¿Cómo es que un grito colectivo contra la violencia machista deviene huelga feminista transnacional? O, tal como nos preguntaban algunos medios en octubre de 2016 frente al primer Paro Nacional de Mujeres contra el gobierno de Macri: “¿Qué tienen que ver los femicidios con un paro?”. Justamente, en esa aparente dislocación, en esa conexión insólita, se deja ver la construcción política que ha logrado hacer de NiUnaMenos un impulso para la complicidad transfronteriza en geografías de lo más diversas; una cita organizativa para decir #NosotrasParamos desde territorios, sujet*s y experiencias que no caben en la foto tradicional de lxs trabajadorxs; y en un diagnóstico sobre las violencias machistas como parte de violencias capitalistas, patriarcales y coloniales. Esos tres movimientos hacen de la huelga feminista un hilo rojo del que tirar. Vamos por partes.
Con el paro del 19 de octubre de 2016 reaccionamos con dolor y furia al femicidio de Lucía Pérez. El paro surgió como idea y propuesta en la asamblea realizada en el galpón de la Confederación de Trabajadorxs de la Economía Popular (CTEP). Una espacialidad que tendría mucho que ver con esa ampliación de la huelga desde el feminismo y desde la economía popular. Una espacialidad que hospedó esa inteligencia de asamblea y que imaginó esa “medida” de fuerza para ser organizada en una semana (¡lo cual parecía irracional y desmedido desde el punto de vista de muches que no estuvieron en la asamblea!). La convocatoria, sin embargo, se viralizó y, sobre todo, implicó un trabajo enorme y dedicado para hacerla efectiva.
No es casual que luego de esa multitudinaria iniciativa de octubre, por la que se llenaron las calles en un día de lluvia y viento como pocos, en los dos meses siguientes se formaran asambleas de trabajadoras en varios sindicatos y también la secretaría de géneros y diversidades tanto en la propia CTEP como en la Unión de Trabajadorxs de la Tierra (UTT). La marca de ese paro feminista abrió un proceso organizativo, dentro y fuera de los sindicatos, desbordando el debate de lo gremial más allá de los contornos del trabajo formal asalariado.
Es decir, nutrió una lectura del trabajo en clave feminista, dando fuerzas a un debate y a una investigación colectiva sobre cuáles son los trabajos reconocidos como tales y cuáles no, sobre qué jerarquías políticas estructuran la precarización y sobre por qué el trabajo feminizado, migrante y comunitario es el más invisibilizado y explotado. De este modo, la fórmula de la huelga ha sido clave para producir un diagnóstico de las violencias capaz de superar la instancia de la victimización que se pretende como única reacción frente a las violencias machistas y, en particular, frente al femicidio.
La huelga ha permitido, también desplazando ese lugar victimista, construir un diagnóstico sobre la precariedad existencial y laboral desde el punto de vista de nuestras estrategias vitales y colectivas para resistir y politizar la tristeza y el sufrimiento.
Aquel primer paro, como hilo de pólvora, se desbordó inmediatamente del confín nacional para dar lugar a paros en muchos países del continente, pero también a una movilización impresionante de las trabajadoras migrantes en Estados Unidos y a la formación de colectivas como las italianas NonUnaDiMeno. Con ese ímpetu es que se empezó a tejer el Primer Paro Internacional de Mujeres del 8 de marzo de 2017. Luna llena y marea alta (que también se dice marea “viva”).
Esas preguntas sobre el trabajo, sobre la violencia laboral y la violencia machista en conexión con las violencias económicas, se profundizaron, se ampliaron, se tradujeron a las situaciones más diversas: desde las compañeras campesinas de Paraguay que contaron que harían paro contra el agrotóxico a las mujeres negras en Manaos que ocuparon espacios reclamando tarifas sociales hasta colectivas que desde la selva colombiana replicaban y reinventaban la consigna común.
Desde 2016, el paro fue tomando sucesivamente varios nombres: paro nacional de mujeres primero; paro internacional de mujeres, lesbianas, trans y travestis; finalmente: paro internacional feminista plurinacional e incluso huelga general feminista y huelga feminista transfronteriza. Se tramó así como una saga, de alguna manera loca e implacable en su fuerza y continuidad. El paro no quedó como un acontecimiento aislado, una fecha suelta en el calendario, sino que se estructuró como proceso político de largo aliento. En ese sentido, continúa abierto y sigue proliferando.
El paro como proceso organizativo, aquí y allá, va tejiendo la intensificación de la revuelta feminista, bajo múltiples formas, y va tomando ritmos distintos. Pensemos lo que significó el paro feminista en Chile en marzo de 2019 y el modo en que sacudió México en este 2020. En el 2018 las zapatistas convocaron al 8M en su territorio autónomo, y a unos días de la huelga, el asesinato de la militante lesbiana negra Marielle Franco en Brasil, conmovió el mundo entero y sacudió las movilizaciones al grito de #EleNão, mientras aquí la marea verde impulsada por la Campaña por el Aborto legal, seguro y gratuito hacía temblar todo, tejiendo resonancias inmediatas también en todo el mundo. Y en ese continuum –que no es indiferenciado ni liso pero que rompe fronteras– hay que nombrar la acumulación que se ha ido amasando en Uruguay, en España y en Italia, y las movilizaciones en India y en Turquía, por decir solo algunas. El transnacionalismo feminista envuelve así una crítica práctica a las avanzadas extractivistas contra los cuerpos-territorios, haciendo cartografía viva de las luchas anti-coloniales aquí y ahora. Y también dice, aquí y en Puerto Rico, que paramos contra la deuda.
