Como su objeto de estudio (y eterno rival), el marxismo vive en un estado de crisis permanente. Esos momentos de crítica y eventual transformación por los que pasa forman parte de su misma matriz: de algún modo, el pensamiento de Marx puede entenderse como un ejercicio de crítica dialéctica ejercido sobre el liberalismo económico inglés, el socialismo francés y el idealismo alemán. De la distancia y diferencia de esos sistemas de pensamiento, nació un tipo de filosofía que remarcó las limitaciones materiales de la mayoría de la población del mundo no como una suerte de conexión caritativa con los desposeídos, sino como un asunto científico que podía ser iluminado a través del estudio de ciertas características específicas de las sociedades burguesas más avanzadas. A partir de ese descubrimiento puntual que Marx realiza en El capital, podemos hablar de una forma de aproximación a un problema de índole ética atravesado de cabo a rabo por cuestiones estrictamente técnicas: no sólo el (neo)liberalismo puede ufanarse de mostrar números para explicar sus ideas (bastante ramplonas, en verdad). El verdadero pensamiento marxista es tanto retórico como profundamente científico: si no comprendemos esa verdad, caemos en la tentación de romantizar, de transformar en mero discurso propagandístico lo que significó y sigue significando la gran apuesta filosófica de nuestros tiempos. Y es por eso que, en esa lógica de existencia en crisis, el pensamiento marxista abraza las contradicciones de la época que le toca vivir a cada una de sus corrientes: porque no niega la vida para mantener intacta la teoría, sino que, muy por el contrario, se atiene al curso feroz del presente con un andamiaje teórico complejo pero abierto a transformarse para pensar lo que pasa, cuando pasa.
A comienzos del siglo XX, un pensador, en un país latinoamericano que, como todo el continente, entró al mercado mundial como mero proveedor de materia prima, cuya organización republicana era la excusa para perpetuar un orden represivo de cara lavada y fantochada aristocrática por parte de su elite dominante, supo interpretar la importancia del marxismo en un momento de profunda crisis. Una que estuvo marcada por el coronamiento del comunismo, propiciado por la victoria proletaria y, luego, por la dirigencia bolchevique, a través de ese hito fundamental que fue la Revolución de Octubre. Pero que también veía con preocupación el desplome de la socialdemocracia del período y el progresivo ascenso del fascismo. Una que se preguntaba por el lugar del indígena latinoamericano en un cambio que se estaba dando a escala global, y del cual él también era llamado a participar. Una crisis que también tenía que entender el lugar que la fe que sólo propicia el mito puede tener en la acción revolucionaria concreta, menos cercana al convencimiento científico que a la pasión religiosa. Una crisis que, finalmente, saludaba al nuevo amanecer de las artes en contraposición a los falsos populismos literarios y a la decadencia y escepticismo del “gran arte europeo”. El hombre que supo enriquecer ese estado de transformación con observaciones que aún siguen resonando en nuestros oídos es José Carlos Mariátegui (Moquegua, 1894 - Lima, 1930). La reciente publicación de una Antología por parte de la editorial Siglo XXI permite recuperar al autor de Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, fundador del Partido Socialista Peruano en 1928 (luego PC peruano) y director de la revista Amauta, como lo que fue: junto con Antonio Gramsci y Walter Benjamin, el más original filósofo materialista de la primera mitad del siglo XX.
“Con Mariátegui sucede algo curioso: sus textos y su trayectoria intelectual son tremendamente ricos, llenos de incitaciones y posibilidades de lectura y relectura”, señala Martín Bergel, Doctor en Historia e investigador del Conicet, responsable de seleccionar los textos recopilados en el presente libro. “Pero, al mismo tiempo, su figura ha quedado congelada entre la hagiografía y ciertos lugares comunes que se repiten una y otra vez. Eso pudo constatarse en muchos de los recordatorios por los 90 años de su muerte, que se cumplieron el mes pasado. Creo que esa suerte de petrificación de las imágenes de Mariátegui en parte se debe a una serie de operaciones intelectuales, una de las cuales es su anexión a la tradición de lo nacional-popular que a menudo lo integra a su canon de figuras sin beneficio de inventario, reduciendo y extraviando así muchas de las aristas singulares de su pensamiento. Por eso en esta Antología elegí presentar a Mariátegui desde la clave de un cosmopolitismo socialista, donde sus incesantes búsquedas tienen que ver con su curiosidad por una multitud de fenómenos contemporáneos: del psicoanálisis freudiano al cine de Chaplin, de la literatura rusa al ‘despertar del Oriente’ emblematizado en la India de Gandhi y Tagore, del surrealismo a las configuraciones de las derechas de su tiempo, de su amor por los viajes y la aventura a su vindicación del pueblo judío como sujeto de la errancia. Y el socialismo en él, en definitiva, funciona como una brújula (la figura es del mismo Mariátegui) que orienta y de algún modo controla esos intereses desbocados”.
