La historia de la humanidad no se ahorró batallas, muchas de ellas muy cruentas y otras que supieron detenerse en el campo de las lidias verbales. Aquello que algunos figuran como un cronología cíclica, y que entre derrota y derrota despunta un período de ilusoria beatitud, no parece ser más que el lentísimo transcurrir que conduce hacia eso que Freud denominó progreso en la espiritualidad. En efecto, aun hoy no hemos descifrado del todo los enigmas que asolaban a Étienne de La Boétie, hace ya 500 años, sobre la servidumbre voluntaria.
Por qué alguien ostenta su poder, lo practica impiadosamente y se afana en una cada vez mayor impunidad, es una realidad sobre la que tenemos un vasto conocimiento, aunque parece ser inversamente proporcional a las expectativas que podemos tener sobre su transformación. Sin embargo, como La Boétie, nos esperanzamos en la elucidación del otro término de la ratio, el de quienes consienten en alucinar que la libertad se despliega como arbitrariedad de narcisismos dispersos y mortíferos. Sin ir más lejos, Bolsonaro, uno de los máximos exponentes del negacionismo sanitario, nos dice que “la libertad es más importante que la propia vida”, y así confirma nuestra hipótesis.
Son huestes heterogéneas en las que se mezclan lectores de ejercicios sobre cómo ayudarse a sí mismos, temerosos, fluorescentes, expulsivos, mediocres envidiosos de Borges y hasta oficiales de la penitenciaría sintáctica del lacanismo.
En ocasiones erramos el camino pues como acusan y denuncian supusimos que albergaban algún ideal de justicia y, luego, advertimos que nada de eso abrazan. De hecho, solo reclaman el abrazo cuando se impone la distancia física. Y entonces aprendimos que su desconfianza no es una querella contra el mal, sino la evidencia de su incapacidad para creer. Los que hasta hace un año alardeaban de volver a votar a Macri aunque se caguen de hambre, no eran los que pasaban hambre; y los que hoy dicen que prefieren morirse antes de hacerle caso al Presidente de la Nación, cuentan con gruesos recursos para no fallecer. Entonces no creen en lo que dicen, aunque intenten disimular su hipocresía, incluso, ante sus propios ojos. La severidad de esa instancia que Freud denominó autoobservación, la lente del superyó, debe estar lejos de ser ligera, aunque algún entrenamiento también los tornó diestros para desconocerla. Por si faltaran ilustraciones, ¿qué convicción podrían tener cuando arrojaron flyers por las redes para frenar al comunismo? Qué pesada carga debe ser combatir a un enemigo menos visible que la covid-19.
Debemos admitir que en cierta medida todos creemos contar con una lupa cuando, en rigor, estamos usando un espejo, y entonces imaginamos que si nos atraen los nexos causales, es decir, la historia, a otros también les sucederá lo mismo. Pero no es así, y se nos impone una revisión piagetiana para comprender por qué la cuarentena no es, para la muestra de La Boétie, una consecuencia de la pandemia, sino un acto aislado, sin un pasado próximo, una decisión caprichosa dislocada de toda secuencia explicativa. Esta misma carencia de hondura, la autosupresión de todo mapa conceptual, es el motor del alivio que les produjo, hace no mucho tiempo, escuchar que Macri aludía a tormentas o a que “pasaron cosas” para explicar la catástrofe que él mismo provocó.
Siempre me impactó aquel otro sintagma de Macri cuando les dijo a sus votantes: “Yo confío en ustedes, pero necesito que confíen en ustedes mismos”. Allí su yo se sustraía del lugar de quien se puede esperar algo, pues su interlocutor debía confiar solo en sí mismo. Se refuerza entonces la intuición que nos susurra que la gente no desconfía, sino que padece una ingobernable incapacidad para creer.
