Yves Klein fue uno de los artistas más radicales y visionarios del siglo XX, que con su obra anticipó el happening, el arte conceptual, las performances y el Body Art, entre otras tendencias. 

La exposición, organizada por la Fundación Proa, los Archivos Yves Klein (AYK) y la Embajada de Francia, con curaduría de Daniel Moquay (director de AYK), incluye 76 obras –y 100 documentos–, desde sus primeros cuadros monocromos. Por supuesto hay también una selección de sus célebre pinturas azules así como de sus experimentos “antropométricos”, que resultaban de cubrir de pintura a mujeres desnudas para que se deslizaran por las telas, utilizándolas como “pinceles vivos”. La exposición presenta además sus esculturas monocromáticas –esponjas, piedras, raíces–, sus cuadros hechos con oro, con fuego y con agua y una serie de films documentales.

Nació en Niza en 1928 y murió en París, a los 34 años, de un infarto. Su actitud y su corta vida lo vuelven un niño terrible del arte y la cultura, en sentido no sólo simbólico sino también literal. La suya fue “una obra concebida en la pasión, al ritmo de una idea por minuto y construida en siete años de trabajo tenaz”, cuenta la viuda de Yves Klein, Rotraut Klein, casada luego con Daniel Moquay y presente en Buenos Aires para esta exposición de la que participó activamente.

Los padres de Yves también fueron pintores.

Klein comenzó a pintar y desarrolló sus primeras teorías sobre la pintura monocromática en 1946. Se dedicó además al judo: viajó a Japón y obtuvo el cinturón negro. En Tokio hizo su primera exposición de pintura monocromática. Del judo Klein rescata para el arte la relación con la filosofía Zen, la unión de cuerpo y mente, la búsqueda del estado de vacío y la práctica continua de la receptividad ante el mundo, tanto como la búsqueda de armonía con la naturaleza. 

En 1954 Klein publicó un catálogo –que forma parte de los documentos exhibidos en la muestra– con un prólogo mudo de Claude Pascal, en el que sólo hay renglones vacíos como explicación de una larga serie de trabajos monocromáticos. En un gesto inusitado, no se trataba del catálogo de una exposición (de hecho no hubo exposición), sino que el catálogo mismo era la obra.

En 1955, en París, envió un cuadro monocromático naranja al Salón de Réalités Nouvelles, que fue rechazado por no contener, al menos, otro color. 

En su búsqueda de pigmentos puros, hacia fines de 1956 descubrió un azul profundo y luminoso que solamente podía fijarse mediante una solución química. 

Klein siguió la tradición del movimiento romántico, en su búsqueda de valores espirituales absolutos, tomando el color azul como expresión visible de esos valores. Luego patentó la fórmula de su color como “IKB” (International Klein Blue), que aplicaba con rodillos –sin pincel, para que no hubiera huellas del gesto del artista– sobre telas y cuerpos. 

En una conferencia que dio en 1956 en la Sorbona, dijo que la monocromía pictórica era un intento por despersonalizar y objetivar el color liberándolo de cualquier emoción, para darle cualidad metafísica. El color puro, para Klein, es una puerta de entrada hacia lo inmaterial. Así establece su propia teoría del color, adjudicándole determinadas claves, sentidos y propiedades a cada uno. 

Klein también se lanzó a la música aleatoria. En 1947 compuso, coherente con su defensa de la monocromía, una “Sinfonía monotonal” –programada ahora como parte de la actividad alrededor de la muestra de Proa–, en la que se alterna una sola nota durante diez minutos, con un silencio de la misma duración.

Poco después consiguió buena repercusión con su muestra L’Epoca Blu, en una galería de Milán, seguida de grandes exhibiciones en París, Düsseldorf y Londres. El paso siguiente fue cubrir con su IKB varios objetos: esponjas, piedras, ramas. Comenzó a demostrar más interés en el componente inmaterial de la pintura y la energía espiritual pura. Una de las muestras más radicales en este sentido fue la muestra parisina “Exposición del vacío”, de 1958, en que vació el espacio de la galería de todos los objetos (salvo de una vitrina) y pintó la sala completa de blanco. Klein se refirió a esa experiencia como un happening artístico en el que el objeto exhibido era intangible e invisible, en sentido estricto, con lo cual transformar la inmaterialidad se volvía un acontecimiento. 

Entre sus conceptos de “vacío” y del “período azul”, Klein ideó las “Antropometrías”, que consistían en impresiones corporales obtenidas por los movimientos sobre telas y papeles de mujeres desnudas pintadas con pigmento puro. Para Klein el cuerpo es la expresión más concentrada de energía vital.

A pesar de que algunos críticos consideraron que Klein generaba más interés en sus acciones, actitudes y presentaciones que en sus obras, el repaso por esta retrospectiva permite apreciar el efecto hipnótico de su obra, la naturaleza casi fisiológica de su trabajo sobre la retina.

Klein enfurecía al mercado del arte cuando realizaba series de cuadros azules idénticos y luego los ofrecía a muy diferentes precios, según las cualidades particulares que le atribuyera a cada pintura.

Artistas como Klein borraron los límites del arte más allá del lugar asignado por la época en que vivió.

* En la Fundación Proa, Av. Pedro de Mendoza 1929, hasta el 31 de julio.