ESCENAS CONTEMPORÁNEAS
El espíritu de esta Antología, tal como señala Bergel, es poner en evidencia que lo más interesante de Mariátegui tiene que ver con una concepción del socialismo como una fuerza revolucionaria mundial que debía tomar sus formas particulares en cada territorio, pero que eso no implicaba no asistir a un “concierto mundial” al cual cada sujeto, en cada parte del orbe, estaba invitado a concurrir. La tensión que se abre entre esa santificación nacionalista (que tiende a lo estático) y un pensamiento arborescente, dialéctico en el sentido más puro del término, es algo que el propio Mariátegui notaba en varios de sus textos como una forma de acercamiento a problemas cotidianos dentro del mundo cultural peruano. Así, la mirada que realiza de la cultura quechua en su país no es una reivindicación a ultranza de la vida pretérita, esencial, del habitante nativo contra las costumbres europeas, extranjerizantes. Casi parece repetir el esquema de Borges en “El escritor argentino y la tradición”: los nacionalismos deberían ser descartados por provenir de cuño extranjero. Ese pensamiento nacionalista que volvía a colocar la cultura indígena en escena olvida que no se trata de una mera reivindicación que calme la consciencia del progresismo biempensante (de esa época y de la nuestra), sino que la cuestión radical del lugar del quechua en el Perú y en el mundo dependía estrictamente de un modo de organización económica que se apoyaba, y se sigue apoyando, en algún sentido, en el sistema de los gamonales. Esto es, un orden económico que se sostiene a partir de la existencia del gamonal: una porción de tierra apropiada por parte de una figura violenta, a la manera de un terrateniente pero sin tanto prestigio económico o social, que impone un orden explotador en lo que antes era un ayllu, nombre de una disposición compleja del mundo quechua en donde una familia extensa cuidaba y ponía para el bien común de ese grupo las riquezas de la tierra. El gamonalismo fue necesario para sostener el orden político que vivió el propio Mariátegui en el Perú: dos períodos signados por la violencia y la explotación del hombre y su tierra, la llamada “República Aristocrática” (1895-1919) y el “Oncenio” de Augusto B. Leguía. Si lo primero era un orden oligárquico inaugurado por un reciente ex-dictador como Nicolas de Piérola (que se pasó al lado “democrático” luego de salir derrotado en la Guerra del Pacífico con Chile), lo segundo era la consumación de un régimen represivo extremo, dominado por Leguía que, en once años, atentó seriamente contra principios básicos como la libertad de prensa o la libre circulación. Todo en pos de una “modernización del Perú”: un eufemismo que se repite en distintos momentos de la vida de varios países de la región para referirse a un recrudecimiento del orden económico capitalista de tipo extractivista.
