Catorce 7 puntos
Fourteen, Estados Unidos, 2019.
Dirección, guion y montaje: Dan Sallitt.
Fotografía: Christopher Messina.
Duración: 94 minutos.
Intérpretes: Tallie Medel, Norma Kuhling, C. Mason Wells, Strawn Bovee, Ben Sloane.
Estreno: en la Sala Virtual de Puentesdecine.com
Lanzada en el Forum del Cine Joven de la Berlinale 2019, Catorce no se parece demasiado a lo que cualquiera imagina cuando se habla del cine producido en los Estados Unidos. Es más: durante las primeras escenas hasta es posible creer que se está viendo una película típica del cine independiente argentino, con sus dos protagonistas yendo y viniendo por las calles, conversando con sus ocasionales novios en el living de un departamento o pasando el tiempo en la mesita de un bar, cerveza de por medio. Incluso algunos de los escenarios interiores, los espacios urbanos y hasta la textura un poco rústica de la luz se parecen más a las de una producción nacional ambientada en algún barrio de clase media del conurbano, que a la calculada estética súper profesional de las películas Made in USA. Pero no es que su director y guionista Dan Sallitt se haya inspirado en el cine independiente argentino para filmar su cuarta película, sino que tal vez comparte con él algunas de sus influencias. Es posible pensar en un Woody Allen sin artificios; encontrar algo del realismo suburbano de John Cassavetes (aunque el propio director reniegue de la comparación: ver entrevista aparte ). Y sobre todo mucho cine europeo, en especial del francés y de aquella voluntad de hacer un cine cuya materia sea la vida misma, modestamente amplificada.
“Las personas nunca se conocerían si tuvieran que ser honestas”, le dice Jo a Mara, su mejor amiga, cuando ésta le cuenta que tiene una cena con un chico que conocían de la secundaria, aunque no está segura de si el encuentro tiene calidad de cita romántica o no. La escena marca el profundo contraste que separa a las amigas. Jo es seductora por naturaleza, tan despreocupada y dispersa como manipuladora, aunque en ese combo parece tanto de inocencia como de cálculo. En cambio Mara es mucho más realista, emocionalmente más sólida y más estable en el terreno social. Sus propios cuerpos parecen avatares concretos de dichas personalidades: alta, delgada y de mirada intensa la primera; chiquita, inquieta y de gesto serio la segunda.
La película va recorriendo la historia del vínculo que las une, dando grandes saltos en el tiempo que el relato nunca se preocupa por marcar de forma explícita. En su desarrollo abarca una década, tiempo más que suficiente para registrar los cambios que los años traen consigo al transcurrir. Hay algo de devoción en la forma en que Mara se preocupa por su amiga, quien acaba perdiendo todos los trabajos por su dificultad para cumplir con los horarios y para quien las relaciones con los hombres tienen algo de campo de batalla. Pero Mara se las arregla para estar siempre ahí, sosteniendo a Jo cada vez que esta tiene una crisis. Y Jo se las ingenia siempre para hacerle a Mara pequeños desaires que ponen a prueba su resistencia y la de la amistad que las une. A medida que el tiempo se acumula, Jo va dando muestras de que su inestabilidad emocional no es una pose ni un mero capricho, y de a poco Mara comienza a tomar distancia, tratando de preservar sus propios espacios, su propia salud y sus proyectos personales.
Hace unos años tuvo su momento de gloria el mumblecore, un subgénero del cine independiente en el que los protagonistas, siempre adolescentes, vagan por los espacios urbanos entre silencios y murmullos, dando cuenta de la dificultad de empezar a entrar en la vida adulta. Catorce parece retratar la continuidad cronológica de aquellos relatos, solo que sus protagonistas no necesariamente encontrarán las soluciones que esperaban hallar al hacerse grandes. Mara y Jo aún deambulan por la vida, pero en lugar de moverse sobre espacios físicos lo hacen sobre territorios emocionales, yendo de trabajo en trabajo, de pareja en pareja y de decepción en decepción, sin alcanzar nunca esa felicidad futura que los padres les prometen a sus hijos durante la infancia. Una frustración que Sallitt consigue plasmar cerca del final, cuando Mara llora abrazada a su propia hija y, tragedia mediante, al fin parece entender que tal vez vivir no es otra cosa que aprender a fracasar.