Difícilmente esta civilización recuerde una época con tanta música como la que le toca vivir. Aunque es posible que esta sensación de abundancia tenga que ver más con los embudos de la circulación que con la cantidad en sí, lo cierto es que sin querer o con querer, se vive rebalsados de música. Más ahora, que la emergencia de la covid-19 y la consecuente cuarentena redujo a las redes sociales las ya delicadas posibilidades de comunicación humana. En ese pasadizo de puertas que se abren para anunciar otras puertas que presentan otras puertas, donde lo que parece un punto de llegada es apenas el estribo para otra partida, la oferta musical resulta apabullante. En la jungla de signos y sonidos de las redes, el jazz persiste con las variedades de su lírica y un sonido que en muchos casos constituye el lado crítico de ese “realismo alla Bradbury” de la circulación virtual, del que al final de cuentas es parte.
Entre las nuevas ediciones, vale la pena detenerse en tres discos recientes que retozan saludables por las plataformas y que de distintas maneras reflejan la movilidad estilística que traspasa las contingencias de un género. Estos son Lugar (Ceibo Música) del trío que forman José Saluzzi en guitarra, Juan Fracchi en contrabajo y el baterista danés Ulrik Bisgaard; Lillith, de la pianista Pía Hernández, publicado por el sello neoyorquino Irazu Records, y el breve Yo no sé de pájaros, grabado el año pasado en el Banff Centre de Canadá por un cuarteto integrado por Camila Nebbia en saxo alto y Diana Arias en contrabajo, junto a la pianista Maya Keren y la baterista Lesley Mok. Los tres trabajos se asimilan al jazz y comparten un lenguaje que desarrollan sin renunciar a cierto gusto por la subversión. Sin embargo, con ese mismo lenguaje hablan de cosas distintas.
Grabado entre Dinamarca y Argentina en oportunidad de las giras realizadas en 2018, Lugar es el primer trabajo del trío Saluzzi-Fracchi- Bisgaard. El disco propone en gran parte composiciones originales, en contrapunto con versiones de canciones de la tradición danesa y argentina. En este cruce de esencias se recompone un paisaje de quietudes y transparencias sobre el que con las artes del jazz el trío articula su gusto por las melodías claras y la ornamentación delicada. La dinámica del diálogo es el punto de partida: Saluzzi –hijo del gran Dino, con quien grabó en numerosas ocasiones– alterna los primeros planos con Fracchi, mientras la batería envuelve esa perspectiva móvil de fondo y figura todo con toque sutil y agudo sentido del color. Bisgaard nunca desborda, marca y al mismo tiempo matiza.
Entre la apertura con “Tit er Jeg glad” (Soy feliz), canción de Carl Nielsen –compositor nacional de Dinamarca–, y el melancólico final con una morosa versión de “Agitando pañuelos”, la música del trío viaja serena sobre sí misma, lejos de estruendos y fracturas. En el medio, el chacareroso aliento rítmico de “Almanda” y las sugestiones de candombe en el tema que da nombre al disco, entre otros temas, terminan de delinear la representación de “Lugar” como latitud íntima.
Si Lugar es la fundación afectuosa de un territorio, Lillith, de Pía Hernández, está más cerca de la disolución de los confines. Con el trazo remarcado que suelen tener los primeros discos, la pianista nacida en Ushuaia en 1989 despliega una potente mirada sobre el arte del trío, junto a Ignacio Szulga en contrabajo y Nicolás del Águila en batería. Después del inicial “Ella durmiente”, un largo recitativo con vagas evocaciones del inicio de “So What”, que oficia de obertura, la química del trío comienza a carburar su nervio rítmico a partir de temas con melodías punzantes, desde donde se abren amplios espacios para la improvisación. En esa tensión se termina de redondear la unidad del disco. Resulta formidable “Valle de piedra”, que cierra el disco, como también “La torre” y “Sol adolescente”, momentos en los que el trabajo del trío potencia su paleta expresiva con el aporte del guitarrista Juan Pablo Arredondo. Lillith es un disco estimulante.
Como Hernández, Camila Nebbia y Diana Arias integran esa generación que con ímpetu juvenil impulsa otras aperturas para la música que en nombre del jazz se hace en Buenos Aires. Yo no sé de pájaros es el resultado de una experiencia internacional, en la que las jóvenes instrumentistas trabajaron en cuarteto junto a la percusionista Lesley Mok y la pianista Maya Keren. Son solo diecisiete minutos, tres obras en las que aun sin perder cierta aura de experiencia pedagógica, la música se ensancha con una notable energía creativa, entre logradas sutilezas y notables despliegues instrumentales.