Contra todo pronóstico, no han hecho mella en terrícolas los numerosísimos memes de gatitos tiránicos que aterrorizan a su humana, la ubicua Karen. A juzgar, más no fuera, por noticias a lo largo y ancho, que advierten que la adopción de felinos está en franca alza, elegidos para paliar solitud y ansiedad en tiempos de inquietud, incertidumbre, estrés. En Estados Unidos, muchos refugios informan que existe “un interés sin precedentes” por dar hogar a micifuces; ídem en Australia, en UK. Buen momento, entonces, para repasar hitos y mitos de una criatura señorial como pocas, curiosa y aguda, introspectiva, tierna y salvaje a la vez. A la que de poco y nada sirve llamar o darle órdenes, menos aún reñirle: a sus sinuosas anchas va el comedido animalito, dispuesto a anclar su culete en un sofá que, una vez reclamado, difícilmente vuelva a ceder.

Sobran las razones para rendirse -como corresponde- a estas insobornables, indómitas criaturas. Una de ellas: la convivencia es beneficiosa para la salud. Cuanto más peluda la mascota, menos riesgos de crecer con asma o alergias la persona; menos chances de sufrir depresión; más sano el corazón. Sus ronroneos reducen los niveles de estrés, la tensión arterial. Hay estudios, de hecho, que aseguran que quienes les adoptan tienen un 30 por ciento menos de probabilidades de sufrir un ataque cardíaco o un derrame cerebral. Documentado además que ayudan a lidiar mejor con el pesaroso trámite de un duelo, que ayudan a dormir más plácidamente, que bajan los ataques de ansiedad en gente con Alzheimer…

“El gato es un yogui, que realiza la respiración y la meditación junto con estiramientos que le mantienen en forma. Eso es lo que deberíamos tratar de imitar, ahora que estamos en casa y tenemos tiempo”, recomendaba recientemente la escritora e investigadora española Paloma Díaz-Mas, autora de Lo que aprendemos de los gatos. Consultada sobre cómo cree que sobrellevan los mininos el compartir tantas horas con sus convivientes de la especie humana, dado el confinamiento, dio su parecer: “Asumo que lo viven como una ventaja; les gusta saber dónde estamos, no perdernos de vista y tenernos a su servicio”. Tesitura que no todos comparten: algunos vets, de hecho, están haciendo sonar petites chicharras de alarma ante el aumento de casos de gatos estresados, con ansiedad. La causa del agobio: los excesivos arrumacos, estarles constantemente encima. ¿Es que todavía no saben, papanatas, que “vienen cuando quieren”, como anotara en su diario Marguerite Yourcenar?

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En lo que sí parece haber quórum es en que la creatividad fluye mejor en las personas cuando tienen como banda sonora su entrañable ronronear. Algo que se hace patente al observar la predilección de grandes artistas por este animal de compañía. O en honor a la precisión, por adoptarse mutuamente, porque -como escribió la autora tana Camila Cederna- “es el gato, como la mujer, quien escoge a la persona, no al revés”. Así, le han rendido pleitesía personajes como Claude Cahun, Florence Henri, Agnès Varda, Basquiat, Georgia O’Keeffe, Jean Cocteau, Leonardo Da Vinci. Y siguen las incontables firmas, incluida la de Dalí, que nunca quería separarse de Babou y lo llevaba consigo a cruceros, cenas elegantes, visitas a la Torre Eiffel… O la de Mark Twain, que antaño escribiese: “Si los animales pudieran hablar, el perro sería un tipo bocazas, pero el gato tendría la elegancia de no decir nunca una palabra de más”.

Sin abonar a las brechas, vale arrimar simpática analogía: si el can es prosa, el gato es poesía. Al respecto, conocidos los precisos versos de Borges que capturan maravillosamente su naturaleza: No son más silenciosos los espejos / ni más furtiva el alba aventurera; / eres, bajo la luna, esa pantera / que nos es dado divisar de lejos. / Por obra indescifrable de un decreto / divino, te buscamos vanamente; /más remoto que el Ganges y el poniente,/tuya es la soledad, tuyo el secreto.