Los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana evitan el diagnóstico rápido para entender que, por caso, el lugar del indio dentro de un plan de revolución mundial debía trascender las limitaciones impuestas por el gamonialismo y un sistema de connivencia con el poder político y judicial: por un lado, se prohibía este tipo de prácticas en el papel, pero todos hacían la vista gorda de que su existencia era por demás tangible en las afueras de Lima. ¿Por eso habría que reivindicar un regreso a la vida “natural”, una defensa de la existencia del campesinado? No, para nada. El espíritu crítico de Mariátegui es consciente de que es necesario integrar a los explotados del campo al pensamiento que nace en las metrópolis, porque, precisamente, un “regreso” a la vida natural es imposible frente al desarrollo tecnológico propiciado por el capitalismo. La “máquina” está para quedarse, y en lugar de rechazarla, hay que entender la manera en la cual mejora la vida humana y predispone a nuevos modos de organización, como el sindicalismo. Pero eso, por sí solo, no basta. Porque la máquina funda también nuevos modos de explotación y el sindicalismo puede terminar en una forma de burocracia similar a la del parlamento. Como todo buen espíritu dialéctico, Mariátegui piensa en movimiento: en la contraposición campo-ciudad, entiende que el desarrollo científico del socialismo se tiene que plegar a los avances propiciados en las grandes urbes, porque pretender volver a un momento histórico previo al surgimiento de la máquina, defendiendo la vida rural, es similar a las propuestas del fascismo de Mussolini, que entusiasma a la política de derecha creyendo que existe algo así como la “vida natural” y la “moral del campesinado” en un momento histórico donde esas formas distan de ser puras. Es algo que todavía nos resuena: no hay nada más conservador que seguir creyendo que hay una naturaleza esencial a la que se puede regresar. Todo el “campo” latinoamericano parece sumergido en esa construcción ideológica.
En su primer libro, La escena contemporánea, publicado en 1925 y fruto de una recolección de artículos dispersos, Mariátegui observa estas cuestiones en torno a las contradicciones del par naturaleza-cultura que se expresan en la supuesta dicotomía campo-ciudad u orden nativo-orden extranjero. Al concentrarse en la figura de Mahatma Gandhi en la India, el filósofo peruano da en el clavo: su afán de transformación social, apegado a una práctica religiosa de la no-violencia, conmueve al mundo liberal pero no propicia seguidores políticos que produzcan un verdadero cambio dentro de su país. Esto es: Gandhi sintetiza un punto de vista amable para la piedad de los dueños, de los poderosos, pero dista de ser un ejercicio de cambio histórico acorde con las revoluciones del período. Como remarca en el artículo “El mensaje de oriente”: “La India, en efecto, no puede reconquistar su libertad aislándose místicamente de la ciencia y las máquinas occidentales”.
El regreso a la rueca como un modo de producción artesanal y casi divino puede ser un eslogan interesante, pero inane. Contra eso, el ejemplo de otra porción del oriente: la URSS. Todavía rural, el territorio soviético trata de tecnificarse, de producir una transformación económica real, no idealizando la vida agraria ni, mucho menos, terminando en modos de aislamiento religioso. El verdadero fervor que emana de la revolución comunista rusa no proviene de formas religiosas aggiornadas, sino de un nuevo sentido de lo religioso que se convierte en otra de las preocupaciones de Mariátegui que recorren toda su escritura: la reivindicación de la pasión revolucionaria como un nuevo mito, como una nueva fuente de energía que impulsa a la acción transformadora.
ESTE MUNDO NO BASTA
¿Mariátegui religioso? Muy por el contrario, lo que el pensador peruano propone es superar al racionalismo decimonónico que ha terminado en el parlamentarismo extendido de la vida social, o sea, en el conformismo quietista de la época de entreguerras, sin haber aprendido la lección más importante de la contienda mundial de 1914-1918. Esto es: un mundo nuevo exige ideas y sentimientos nuevos. A tono con las vanguardias artísticas, Mariátegui entiende que el fascismo es el último grito del conservadurismo porque quiere negar el surgimiento obligado de cosas inéditas en el imaginario europeo, mundial. Mussolini y su defensa de la cachiporra es un propagandista, un hombre de orden quijotesco, que transformó la aventura de cambiar el mundo del socialismo en un orden represivo que, ya en ese momento, buscaba legalizarse por la vía tradicional parlamentaria. O sea, exigió en su momento la legalidad de facto y ahora quería proponerse como un movimiento de orden institucional. Lo cual ponía en evidencia que era menos una revolución que una reacción. En su artículo sobre Mussolini, “Biología del fascismo”, declara: “mientras la reacción es el instinto de conservación, el estertor agónico del pasado, la revolución es la gestación dolorosa, el parto sangriento del presente”. Pero había algo que Mariátegui encontraba interesante en el análisis del fascismo: era una de las caras posibles de la reivindicación de la intuición, la vida y la pasión, sólo que llevada a su costado negativo. Lo contrario a Mussolini no es el regreso a las instituciones que Mariátegui consideraba decadentes del Viejo Mundo, sino el socialismo mundial que ya tenía sus brotes en Oriente.
