Los pueblos chicos no eran infiernos grandes para Hebe Uhart (1936-2018). Ella prefería los espacios más pequeños para abarcarlos, también para circunscribir las riendas de su propia curiosidad a la experiencia de los otros. La protagonista de sus textos nunca es la escritora o la cronista. No le interesaba mirarse el ombligo; se aburría con las obsesiones y paranoias del mundillo literario. Lo que brilla en primer plano, cuando se la lee a Hebe, es cómo hablan los hombres y las mujeres que emergen en sus textos; las formas de decir pintan de cuerpo entero el mundo interior de los personajes. La edición de las Crónicas completas, con prólogo de Mariana Enriquez, reúne los cinco libros que publicó en el género -–Viajera crónica (2011), Visto y oído (2012), De la Patagonia a México (2015), De aquí para allá (2016) y Animales (2017)— más 23 crónicas inéditas. La editorial Adriana Hidalgo finaliza con este volumen la edición de la obra completa, que empezó con las Novelas completas (2018) y los Cuentos completos (2019).
Hebe escucha con un oído absoluto para pescar las perlas de la oralidad. “Demasiado han guapeado”, dice la señora que cuida la capilla en Laguna del Pescado (Entre Ríos) cuando le alaban las plantas. En ese mismo viaje-crónica registra un comentario de Rómula sobre animales: “El caballo blanco que yo tenía, ¡qué entendido que era! Jamás topó con las lechuzas”. Hay que caminar, oír y mirar mucho. En Diamante, una vecina que vive junto al río, se refiere a las luces de la otra orilla: “¡Se ve un lucerío! ¡Viera cómo andan loqueando las luces del lao de allá!”. Viajera crónica, como el título de uno de sus libros, rastrea expresiones, apodos, decires; los modos en que las personas hablan de sus experiencias y su manera de estar y de ser en el mundo. Lo oído se suele apoyar en una trama previa de lecturas que la acompañan a las ciudades o pueblos que visita. En Córdoba, por ejemplo, leyó Los cordobeses en el fin del milenio, donde Jorge Barón Biza recopiló algunos grafitis en las cercanías de la facultad. Uno dice: “Entre morir de pie o vivir de rodillas, prefiero subsistir sentado”. Otro: “Si le molesta el más allá, póngase más acá”. En Formosa no consiguió un tratado de un sociólogo formoseño o un libro con modismos locales, pero en la librería La Paz encontró una “edición espléndida” de cuentos de O’Henry, “uno de los escritores más simpáticos que existen, y encontrarlo en Formosa después de haberlo buscado tanto en Buenos Aires me pareció una caricia del destino”, confiesa en una de las crónicas.
El estilo en la mirada
Enriquez recuerda en el prólogo que Elvio Gandolfo decía que Hebe Uhart tenía el estilo en la mirada: su forma de ver provocaba su forma de escribir. Ese estilo está en sus novelas, en sus cuentos y crónicas. “Pasa un morocho suburbano con pantalones a la rodilla, gorrito con visera para atrás y un tatuaje grande en la pierna. Va diciendo: ‘Aquí voy yo’. Pasa una mujer muy menuda que parece castigada por el peso que lleva: una enorme mochila, otro enorme bolso de mano y una caja de cartón. Pero no es el sol de trabajar en el campo, parece inoculada por todos los soles del planeta. Es un caracol”, describe Hebe a esas personas que observa en la terminal de ómnibus de Rosario con una profunda empatía en la mirada. Nunca se burla escudriñando por encima del hombro, aunque puede apelar a la picardía y destilar cierta gracia o simpatía. Pero jamás es agresiva con los defectos o problemas ajenos; no descalifica conductas ni rechaza modos de hablar que no son considerados “correctos” desde la rigidez de las normas de la lengua. No se sube al caballo de la escritora entendida y esclarecida. Detesta la posición soberbia; más bien opta por un “no saber” como punto de partida, por eso curiosea tanto y escucha aún más. En ese sentido, es ejemplar la crónica sobre Irazusta, un pueblo de mil habitantes cercano a Gualeguaychú. Cuando le preguntan si cree en Dios, ella escribe: “Como supuse que ella sí, para estar a tono y porque llovía que daba calambre, esbocé una teoría sobre Dios en el prójimo que me salió bastante bien. Yo estaba contenta como si hubiera hecho un bordado prolijo, y además pensaba: ‘Mirá si con esa lluvia discutimos por el tema de Dios y esta mujer me manda a la intemperie y al barro’”.
