Es la primera vez, desde que los responsables de la última dictadura cívico militar las convirtieron en familiares de desaparecidos, que Flavia y Lorena Battistiol Colayago declaran ante un tribunal. “Aguantamos 42 años, 8 meses, 26 días y 12 horas. Tan machitos que fueron para arruinarnos la vida y ahora ninguno se anima a escucharnos. Se van a arrepentir de ese microsegundo en el que decidieron dejarnos con vida”, anunció temprano en la mañana Lorena, a través de sus redes sociales. Horas después, y a través de una computadora, daría testimonio en el juicio por la megacausa Campo de Mayo.
Viajó a primera hora a la casa de su hermana. En su living montaron el "estrado" casero. No era lo que siempre esperaron: una sala de audiencia, acompañadas de seres queridos, de compañeras y compañeros de lucha --Lorena integra Abuelas de Plaza de Mayo--, un tribunal que las mirara a los ojos. A un año de su comienzo, el juicio que incluye a los crímenes de sus padres --entre casi 170 hechos de violaciones a los derechos humanos-- retomó su ritmo de manera remota tras más de dos meses de permanecer suspendido por la pandemia de coronavirus.
Egidio Battistiol y Juana Colayago, el padre y la madre de Lorena y Flavia, integran la causa que investiga el secuestro y la desaparición de un grupo de trabajadores de la empresa Ferrocarriles Argentinos, en su mayoría militantes de la Juventud de Trabajadores Peronistas, y sus compañeras. En ese expediente, entre otros, también son víctimas Leonor Rosario Landaburu, que estaba embarazada, y su compañero, Juan Carlos Catnich.
Antes de las hermanas Battistiol Colayago declararon Roberto y María Esther, testigos por el secuestro y la desaparición de su hermana Leonor y su cuñado. Y también por el niñe por nacer de ambos, que fue apropiado y aún buscan. Por estos hechos están imputados los represores Carlos Javier Tamini, Carlos Eduardo José Somoza, Hugo Miguel Castagno Monge, Carlos Francisco Villanova, Luis Sadí Pepa y Santiago Omar Riveros.
La declaración se desarrolló en una sala de audiencias virtual que aportó el Poder Judicial de la Nación a través de una plataforma digital y que las partes intervinientes en el debate fueron aprendiendo a usar durante la marcha de la jornada: el cierre de micrófonos y cámaras de las computadoras particulares, los tiempos para declarar y preguntar, las dificultades que malas señales de internet cada tanto pusieron en el camino. La soledad mientras se abren heridas jugó fuerte contra las hermanas Battistiol, que liberaron en lágrimas una pena que las acompañó desde siempre. Los profesionales del Centro Ulloa, que en circunstancias normales acompañan a sobrevivientes y familiares al momento de dar testimonio, no pudieron estar al lado de Flavia y Lorena. Ese impedimento es, junto a la ausencia física de los acusados, uno de los límites más graves de la modalidad remota que impone la pandemia a los juicios orales por crímenes de lesa humanidad.
La hermana mayor
Flavia fue la primera de las hermanas en reconstruir en palabras su historia. A poco de comenzar, solicitó al Tribunal que le permita estar acompañada de su cuñado y sus sobrinos ya que estaba sola, sin asistencia ni acompañamiento en el living de su casa. Se lo permitieron. Aún así, lloró durante todo su relato.
“Juana es mi mamá y Egidio es mi papá”, comenzó. Contó que Juana era tucumana y Egidio, italiano. Que se conocieron trabajando en una fábrica y que se casaron en 1972. Que ella nació en 1974, su hermana en 1976 y que, para 1977, cuando fueron secuestrados, su mamá estaba embarazada. También contó que su mamá era ama de casa y su papá delegado ferroviario y franquero en Gas del Estado. Y que durante el último tiempo antes de que fueran secuestrades, se mudaron con elles la hermana de Egidio, Ema, y su hija Sandra. Vivían en Boulogne, en la calle Campos, “como una familia”.
Sobre el operativo en el que se llevaron a sus padres, a su tía y a su prima, Flavia recordó que “duró toda la noche”. Sobre la patota que lo concretó, apuntó que en su memoria “eran todos morochos”, que había entre ellos “policías y militares”, y que para ella “estaban uniformados”. Aquella noche del 30 de agosto de 1977 “rompieron la puerta de casa gritando y preguntando por mi papá. No estaba. No paraban de revisar todo y de llevarse cosas. Porque no solo robaban bebés, sino también cosas”, apuntó. Detalló que ellas y su mamá, junto a Ema y Sandra, se quedaron en una pieza de la casa desde donde vieron como la patota “cenó, tomó café, revolvió todo, se bañaron también”, mientras esperaron a Egidio.
