fue a lavarse las manos. La tenía clarísima.

Yo prendí la tele. Varias flores se abrían en tiempo récord mientras una cantante lírica daba la nota en off. “Ya la vi”, dije, haciendo mi gracia. A él solía sorprenderle que yo ya hubiera visto todas las películas de las que pudiéramos hablar, que igual no eran tantas. Lo miré de reojo y sí, estaba sonriendo.

Un locutor argentino confirmó en tono solemne que estaba empezando La edad de la inocencia”, de Scorsese. Me quedé pensando que por el doblaje no se iba a notar que en la versión original las chispas del hogar y los besos suenan casi idénticos.

La había visto en el cine con mamá, el año anterior. Ella había salido fascinada con la sutileza de los diálogos y la compleja trama de pasiones y deberes morales. A mí me habían quedado resonando las chispas, los besos, la voz dulce y cuidadísima con la que Winona Ryder arruinaba sistemáticamente los planes de su marido, y la capacidad de Daniel Day Lewis para actuar con la espalda una pena de amor.

Se sentó a mi lado sin prestar la menor atención a la pantalla, y me besó. Estábamos por primera vez en un lugar privado, mullido, que él había conseguido y sabía aprovechar muy bien. Era sensual y minucioso, pero en mí cada detalle detonaba un terremoto de imágenes e ideas confusas. No tenía claro si correspondía o no que me dejara llevar por mis impulsos. Una música estridente me hizo mirar la tele. Se daba inicio al baile de salón con un desfile de corsets, camafeos, y hebillas de carey que no terminaría nunca. Todo ahí se veía rítmico, ensayado, y mientras yo no entendía dónde poner las piernas, Daniel Day Lewis se arruinaba la vida para salvar la reputación de Michelle Pfeiffer. Consciente de mi incomodidad, empezó a desatarme los cordones de los borcegos. Amagué a ayudarlo, estaba entrenada y era capaz de hacerlo rapidísimo. No hizo falta, se las arregló muy bien. Mi look no debía ser tan original como yo pensaba.

Cuando un rato después escuché a la abuela elogiar la piel blanquísima de Winona, muerta de ganas de salir a competir, no me animaba a tomar la decisión de sacarme la remera. Para él, en cambio, parecía no existir el tiempo. Como si se tratara de un recurso inagotable, se detenía en cada milímetro de mi cuello, de mis hombros, en besos y caricias que encontraban su camino sin necesidad de apurar ninguna modificación en nuestro vestuario. Aunque la película recién estaba empezando, me vino a la cabeza una escena de mucho más adelante, cuando la pareja de amantes queda en verse al día siguiente y mientras él se aleja ella modifica la cita en un murmullo: “Pasado mañana”. En la pantalla se sucedían los manjares de la cena en desagravio a Ellen/Pfeiffer, que miraba de lejos a Newland/Day Lewis que, sudando, se reprimía otra vez. Me dejé caer en una especie de trance mirando sus patillas, mientras él se sacudía con bastante suavidad encima de mí.

No recuerdo dolor, ni miedo, ni vergüenza. Sí el calor y la novedad del contacto con la piel ajena. Conservo flashes de esas locaciones donde prevalecía el bordeaux y la cámara se movía con la pesada fluidez de una ballena que recorre sus dominios.

Mirándome a los ojos lanzó otra frase inolvidable. Mi corazón dio un vuelco y yo también di uno. Empezaba a entender el mecanismo. Era mi oportunidad de intentar la posición tantas veces practicada con el almohadón. Newland entraba en éxtasis besando por primera vez el cuello de Ellen mientras yo cumplía mi sueño de amazona para comprobar que no sentía absolutamente nada. Me aburrí enseguida y desarmé la escena tan soñada para pasar a la siguiente.

Newland, ya canoso, llegaba a la puerta de Ellen acompañado por un hijo de la edad de mi galán. Sentí vibrar su risa tibia cerca del oído. Estaba un poco agitado y me seguía cogiendo con la misma calma. La encía brillaba entre los labios enrojecidos. “¿Querés ver la película?”, dijo. Lo preguntaba en serio. Sabía algo que a mí no se me había ocurrido sospechar: teníamos muchísimo tiempo.

Antonella Costa actuó en más de treinta películas, generalmente en roles protagónicos, como Garage Olimpo, No mires para abajo, Mal día para pescar, Inevitable, y la reciente Dry Martina (disponible en Netflix); series como La chica que limpia (CineAr Play/Contar), y obras teatrales, como Las amargas lágrimas de Petra von Kant, y La Celebración. Desde 2013 dicta un taller privado de actuación frente a cámara, y otro gratuito en la Casa de la Cultura de Villa 21 de Buenos Aires. Es titular de Cátedra de Dirección de Actores I en Artes Audiovisuales de la UNA. Actualmente desarrolla, junto a Mariano Dorr y Hernán Severino, una serie de piezas audiovisuales producidas en cuarentena. La primera de ellas es Los ojos.