Lugar al que llega quiere conocer al poblador más antiguo y “con la cabeza en buen estado” para tirarle de la lengua. No viaja para confirmar prejuicios previos, sino para que estalle el asombro ante lo visto y oído. Pero la que busca no siempre encuentra; la virtud de la cronista, cuando la comunicación con el otro no funciona, es asumir la equivocación del sobreentendido. En Tapalqué quiere conocer a alguien que practique el arte del refrán, pero su interlocutora, la señora que la va a hospedar porque no hay hoteles en el pueblo, le pregunta: “¿Qué es un refrán?”. Hebe ejemplifica con “en casa de herrero, cuchillo de palo”. Y luego agrega: “Ahí mismo me pareció que ese refrán no pegaba con la señora Lola, que había elegido mal, que los refranes eran todos una mierda y que yo no tenía la menor idea de lo que estaba haciendo en esa casa (…) Le di veinte pesos por la molestia, pero no parecía considerar una molestia que yo me fuera: le daba igual. Entonces me fui con la música a otro pueblo”.
El entusiasmo de Hebe por los dichos y refranes criollos no son una excentricidad. Ella está convencida de que no somos tanto lo que decimos sino cómo lo decimos. “De una persona que no se decide con facilidad, el refrán dice: ‘Tiene más vueltas que un perro pa’echarse’. Y de una persona con muchos recovecos, exigencias y especificaciones, el refrán que se le aplica es: ‘Tiene mucha letra menuda’. Es la letra menuda que está al pie de los contratos, y en ese dicho se ve la permeabilidad de la ciudad con el campo y viceversa”, plantea en una de las crónicas. “Si bien el criollo alude con sarcasmo a vicios y virtudes humanas utilizando metáforas con animales, en la discusión suele ser diplomático y no la endurece –explica Hebe-. En vez de decir acerca de alguien que se extralimita: ‘No seas entrometido, desmedido o invasor’, dice: ‘No te pases al patio que vas a pisar los pollos’. Porque no son de hacer reproches directos o juicios de valor apresurados. En una discusión, en vez de decirle al opositor: ‘Usted no tiene razón’, le dice algo más suave: ‘No me parece, Roldán, que todas las vacas sean suyas”.
Impronta guaraní
La cronista se enamoró profundamente de Paraguay. Hay cuatro crónicas sobre sus visitas a Asunción; tres fueron publicadas en los libros Viajera crónica, Visto y oído y De la Patagonia a México; la cuarta, “El obispo Lugo y la prensa”, está en la sección de crónicas inéditas. “El lenguaje de las leyendas, de los locutores de televisión y de la noticias de los diarios tiene un tono de entrecasa, como si no hubiera un uso público del lenguaje y uno privado. El locutor de televisión dice: ‘Hoy va a hacer un calor de la gran flauta’ o ‘Hay mucho humo esta mañana en Asunción; no se sabe si por el smog o porque están quemando pasto’. Dan muchas explicaciones; en el Museo Policial, hay placas recordatorias de sus miembros caídos y en ellas escriben la causa de muerte de cada uno. En una, se lee: ‘Muerte en un tiroteo en medio de una serenata’. Y, en el diario, en servicios ofrecidos: ‘Profesor honesto se ofrece para enseñanza’”. Hebe devora los diarios y anota títulos y palabras. “El castellano que se habla en Paraguay tiene impronta guaraní, la frase se construye con la anexión de dos sustantivos: en vez de ladrona de coches, la robacoches. En vez de barrio que mira al lago, Barrio Miralago. En vez de plata enterrada (la que buscaban los descendientes de los guerreros del Paraguay, suponiendo tesoros escondidos): un plataentierro. Es un lenguaje sintético que inventa palabras nuevas; por ejemplo, ‘desmeritar’ suena raro. ¿Pero acaso no existe desacreditar? En el diario, también me entero de que la asociación gay de Asunción que se queja de la homofobia se llama ‘Paragay’”. En otra crónica cuenta cómo fue la experiencia en una clase de guaraní. “Me siento una escolar con esperanza de aprender quién sabe qué. Voy caminando a la escuela que está cerca del hotel como si fuera a la escuela de mi barrio (…) Cuando llega el maestro, no me pone en el asiento del fondo como yo quiero, para ver bien y ser alumna, me pone junto a él. El maestro Juan saluda en guaraní. Van a conjugar un verbo: ‘pee pekaru’ es ‘ustedes comen’ y ‘voy a hacer’ se dice ‘ajapotá’. Me deprimo porque nunca voy a aprender esos verbos, ni a pronunciarlos, y debo combatir esa tendencia a creer que puedo pronunciar en guaraní de cualquier manera. Mejor me voy y libero al maestro de mi triste visita”.
