La Siberia argentina, como la definió Osvaldo Bayer, cerró sus puertas el 21 de marzo de 1947 a orillas del canal de Beagle. Hace 70 años un decreto no demasiado recordado del presidente Perón señalaba el final para la cárcel de Ushuaia, la más austral del mundo. Por sus 380 celdas de 1,93 por 1,93 pasaron desde el Petiso Orejudo hasta el anarquista ucraniano Simón Radowitzky. Había sido centro de castigo y aislamiento durante 45 años. En 1902 se inauguró durante el segundo gobierno de Julio Argentino Roca. La idea de levantar una colonia penal no prosperó en su primer mandato, pese a que el 27 de junio de 1883 le había enviado un proyecto al Congreso. Recién en 1895 –durante la presidencia de José Evaristo Uriburu– se sancionó la ley que obligaba a cumplir las sentencias de jueces federales contra reincidentes en Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego. Al año siguiente se decidió construir el presidio para el que se destinó originalmente un presupuesto de 200 mil pesos.
Hoy, en el predio de la base naval Ushuaia donde estuvo la cárcel, funciona un museo que alecciona sobre uno de nuestros peores pasados. Lo administra una sociedad civil. De los cinco pabellones que se conservan, uno se mantiene en su sombrío estado original. Otro permite hacer un recorrido histórico sobre las condiciones de vida de los detenidos. Están el que ocupa una galería de arte y el destinado a vender réplicas de las chaquetas de los presos, pingüinos de peluche y distintos suvenires. El restante es el único que se mantiene cerrado al público. El panóptico desde donde se controlaba cada movimiento de los condenados es el lugar que elige el guía para despedirse. Pero antes invitará a conocer la réplica del faro del fin del mundo que se levantaba en la isla de los Estados. La entrada sale 250 pesos y con ella se puede volver a ingresar en las siguientes 48 horas. Es cara, como casi todo en Tierra del Fuego.
Cuando Perón clausuró el penal, Crítica, el diario más popular de la época informaba: “Ushuaia, tierra maldita, incorpórase sin lacras al sentimiento argentino”. El periodista Osiris Troiani publicó una serie de notas entre el 5 y el 16 de abril del 47 que son citadas entre los numerosos documentos que pueden leerse en el pabellón por donde avanza la visita guiada.
El recorrido es como un caleidoscopio. Se suceden de celda en celda las vidas de presos emblemáticos. Cayetano Santos Godino, el asesino de niños a cuyas orejas muy grandes se atribuyó una disparatada hipótesis de su mentalidad criminal. Murió en la cárcel a manos de otros presos que lo acusaron de matar a la mascota del presidio: un gato. A diferencia del Petiso Orejudo, pobre y analfabeto, Mateo Banks, alías el místico, fue un estanciero de Azul, socio del Jockey Club y jugador compulsivo. Asesinó a ocho personas en pocas horas, entre familiares y peones. Quería apropiarse de los bienes de sus hermanos. Se había endeudado y aspiraba a mantener su status social. Lo condenaron a reclusión perpetua en 1924 y casi veinte años después salió de la cárcel de Ushuaia en libertad condicional.
Son apenas dos de las historias que nutren de cierta mitología al lugar. También estuvo encarcelado el anarquista Radowitzky, quien mató de un bombazo al comisario y represor de obreros, Ramón Falcón. Pasó 19 de sus 21 años entre rejas en Ushuaia. Casi la mitad en régimen de aislamiento, entre otras cosas, porque se fugó una vez con ayuda exterior y fue recapturado. Hipólito Irigoyen lo indultó el 13 de abril de 1930, casi cinco meses antes de ser derrocado. El preso n° 155 –cada uno tenía un número– se había salvado de ser fusilado porque era menor de edad.
Las fugas terminaban en muertes por hipotermia, desnutrición o con el regreso a la prisión ante la imposibilidad de soportar el frío glacial de la zona. Por lo general fracasaban. Nunca se supo qué pasó con el penado 46, Nicolás Martín –condenado por doble homicidio–, quién escapó en 1905 y nunca más apareció. Los carceleros sabían que por las durísimas condiciones climáticas no hacían falta los muros. Apenas colocaron alambradas alrededor.
Las paredes de las celdas estaban hechas con piedras sacadas del Monte Susana y una argamasa de tierra y arcilla. Cada pabellón terminaba en forma de martillo donde se encontraban los baños y piletones para lavar la ropa. El que todavía se conserva en su estado original es tétrico, el adjetivo con que Crítica describió al penal en general. Los calabozos son pequeños. Apenas entraba en ellos un camastro. La luz del exterior se filtraba por una pequeña ventana con dos rejas amuradas a la pared. Era casi imposible salir de ahí sin colaboración externa o de los guardias.
De los registros de estadísticas que conserva el museo, se desprenden las corrientes migratorias dominantes en el primer año del siglo XX. Se explica que en 1900 había una población carcelaria de 30 argentinos, 25 italianos, 13 españoles, 5 orientales, 2 franceses, 1 inglés y 1 portugués. También se relevaba el grado de instrucción: 55 sabían leer y escribir pero 12 no. Se mencionan los oficios que ejercían, con mayoría de jornaleros y cocineros. Ushuaia llegó a tener una superpoblación que superó con holgura los 500 detenidos. Se clasificaba a los condenados de acuerdo a su perfil psicológico: altaneros, enérgicos, coléricos, agresivos, apacibles, bondadosos y respetuosos, como lo señala un estudio de 1931. Tres años más tarde, aparece un relevamiento de las visitas médicas y las enfermedades que contraían los detenidos.
Los condenados por homicidio se consideraban seres superiores. Pero los marcaban con un distintivo rojo, en gorra, chaqueta y pantalón. La vestimenta característica tenía rayas horizontales celestes y amarillo ocre. A quienes se colocaba en el grupo de mala conducta, se les aplicaban castigos medievales. Hay fotografías donde se los ve engrillados, como si fueran presos del siglo XIV o XV. Se los apaleaba con las ropas mojadas, se los obligaba a permanecer parados muchas horas (el llamado plantón) o se los sometía a pan y agua. Los que eran evaluados como de buena conducta podían permanecer más tiempo fuera del penal trabajando en lo que hoy es el Parque Nacional de Tierra del Fuego, por donde circulaba –y todavía circula– el tren de trocha angosta que llegó a extenderse 22 kilómetros y cuyas vías colocaron los mismos detenidos.
La cárcel que cerró Perón se volvió a abrir dos veces más en las décadas del 50 y 60. La Revolución Libertadora envió a partidarios del general en 1955. También la utilizó por última vez Arturo Frondizi en 1960 cuando aplicó el Plan Conintes para meter presos a militantes de la resistencia juzgados por consejos de guerra especiales. El ex presidio fue declarado en 1997 monumento histórico nacional. Cuando Roca lo mandó a hacer, dijo que era para poblar el país que él mismo había despoblado de indios a sangre y fuego. “Una vez fundado el establecimiento penal en Tierra del Fuego, la república habrá puesto los cimientos de la colonización en ese punto”, escribió en su proyecto enviado al Congreso en 1883.