Desde Barcelona

UNO Ocurrió la noche del miércoles 8 de marzo, pero se confirmó recién varios días después: en el momento del histórico y épico 6 a 1 en el partido Barça-PSG, Barcelona tembló, se sacudió, se estremeció. Inesperadamente; porque los terremotos no avisan ni se esperan. El sismógrafo situado a quinientos metros del Camp Nou detectó un pequeño pero atendible sismo provocado por los saltos y alaridos de casi cien mil culés en el estadio y replicado por muchísimos más en sus casas. Algo así como lo más parecido al orgásmico andar de ese simio que es un monstruo grande y pisa fuerte y no deja de volver a rugir cada tanto. Entonces ahí, a la salida del estadio, el defensa central azulgrana Gerard Piqué advirtió a hospitales y clínicas que, de aquí a nueve meses, deberían reforzar sus guardias en las salas de parto, porque esa noche se iba a hacer mucho el amor y ya saben… Las mañanas siguientes periódicos y tertulias televisivas y blogs no dejar de teorizar acerca de la felicidad de muchos (que por lo general suele ser la tristeza de tantos otros), y por los efectos benéficos de la épica como radiación inspiradora y optimizante arrancada a los clásicos para traerla al aquí y ahora. Así, el pesimismo por el partido de ida en el que se había caído 4 a 0 y la imposibilidad estadística de una remontada hecha realidad había tenido un efecto divino en simples mortales. Un efecto que dura entre 24 y 72 horas --según el grado de implicación afectivo-deportiva en el milagro-- y que, en Rodríguez, se extendió a lo largo de esa eternidad en la que demora en conciliar el sueño recordando el éxtasis de su hijo. Unos 45 minutos, pongamos. Y su mujer se fue a dormir antes, y ya gruñía entre sueños, y no: Rodríguez no volverá a ser padre a fin de año.

DOS Pero también hay otra manera (más perturbadora y menos eufórica) de entender ese 6-1. Considerarlo, apenas, otra prueba incontestable de que vivimos en la Era de las Cosas Extrañas y Supuestamente Imposibles que Comienzan a Ser Cosa de Todos los Días. Ya saben: posverdad, hechos alternativos, y Philip K. Dick riendo a carcajadas. Ya van sumando: Brexit, Plebiscito Colombiano, Trump Presidente, Oscar Equivocado. Y, ahora, lo que a Rodríguez le parece lo más trascendente e inesperado de todo: la nueva película de King Kong es muy pero muy buena. 
Kongui B. Goode.   