En su tercer regreso a Asunción, entrevista a directoras de Museo, artesanas, a Martina León de Católicas por el derecho a decidir y al padre Bartomeu Melià, entre otras y otros; va a la Biblioteca Nacional, visita el zoológico, reincide en la lectura de los diarios paraguayos --en los que siempre encuentra pequeños hallazgos lingüísticos-- y se detiene en un título en la sección deportes: “Paraguayos pueden medallar”. “Qué notable, el sustantivo se mueve, se vuelve verbo”, celebra la cronista que concluye una de sus crónicas paraguayas con una declaración de amor. “Recién en el aeropuerto de Asunción, cuando estaba de vuelta, me di cuenta de por qué me gusta a mí Paraguay. Pese a todas las desdichas que han pasado en dos siglos, la gente se muestra cordial, servicial, hasta alegre. La empleada del check-in me atendió con una sonrisa que no era de cortesía neutra, era una sonrisa cálida propia de un ser humano dirigida a su par. No es poco”.
En la sección final de las Crónicas completas hay 23 crónicas inéditas. Algunos son textos que publicó en El País Cultural de Montevideo o en la revista La mujer de mi vida, como “Mi paso por el diván”, en el que relata su experiencia con distintos terapeutas. Una parte importante de las crónicas fueron encontradas en su computadora; hay sobre los hijos del ex presidente paraguayo Fernando Lugo; otra acerca de la visita a la casa de Clara, la dueña del loro hablador; una sobre su paso como profesora suplente de latín en el Colegio Nacional Buenos Aires. La que se diferencia más del conjunto es “Un recuerdo de mi vida privada”, en la que repasa el romance que tuvo con su novio alcohólico; un personaje frecuente en el repertorio de anécdotas que contaba Hebe. El libro cierra con “Yendo de la cama a casa”, que fue publicada en Radar libros el 21 de octubre de 2018, diez días después de su muerte. Lo último que escribió, un texto sobre su internación, ya muy enferma, es una crónica excepcional por el modo en que indaga en ese pequeño cosmos de la terapia intensiva con un humor y una delicadeza como sólo Hebe podía hacerlo. Hay una enfermera, María, que le tenía bronca. “A ella no le gustaba que yo estirase las piernas dentro de la cama, como si fuese un hecho antiestético y malo. Creo que tenía un pensamiento platónico: lo que es feo ver, es a la vez malo. Yo pensaba que dentro de mi cama podía hacer lo que quisiera, pero se ve que no –reflexiona-. Mi cama era mi patria, mi identidad, yo le llamaba frontera al espacio cercano donde estaba la mesita”. En la sala mixta hay pacientes varones y mujeres. “Vino a visitarme una alumna con la que tengo confianza desde hace muchos años y le dije que me daba vergüenza que me vieran con el culo al aire y sin careta. Coca me dijo, sentenciosamente: ‘Hebe, todos tenemos culo’. Es una verdad socrática, que corresponde al momento en que Sócrates buscaba consenso absoluto antes de seguir avanzando. Efectivamente, Sócrates, todos tenemos culo”.
La preocupación por la intimidad y el pudor de ser vista aparece en otras partes de esta crónica. “El día anterior yo le había dicho a la enfermera que me pusiera un biombo, que ese hombre me estaba mirando y yo en pañales. Ella me dijo: ¿Cómo te vas a preocupar por un hombre que no sabe ni quién es ni por qué está aquí?”. El humor y la inteligencia conviven en los textos de Hebe. “Hay personas que cuando ven inconvenientes o inacción a su alrededor dicen: ‘Hagan algo’. Antes yo repudiaba ese pensamiento pero cuando estuve confinada en mi cama todo el día, lo entendí. Uno en una cama de hospital se convierte en un tirano incomprendido, que quiere que le alcancen los anteojos que se le cayeron, que alguien retire los restos de desayuno, que alguien me alcance la crema (para hacer algo), que me lleven de la mano a alguna parte, que me tapen el pie que se me destapó y me queda lejos, que venga alguien a conversar sobre política nacional e internacional, o sobre cualquier cosa. Yo debo ser una tirana, pero me conviene ser una tirana astuta, o sea que si está cerca una enfermera debo pedirle dos o tres cosas juntas pero no al mismo tiempo, con calma y mesura”.