Dijo Flavia que en algún momento de la noche se durmió y que se despertó con los gritos de su prima, que pedía que no las lastimaran. Había llegado Egidio. Les subieron a todes en dos autos. A Ema y a Sandra en uno; a Juana, Egidio y las dos nenas, en otro. Tras una discusión, los represores las dejaron a las hermanas en la casa de una vecina, a la que amenazaron para que las recibiera. “Nos quedamos sentadas en el pilar de la vereda, viendo cómo se alejaban los autos con mis padres”, puntualizó. No volvieron más a su casa. Quedaron a cargo de su abuela materna, María Ángela Lescano, que emprendió la búsqueda de su hija, su yerno y el bebé por nacer.
Flavia, Lorena y María Angélica pudieron saber el destino de Egidio y Juana gracias a lo que les contó Sandra, a quien liberaron junto a su mamá cinco días después del secuestro. Sandra tenía 13 años cuando la encerraron dentro de Campo de Mayo, pero la dejaron circular, ver a su tío atado, siendo torturado, y a su tía recluida en una “sala con doctores, otras embarazadas y bebés”. Su prima también les reprodujo el último diálogo que tuvo con Egidio, cuando se lo cruzó en la fila que les obligaron a hacer a la salida de Campo de Mayo, al pie de dos camiones. “Tío, ¿qué está pasando?, nos dijo Sandra que le preguntó. Y él le contestó que se quedaran tranquilas, que no les iba a pasar nada. Ellas subieron a un camión que las trajo hasta lo de mi abuela. Mi papá subió a otro y nadie lo vio más. A mi mamá la dejaron en Campo de Mayo”, reconstruyó Flavia, “entonces, comenzó la lucha”.
Tras el relato de Sandra, María Angélica se acercó a la guarnición militar para preguntar por su hija y su yerno. La recibió un soldado en la puerta. Le dijo que se vuelva a su casa a “cuidar de las nenas”. “Fue cuando mi abuela tuvo la certeza de que estaban ahí. Porque ¿cómo sabían ellos que mi abuela nos estaba cuidando?”, dedujo. La última pregunta que recibió Flavia quiso saber cómo fue su vida sin sus padres. Ella respondió sencillo y demoledor: “Tuvimos una vida feliz pero difícil, porque nos faltaron. Extraño a mi papá, pero mi mamá siempre me hizo falta”.
Quedarse quieta
Lorena completó con detalles el relato de su hermana en relación con el origen de su papá y su mamá. Contó que Egidio vino en barco de Italia en 1950 junto a sus padres y hermanos “gracias a una política del primer gobierno de Perón, de quien mi papá estuvo siempre agradecido”. Que se conocieron en una fábrica de Villa Bosch. Que, después de casarse, su mamá se dedicó a “ser ama de casa” y su papá consiguió un trabajo en los talleres ferroviarios de Victoria.
“Me faltaban 16 días para cumplir un año”, alcanzó a declarar antes de quebrarse en llanto en relación al día del secuestro. Ella y su hermana pudieron reconstruir la historia de sus padres gracias a familiares y al relato de compañeros de militancia. A partir de esa reconstrucción, señaló que la patota entró a la casa familiar “con un bolso cargado de armas que posaron sobre un sillón” y las encerraron a ellas cinco --su hermana, su mamá, su prima y su tía-- en una habitación. Sandra le señaló que a Egidio, cuando llegó a la casa, “lo entraron a golpes y lo sacaron a golpes”. Acusó a los represores de “delincuentes comunes, tan perversos que se llevaron todo lo que había en casa, no nos dejaron nada”.
Como su hermana, apuntó que ellas fueron dejadas en la casa de una vecina. “Nos quedamos quietas”, relató, con angustia creciente. Agolpó una pregunta, ya desarmada: “Yo tuve hijos de tres y 11 meses. Y sé que no se quedan quietos. Estuvimos un montón de horas sin movernos, se ve que quedamos asustadas”.
Lorena también aportó algunos datos que compartió Sandra con la familia tras la liberación, como el recorrido que hicieron los autos desde la casa familiar hasta Campo de Mayo, que cuando llegaron al centro clandestino las despojaron de su ropa y les dijeron que “a partir de ahora, son números”; que fueron interrogadas “en la habitación contigua donde torturaban a mi papá”; que “pasó atada a un árbol todo un día, cuando vio a gente cavar pozos”. Y que ella y su mamá fueron liberadas junto con las hijas de Carlos Moreno, otro ferroviario secuestrado.
Hizo un desarrollo minucioso de los datos que recolectó a lo largo de toda una vida de búsqueda y que refieren a sus padres y del resto de los trabajadores ferroviarios que componen el expediente. En 43 años esa búsqueda, por supuesto, no logró dar con el destino de todos ellos, ni con el de los bebés apropiados de las compañeras de esas víctimas. Por eso, Lorena Battistiol cerró su testimonio con un pedido a los acusados: “Que le digan a mi abuela qué hicieron con su hija y nos digan dónde está mi hermano o hermana. Deseo que tengan la condena más justa, que sea en una cárcel y sin beneficios”.