El sujeto hipnotizado concedió encerrarse en su paradoja sin resolución, la paradoja de un conflicto que solo es admitido en el interior de sí mismo y no como pulsión social. Cuando la debacle del gobierno anterior ya era inocultable, su votante no pudo objetar a su candidato, ya era tarde, pues solo le quedaba decepcionarse de sí. No obstante, el humano no admite sin defensa una herida narcisista, y siempre puede contar con el recurso a reforzar la desmentida para poder continuar creyendo en sí mismo.
Cuando ahora se oponen, gritan contra la política sanitaria o transgreden alguna restricción, no lo hacen por un genuino sentimiento de injusticia o por un desacuerdo argumentado. No se trata de una batalla entre dos posiciones antagónicas sino entre una convicción y la imposibilidad de confiar.
Ese mismo kit de confianza self-service que les entregó el pack premium neoliberal, incluía otra app cuyo tutorial enseñaba que nadie puede decirte qué hacer, sos un emprendedor y como tal harás lo que tus propios deseos te manden. La parodia terminológica no causa gracia pues su desenlace es dramático. Si no hay un otro en quien confiar, y solo podré pugnar contra mí mismo, y no hay un otro antagónico pues me orienta mi deseo, cuando irremediablemente se despierte el conflicto no habrá alteridad para debatir, pues solo podré oponerme a mi deseo. Su corolario no es difícil de colegir: el desgano, la desvitalización. Ese es el estado al que conduce el neoliberalismo y, al mismo tiempo, cual un virus, es la célula de la que se alimenta.
Tal es la argamasa que encienden los ideólogos de la meritocracia (o, como hemos dicho en otra ocasión, de la morite-cracia). Ese es el caldo del individualismo, de la libertad sin civilización y de la incapacidad para creer. También es el más allá del odio, que si rascamos tras su verborragia xenófoba, estigmatizante y expulsiva, descubriremos un puñado de desvalidos que, imposibilitados de aceptar que esa es nuestra condición humana y que por eso importa un Estado presente, solo buscarán proyectar en otros su propia vulnerabilidad para así seguir pensando que es solo un asunto de otros.
Acaso así se comprenda otro de los motivos que tienen quienes padecen la incredulidad para gritar contra la cuarentena y, sobre todo, para desconocer que esta es solo la derivación de una pandemia. El coronavirus no es una enfermedad mía, o de una familia o de un sector social y, por lo tanto, nos impide el arrogante propósito de querer endilgar el patrimonio del desvalimiento a los otros.
Agregaré dos conjeturas más.
En primer lugar, cuando la mente neoliberal excluye de la escena al antecedente, la causa o el origen, también promueve cierto estado de anestesia e impide, por lo tanto, establecer hipótesis y anticipaciones. En lenguaje freudiano se dirá que adormece la angustia señal, aquella que nos permite defendernos a tiempo de un peligro, y abandona a los sujetos a la sola posibilidad de la llamada angustia automática. Esa angustia que resulta desbordante y ante la cual al sujeto solo le queda su propia parálisis. No muy lejos de ello se encuentra el pánico social, estado urgido que se cocina no tanto cuando hay un peligro, sino cuando un grupo siente que ya no tiene en quien confiar.
Por último, recordemos que Freud distinguió dos tipos de juicios, el de atribución y el de existencia. El juicio de atribución permite juzgar algo como bueno o malo, útil o perjudicial, en tanto el juicio de existencia decreta si aquello que tengo en mi mente coincide (o no) con la realidad. Si tal como señaló Freud, el juicio de atribución es anterior al juicio de existencia, no se trata únicamente de un dato del desarrollo evolutivo, sino que nos indica que un sujeto puede juzgar algo negativamente (o positivamente) sin preguntarse si aquello existe.
Sebastián Plut es doctor en Psicología. Psicoanalista. Director de la Diplomatura en el Algoritmo David Liberman (UAI). Profesor Titular de la Maestría en Problemas y patologías del desvalimiento (UCES).