El paro, claramente, no es una sola acción, única y calcada en un lado y otro. Inventa distintas modalidades de presencia y de sustracción (de hacer y dejar de hacer), se traduce en asamblea de todos los tamaños, discute modos de ocupar los espacios de trabajo y los barrios, las casas y las camas, reivindica la autonomía de los cuerpos y de los territorios. Desde esa multiplicidad encuentra otra clave la idea misma de huelga general. Desde tal heterogeneidad de acciones y espacios que se cobijan en la noción de paro feminista, se revela lo limitado y excluyente de una idea de trabajo que siempre ha dejado afuera, o al margen, a lxs trabajadorxs informales, precarixs, migrantxs, y que siempre ha menospreciado el trabajo doméstico y campesino.
Tampoco es que el paro feminista pide inclusión en las reglas actuales del mercado laboral. No es salir del margen para entrar a la normalidad capitalista del trabajo. En la medida de fuerza de la huelga, la visibilización de otros trabajos, la denuncia de la producción histórica de su desprecio y desconocimiento, disputa otra realidad, exige salario y derechos y, al mismo tiempo, desafía el productivismo mortífero del capital. En este sentido, el paro expresa un modo de subjetivación política, es decir, un modo de atravesar fronteras sobre el límite de lo posible.
La huelga tiene tiempos, reclama tiempo, disputa tiempo e incluso lo inventa. Es un pliegue poderoso de la memoria obrera, de sus formas históricas de desacato y sabotaje, de organización y rebeldía. No sabemos si este ciclo corto y caliente de huelgas feministas empezó como un murmullo entre las obreras de las maquilas de Ciudad Juárez, laboratorio del capital global, esas mismas que ahora marcharon para negarse a trabajar arreglando cajeros automáticos norteamericanos a riesgo de perder su salud en la pandemia, o en un fanzine de 2015 escrito por presas en una cárcel también mexicana titulado “Mujeres en huelga, se cae el mundo”, o en las huelgas de otros siglos, de trabajadoras sexuales o inquilinas o trabajadoras de hogar o maestras o feriantes, que pensaron que si paraban, el deseo de otra cosa se hacía un lugar. Las genealogías son escurridizas y laberínticas pero nutren desde un hojaldre de tiempo y memoria lo que se nos ocurre a todas, a todes. Así hemos experimentado que la huelga empuja los umbrales de lo posible porque nos hace espacio, en medio del trajín cotidiano, a una interrupción que no sólo es momentánea, sino que se instala como posibilidad de otra vida que busca prolongarse y ganar tiempo.
La geografía acuática de la huelga es tal vez la más justa. No sólo porque pone en conversación olas y mareas feministas, sino también porque exige mirar con otros ojos lo que a veces parece un tenue hilo de agua, pero que no se sabe cómo derivará en afluentes que, con velocidades distintas, terminan acumulando caudales tumultuosos. Como parte del proceso del paro que surge desde el Sur del mundo también podemos ver ese delta de organizaciones que se han dado cita. Desde la organización de la huelga en las cárceles (que en marzo de 2018 tuvo la respuesta represiva más contundente) a las colectivas artísticas, de las redes feministas en las villas a las formas en que el colectivo NiUnaMigranteMenos puso en primer plano la dimensión del trabajo migrante a la hora trazar los circuitos de la precariedad, desde las organizaciones afro a las piqueteras, vemos que la composición del movimiento feminista no para de ampliarse, de pronunciarse sobre distintas problemáticas y de mostrar otros modos de gestión de la vida común.
La huelga feminista ha condensado también en los últimos años el desplazamiento decisivo de la mirada al terreno de la reproducción de la vida (eso que sucede en el hogar y más allá del hogar) de modo práctico. Valorizando esos territorios domésticos, barriales y comunitarios, nombrando prácticas de autogestión, contabilizando horas de trabajo que no se cuentan. Pero no sólo se trata de ir de la producción (con su imagen predilecta y nostálgica de la fábrica) a la reproducción, sino de plantear la relación entre ambos espacios, su dependencia y, al mismo tiempo, la relación de subordinación que se traza entre uno y otro y que de muchas maneras se desobedece. Es ese mismo terreno de la reproducción, sin embargo, el que hoy se revela como trinchera de los trabajos de la primera línea y de aquellas labores consideradas “esenciales” porque cuidan y sostienen lo más vital de las existencias, a la vez que ponen de relieve su interdependencia.
La huelga no sólo ha mostrado al cuidado y a las tareas del trabajo reproductivo como directamente productivas, sino que también ha detallado en qué sentido son obligatorias por mandatos de género. Hoy, en plena pandemia y crisis global, la noción de paro también está en disputa casi de un modo invertido. A la pregunta de quiénes pueden parar para hacer cuarentena parece corresponderle una grilla estricta de distinciones clasistas, racistas y sexistas que cuadriculan las posibilidades diferentes de “quedarse en casa”.
A la vez, “quedarse en casa” también parece una versión invertida de ese desacato doméstico que la huelga pone en marcha. Con la sobrecarga actual de trabajo doméstico, de teletrabajo, de trabajo escolar trasladado a los hogares devenidos para muches casa-fábrica, con la emergencia alimentaria y habitacional, sostenida a costa de trabajo comunitario y de las redes que asisten la crisis, podríamos entender que todo lo que se visibilizó con la huelga feminista queda a la vez hipervisibilizado e hiperexplotado. Queda abierta la pregunta por qué será reinventar las formas de paro feminista en este nuevo momento, donde el capital intenta, por todos los medios, relanzar su dominio político especialmente sobre esos cuerpos y territorios que se han declarado en rebeldía. La huelga feminista sigue siendo la experiencia de una insubordinación colectiva que persiste en el cuerpo y que sigue diciendo que vivas, libres y desendeudadas nos queremos.