Lo que llamamos "derecha sagaz" es la que siempre está pronta a tomar temas de izquierda para horadar las delicadas premisas en las que basan las decisiones que fundamentan la cuarentena, el cese de actividades vitales, la limitación parcial o temporaria de flujos de circulación y los atropellos que evidentemente se relacionan con medidas necesarias de control, interpretadas por el envés. La cuarentena es un estado de excepción parcial, en el que muchos ya colocamos perfiles de advertencia para que no se transforme en un laboratorio de experimentación sobre la conducta humana y sus libertades, pero no vimos en ninguno de los actos del gobierno nacional las evidencias de un cerrojo dictatorial con el que ahora se exalta una derecha astuta. Nos quieren convertir en hombres y mujeres libres que nos podamos infectar con alegría, contagiarnos bulliciosamente y vivir con algarabía en la contaminación, felices de haber burlado los mínimos cuidados a los que nos inducen feroces dictadores que nos recomiendan barbijo y gel, esos insaciables tiranuelos que nos reprimen con estadísticas y con el número de camas disponibles.
Esta derecha que esperaba su oportunidad ha logrado encumbrar a un puñado de personas, representantes de una franja de la sociedad que encarna un nuevo tipo de profetismo -no el de Kovadloff, que es más metódico-, y una anti-racionalidad, totalmente en las antípodas de la que hace años predica Sebreli, tan temeroso siempre del “asalto a la razón” ¿Quiénes se reunieron en el Obelisco, construcción racional si las hay, con algo de misticismo laico? Un conjunto de personas hijas del pensamiento mágico (sin la gracia de los magos), clientes de un conspirativismo banal (sin la hondura de los verdaderos conspiradores), receptores de todas las escatologías vulgares que recorren una sociedad desencantada. Ellos salieron en la noche de Brujas donde las creencias más estrafalarias se mezclaban con argumentos que se pueden discutir (es necesaria una solución urgente al problema laboral), pero predominaban opciones que no son otra cosa que creencias paranoides (pero que entristecen mucho más de lo que asustan), a las que se le abrió la posibilidad que ya estaba potencialmente preparada.
Es que hay un núcleo no desdeñable de la población que descree de las instituciones políticas (investigar este hecho es urgente y exige gran sensibilidad), y sobre esa planchuela permanente que el gobierno anterior exacerbó se implanta ahora un pensamiento de una racionalidad vacía ¿Qué es eso? Se trata de razonamientos desvitalizados, de cuño bolsonarista (“mueren más de gripe común”, “en la Segunda Guerra se siguió trabajando”: es claro, nunca tanto como en las industrias de guerra), que sin dejar de ser racionales, no tienen razón. Porque la razón exige no solo pruebas empíricas, datos y verificaciones, sino una espesura sensible ante los hechos nuevos y su carga mortífera. Este nuevo virus es un hecho biológico, que enlaza de un modo trágico las relaciones de la humanidad con la naturaleza.
Los pensamientos contrarios a la cuarentena tienen razón al reclamar el pasaje al mundo laboral (recreado y repuesto bajo una nueva imaginación sobre el acto de trabajo) pero están equivocados en su manera de tener razón. La equivocación consiste en que liquidan los tabiques que separan problemas que luego deben ser conjugados en común. Porque no puede inyectarse un pensamiento conspirativo culpabilizador (Soros, Bill Gates, la OMS, con las dudas o críticas que puedan merecer) con ámbitos específicos donde se desarrolla la paradoja de la cuarentena. Cerrar para poder abrirse más libremente. En ella actúan todos, desde los magnates hasta los demócratas sociales, las nuevas izquierdas que recrean sus sensibilidades y los movimientos sociales lúcidos. Para estos últimos, la razón es contingente y las causalidades complejas. Si al pensar se ausentan las mediaciones, cunden los Sebrelis, nombre de una oculta figura retórica que significa “sobrado irrealismo” y que se le olvidó computar a Aristóteles.
La cuarentena es una paradoja pues la ecuación lanzada de “preferir la vida” es una definición cardinal que exige pensar otra economía que discurra con exigente originalidad sobre los presagios destructivos que portan el capitalismo y sus lógicas financieras, que como un rizo perverso moldean poderes jurídicos, comunicacionales, lenguajes diarios y aun encuadres teóricos más elaborados. Miren el documento de los “300 intelectuales” que como los 300 espartanos creen estar enfrentando al poderoso Jerjes, el gran rey persa. Muchos de los firmantes escribieron libros con un tipo de argumentación académica que es una de las tantas formas de expresión aceptables y valoradas. Si un escrito se hace “fuerza material” cuando lo toman las masas, he aquí lo que recogieron estos intelectuales. Es lo que se veía el pie del Obelisco convertido en un tótem milenario. Exaltados macristas anti política, nigromantes que se basan en una medicina conjetural, que no sería grave en sus imaginerías si no enviaran a muchos a la muerte, un anti cientificismo que podría inaugurar aceptables discusiones si no caminara de las manos enguantadas de astrólogos y adivinos que a diferencia de los de Arlt, hablan con espuma en la boca y no pueden convertir en vehemencia o versatilidad su propia violencia personal.
Han cosechado bien estos viejos topos de la anti cuarentena. Nos hablan del problema de la libertad y el trabajo, pero no son Montesquieu ni Hannah Arendt. Son esa argamasa friccionada en las fábricas de tubos sin costura para donarles las palabras necesarias a los que atentan contra la estabilidad de un gobierno popular, pero quieren que se note más. No solo por crueles medidas de despido de trabajadores, sino que haya textos, palabras nobles en resguardo de la libre circulación y los derechos básicos, entre ellos el trabajo ¡Como quisiéramos coincidir con ellos! Pero nos lo impide una honda diferencia, pues la libertad en la que pensamos nace junto a la solidaridad, la fraternidad y la justicia social, cuya metáfora aglutinante hoy es la palabra vida. Y el trabajo en el que pensamos nace no del que conceden los que nunca se ocuparon de las condiciones existenciales de la vida laboral, sino de una reformulación de los sistemas productivos a la luz de lo que la pandemia puso en evidencia. El respeto a la naturaleza, a las vidas precarias, a eliminar desigualdades siempre atroces y a atender casos particulares que son portadores de su justificación legítima pero insatisfecha, pequeños comerciantes, trabajadores informales.
El gobierno debe seguir optando por la vida -realidad, metáfora y expresividad de toda una política-, pero debe refinar al máximo su visión de una sociedad castigada, sin concesiones innecesarias a los grandes poderes que ahora sabemos que tienen también sus panfletistas. Y, avanzando sin temor para resolver la demanda laboral “en tiempos de cólera”, con redoblado ingenio, salir al debate con mayor energía. Si la tienen los brujos indignados del anochecer en la 9 de Julio, ¿por qué no ha de tenerla el gobierno, más de lo que hasta ahora ha mostrado? Su condición democrática es la que llevó a combatir la infección con decisiones que no dejan de ser de riesgo, pero envueltas en una notoria sensatez. Que abusando de las paradojas, al colmo de arruinar y emponzoñar el idioma, se lo acuse de “infectadura”, es un logro de la idiomática de estos dictafraseólogos. Hay que seguir defendiendo la cuarentena frente a los trescientos logócratas ¿O se deberá recurrir al exorciso, a una Noche de Walpurgis, contra los que viven la propia noche oscura de sus pensamientos como liberticidas que piensan las libertades al revés?