TRES Go, Go Kong, Go-Go-Go y viernes atrás, lo cierto es que Rodríguez entró a ver Kong: Skull Island con las mismas expectativas que un culé fue a ver el partido de vuelta aquel miércoles: para languidecer y dejarse llevar lo más noble y dignamente que se pudiese. Eutanasia con Coca y popcorn. Pero no: después del original perfecto, de los delirios japoneses, de las debacles marca Dino De Laurentiis que ni Jeff Bridges ni la entonces debutante Jessica Lange ni Linda Hamilton pudieron redimir, y de la bien intencionada pero tan desangelada cortesía de Peter Jackson, por fin alguien dio en el blanco disparando para otro lado. Kong: Skull Island: empieza muy bien y mejora y mejora. Y, ahí, años 70s y Vietnam y destellos de Moby-Dick y guiños a esas tribus y ese río y ese barco y esos militares locos y a esos helicópteros volando contra un sol color agent orange de buenísimos (uno de lo posters de esta película hasta emulaba al poster de aquella otra) Apocalypse Now. Y Rodríguez le explica a su hijo de dónde es que viene todo (y por qué un personaje se apellida Conrad y otro Marlow) y Brie Larson no es rubia ni decorativa y Tom Hiddleston (quien se viene especializando en roles extremos como Loki de Thor y vampiro de Jarmusch y novio de Taylor Swift) está portentoso como agente secreto curtido y gastado. Y o.k.: no contiene New York (probablemente la nueva administración le negó el visado al primate XXL sin analizar correctamente el obvio mensaje de la película) pero están todos esos monstruos secundarios de primera y esa coda --luego de los eternos créditos finales--donde se anticipa una suerte de remake de Destroy All Monsters! (de ahí la ominosa presencia del la organización Monarch) con Godzilla y Mothra y Rodan y King Ghidorah y sus orientales kaiju-amiguitos. Así, dos horas después, Rodríguez salía de allí exultante y con el puño en alto y tan parecido a Messi en esa mesiánica foto tomada por un fotógrafo del club en el sitio y momento justo. Postal ya histórica, ahí, en lo alto, adorado por su monada, tan King. 
El mejor reclamo publicitario para invitar a turistas de modales prehistóricos a visitar "una España a la que 75.000.000 millones de españoles llegan cada año", según lapsus de Rajoy en un discurso del pasado fin de semana. Y dentro del reino, una tierra de donde ay, la alcaldesa Ada Colau (quien gobierna haciendo equilibrio entre un dogma Manu Chao/No Logo, los delirios de quienes dependen del independentismo, y las rancias corruptelas de los prohombres locales y vintage) intenta mantener el orden a duras penas y blandos reglamentos. 
Y, sí, la ciudad es territorio de mega-congresos y amarradero de súper-cruceros (que, aseguran, llenan las arcas públicas), pero, también, paraíso para el viajero low-cost y permisiva zona de catástrofe para chicos y chicas sajones y nibelungas que aterrizan con el hit "Barcelona" de Ed Sheeran en los auriculares. Cantinela donde se llama al desenfreno dionisíaco y mediterráneo porque aquí pueden (con versos en spanglish del nivel de "Las ramblas, I'll meet you / We'll dance around la Sagrada Familia (Barcelona) / Drinking sangría / Mi niña, te amo mi cariño (Barcelona) / Mamasita rica / Sí, te adoro, señorita (Barcelona) / Los otros, viva la vida / Come on, let's be free in Barcelona / Nosotros, viva la vida / Siempre vida, Barcelona") hacer la suya y deshacer la de los locales lejos de las miradas reprobatorias de papi y de mami, quienes también se portaron mal allá lejos y hace tiempo en Praga o en Naxos. La buena teoría difícil de hacer práctica pasa por "frenar los excesos relacionados con el ocio" y Rodríguez --para contrarrestar los almíbares pegajosos de Sheeran-- se inyecta una y otra vez, en vena y tímpano, el heroínico y por estos días cincuentenario The Velvet Underground & Nico, con banana by Andy Warhol en su portada a la que ni Kong haría ascos. Y, claro, fue entonces cuando Rodríguez se entregó al nuevo Kong y le pide que salte por encima de las murallas naturales del Tibidabo y ponga las cosas en su lugar y expulse a los invasores.

CUATRO Porque lo de antes: en Kong: Skull Island el King funciona como controlador darwiniano, como cortafuegos que se golpea el pecho, como Muro Peludo y agente de inmigración a la caza de "bad hombres". Kong está allí para impedir que suban, desde las profundidades de la Tierra, todas esas criaturas que, de no estar él, tomarían primero la isla y, de allí, a tierra firme y a vomitar rayos láser y a cagar llamaradas --como turistas modelo drinking sangría y mamasita rica-- en todos los monumentos históricos y edificios representativos de sucesivas metrópolis que vayan visitando. Hasta llegar a Barcelona y, entonces, ya saben: viva la vida propia y la agonía de los demás hasta que tenga tiempo y lugar la próxima Cosa Extraña y Supuestamente Imposible.
Y Rodríguez no piensa tanto (no piensa nada) en la final de la Champions League ni de la Liga ni de la Copa del Rey.
Rodríguez piensa mucho --ojalá que sean, cada una en lo suyo, tan buenas como la de este Kong-- en la nueva Alien: Covenant y en la nueva Blade Runner 2049.
Pero no va a ser fácil marcar un 3 a 0.
Aunque cosas más raras se han vivido y visto por aquí y por allá y por todas partes.
Skull Island incluida.