Cole Porter
Porter vivía en una casa alquilada con una gran piscina tapiada en Brentwood, una bocacalle de Sunset Boulevard. El propietario era mi viejo amigo Bill Haines, al que yo había conocido en el tiempo que pasé en el campamento de instrucción en 1942. Cuando llegué aquella noche a la casa de Porter con tres exmarines ya había comenzado una fiesta. No había ninguna mujer a la vista. Porter debía de andar por el final de la cuarentena o el principio de la cincuentena. Casi todos sus invitados eran más jóvenes, y a cual más llamativamente guapo. Linda, la mujer de Porter, no estaba presente (más tarde supe que la pareja vivía separada la mayoría del tiempo). A causa de un accidente que había sufrido montando a caballo en la Costa Este, a Porter le habían amputado la parte inferior de la pierna derecha. Padecía dolores constantes y le costaba trabajo desplazarse, en general con la ayuda de muletas. Pronto supe que la pasión de Cole era el sexo oral. Tranquilamente podía mamar treinta pijas, una tras otra. Y siempre tragaba. Hay muchas personas, hombres y mujeres, a las que les gusta de verdad el sabor del semen. Porter era una de ellas. En una ocasión, llevé a su casa a un grupo de mis amigos más apuestos y se la mamó a todos en un santiamén. Bum, bum, bum y se acabó. A lo largo de los años le facilité muchos contactos y él valoraba mi amistad. De alguna forma llegó a considerarme una especie de confidente. El dolor incesante de la pierna le convirtió casi en un recluso. Me contaba muchos de sus sueños, deseos y miedos más íntimos. Albergaba dudas y recelos sobre una buena parte de sus amigos y a menudo sospechaba que mantenían la amistad con él sólo por su fama. Anhelaba que le apreciaran simplemente por él mismo.
Vivien Leigh
Vivien Leigh, la mujer exquisitamente bella de Laurence Olivier, había nacido en la India de padres ingleses y recibido una educación británica, y tenía treinta y ocho años cuando la conocí. Cuando tenía veintiséis interpretó a Scarlett O’Hara en Lo que el viento se llevó, que le valió un Oscar bien merecido a la mejor actriz. En esta película conoció a George Cukor, que fue el director hasta que le reemplazó Victor Fleming debido a divergencias artísticas con el productor David O. Selznick. Leigh estaba molesta por el cambio de director y a lo largo del rodaje consultó a hurtadillas con George sobre el modo de interpretar a Scarlett. Una vez ella me confesó que las instrucciones de George entre bambalinas eran mejores que las que le impartía Fleming. Circuló el rumor de que el protagonista masculino, Clark Gable, no estaba muy conforme con que le dirigiera Cukor porque era gay. «No quiero que ese marica me dirija en una maldita película sobre la guerra de secesión», decían que dijo Gable. (…) Era caliente, una mujer caliente. Muy sexual y muy excitable. Puesta en faena exigía una satisfacción plena y completa. Aquella noche cogimos como si de ello dependiera la supervivencia del planeta. Vivien no podía controlarse. Era estentórea. Chillaba y gritaba y se reía. Tuvo un orgasmo tras otro y cada uno era más estruendoso que el anterior. Aullaba y gritaba cada vez más fuerte. Intenté acallarla poniéndole suavemente un dedo en los labios, pero no me hacía caso. –Me da igual si George nos oye – gimió, delirante–. Me importa un comino. Y se puso de nuevo a proclamar su éxtasis a gritos. Fue uno de los mejores polvos que yo había tenido en mi vida. No quería que acabase y a mí también me importaba un bledo si despertábamos a George y a todo el vecindario. Un par de horas después, cuando ya estábamos completamente exhaustos, caímos en la cama como pesos muertos, sin fuerza y derrengados.
Rock Hudson
A mediados de los cincuenta empecé a trabajar en fiestas de una de las estrellas más taquilleras de Hollywood: Rock Hudson. Lo había conocido en 1946 o 1947 en la gasolinera, de la que se hizo cliente asiduo. Era un actor increíblemente guapo de extracción humilde. Bajo la guía y tutela protectoras de su agente gay Henry Willson, se convirtió en la superestrella de Hollywood por excelencia. Cuando dejó la escuela, Rock no sabía qué iba a hacer con su vida. Empezó trabajando en el servicio de correos y luego fue mecánico de aviones durante la guerra. Henry, al que yo conocía desde mi época de barman en el Club 881, lo descubrió cuando Rock llegó a Hollywood desde su Illinois natal. Henry hizo que al desconocido Roy Harold Scherer le pusieran fundas en los dientes, lo llevó a recibir clases de interpretación y le cambió el nombre por el de Rock Hudson. En 1955, por el tiempo en que empecé a organizar fiestas para él, Rock protagonizó Gigante, la obra épica de George Stevens, junto con Elizabeth Taylor y el más joven de los astros de Hollywood, James Dean. La elevada estatura de Rock, su prestancia morena y su refinada voz grave le facultaban para interpretar no sólo papeles románticos, sino también personajes que personificaban el arquetipo mismo de la virilidad fuerte y ruda. Pero Rock era cien por cien gay, un hecho que Henry, con la ayuda de la depurada maquinaria publicitaria de la productora y un ejército de guardianes, consiguió ocultar a los medios de comunicación y a sus fervientes admiradoras hasta el día de 1985 en que murió de sida. La homosexualidad de Rock fue uno de los secretos más duraderos y mejor guardados de Hollywood, a lo que contribuyó su boda en 1955 con Phyllis Gates, un matrimonio que duró tres años. Phyllis era una persona muy agradable y cien por cien lesbiana.