Cuando hacemos la comparación con Benjamin y Gramsci, no la hacemos por un gesto de pura inocencia. Benjamin, a partir de sus reflexiones en torno al mundo por venir de la revolución como una forma del reino divino hecho carne en el temporal, conectando marxismo con misticismo judío, encontró una clave interpretativa que le permitió entender la acción revolucionaria como algo similar el efecto de shock producido tanto por los nuevos medios artísticos (como el cine y la fotografía) como por las tendencias del período, como el surrealismo. En el shock estaba la metodología para producir una incorporación intuitiva del presente: un concepto que puede surgir no por un sistema organizado, sino por la consideración del fragmento y la disposición a la aventura intelectual y vital. Casi los mismos términos pueden aplicarse al lugar que, para Mariátegui, tenía el socialismo como una nueva religión que ponía como mito a la revolución. A ella se llegaba con conceptos atentos a lo primordial: la acción y la intuición. De ahí se puede entender la manera en la cual la lectura de los textos de Georges Sorel y de Georg Simmel dejaron una huella destacable en ambos. La consideración del fragmento y el nuevo lugar del mito en el siglo XX como motor de acción no pueden ser meras casualidades. En ese sentido, el pensamiento de Antonio Gramsci, también nacido de la prosa periodística, también atravesado por la lectura de Bergson y de Croce, trata de encontrar algo que impulse al cambio histórico. Su concepto de “hegemonía”, la constitución de un bloque contra-hegemónico para disputar el orden liberal-conservador y luego fascista de su tiempo y su atención a los modos de organización de la Acción Católica italiana también responden a este interés similar por recuperar de lo religioso una mística de la acción (no de la expectación a lo Gandhi) que, en última instancia, fue lo que permitió la victoria bolchevique. Entenderla, sí, pero, por sobre todo, creer en la revolución: la estructura de la fe revolucionaria volvería a aparecer en nuestro continente, luego de los avances de Mariátegui, con figuras entre quijotescas y crísticas que tienen tanto de razón como de fe. Si no, sería imposible pensar, por ejemplo, al Che Guevara.
Fragmentario, concreto, erudito y vital. La prosa de Mariátegui tiene tanto de Nietzsche como del propio Marx. Según Martin Bergel, “Mariátegui se ubica a distancia de cualquier noción de marxismo ortodoxo, a partir incluso de las propias condiciones estructurales de sus textos. Formado típicamente en el periodismo y voluntariamente ajeno a una concepción sistemática del pensamiento, su escritura guardó esa marca de origen del cronista de diarios que había sido desde su adolescencia. Su obra se compone en lo fundamental de una amplísima serie de ensayos breves que elabora para dos semanarios limeños, Mundial y Variedades (semanarios del estilo de su semejante porteña Caras y Caretas), y está encadenada a los hechos y figuras de su contemporaneidad. Creo que en ese carácter fragmentario, que le permite deslizar fogonazos interpretativos del mundo convulsionado al que asiste, hay en efecto un rasgo de semejanza con la obra de Gramsci y en alguna medida Benjamin o Simmel. Mediante esas iluminaciones, Mariátegui se posiciona como un intérprete de su época, y lo hace de un modo tan sorprendentemente abarcador que puede decirse que todo el mundo de entreguerras (al menos hasta su muerte, en 1930) está contenido o aludido en sus escritos”.
Un mundo cuyas contradicciones, en verdad, lejos han estado de superarse. La actualidad de Mariátegui es esa: el mundo que describió, con sus tensiones, su falsa “calma chicha”, su necesidad de reencontrarse con la acción entendida como pensamiento en acto, su resistencia a cualquier tipo de cooperativismo que destrone el sofocante individualismo, sigue siendo el mundo que, hoy, a noventa años de su muerte, estamos llamados a transformar.