Indiscutible musa de la historia del arte, desde Kiki Smith hasta Tracey Emin, desde Gorey hasta Matisse, eternizaron el garbo y la beldad de sus gatitas. Afición que llevó a la periodista Alison Nastasi a encontrar razones para el flechazo mutuo. En su libro Artists and their Cats, anota la muchacha: “Investigadores llevan largo rato especulando sobre la idea de que los individuos creativos comparten atributos comunes, temperamentos similares, que son muy parecidos a los de los felinos. Personalidades solitarias y rebeldes de la raza humana y del mundo animal son, evidentemente, almas gemelas”.


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Sobra decir que la fascinación que despiertan, lejos está de ser fenómeno contemporáneo. Miles de años antes de Cristo, la civilización egipcia -cuna de culturas - construyó colosales pirámides, creó una gramática perfecta, y veneró a los siempre sigilosos, siempre misteriosos gatos. Tópico que, en charla con Las12, ahonda la egiptóloga y traductora de jeroglíficos Amalia Frontini. Que dicho sea paso, ha tenido siameses toda su vida, correspondientemente bautizados Nefer, Cleopatra, Ramsés… “La historia religiosa de Egipto comienza alrededor del año 4 mil a.C. Ya en ese momento, está Bastet, la diosa egipcia gata, benevolente, apacible, protectora, que vela por la salud”, ofrece la especialista, aclarando raudamente que “es la hembra la que está deidificada, no así el macho”.

“Para los egipcios, cuando alguien moría inesperadamente, su chispa divina volvía a los dioses, pero los campos etéreos restantes vagaban hasta meterse dentro de la primera persona que encontraban; ese exceso era el que enfermaba. Entonces el médico, que también era mago, hacía primero un ritual para convencer a esos campos de que se retiraran. Y los mandaba al cuerpo de una gata, para después, ya sí, curar con su medicina tradicional”. ¿Por qué a una gata? De los papiros se desprende que la consideraban un animal de luz, “porque en las noches -profundamente oscuras- al refregarse entre las piernas de las personas, no solo daban cariño: se sacaban la estática y chispeaban”.

Tal era la veneración egipcia que, cuando moría la gatita, “en señal de duelo, la persona se rapaba la cabeza y las cejas, para que todos supieran que ese ser, que había cuidado y salvado a su familia, había fallecido”. Ya luego, “se la enviaba a la casa de embalsamamiento, y una vez que era devuelta, se la colgaba del dintel de la puerta de casa. Porque cada uno o dos años pasaba el buscador de gatos, que los llevaba al cementerio de Bubastis, una ciudad al norte de Egipto dedicada al culto de la diosa gata. Allí se encontraron, dicho sea de paso, muchísimas momias gatunas, muchísimas”.

Por lo demás, se alimentaban de ratones y cerastes cornuts (pequeñas víboras), y no faltaban los que acompañaban a su humano a cazar aves con búmerans y traer las presas caídas. Con todo, ¿se puede hablar de primera civilización en “domesticar” a este espléndido animal? En distintos sitios, distintas fechas, siempre bajo ídem forma: cuando la persona se asienta y se convierte en agricultora, guarda el grano y con el grano, llega el roedor. Con el roedor, el gatito, listo para cazar. Una domesticación por interés, claro está.

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En plena faena minina, no está de más recordar célebres nombres de la familia gatuna. Para astrofelinas, Félicette: primera y única en experimentar la ingravidez del espacio, injustamente menos popular que la perra soviética Laika o el chimpancé estadounidense Ham. Su odisea en cohete acaeció en octubre de 1963, tras ser rescatada de las calles parisinas y entrenada por el Programa Espacial Francés. Para estrellas de Hollywood, el atigrado Orangey, que acompañó a Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes, fue figurita repetida en films de los 50s y 60s, ganador de varios premios Patsy (los Óscars de los bichos). Entre las criaturitas históricas, las “contratadas” por la emperatriz rusa Catalina la Grande para custodiar (de ratones) el Palacio de Invierno de San Petersburgo antes de ser asaltado, luego devenido Museo Hermitage. Al parecer, tenía dos colonias de micifuces: la de élite que recorría los reales pisos superiores; la sin pedigrí que oficiaba de eficaz patrulla antirroedora, recorriendo los túneles del subsuelo. Estupendamente tratada, eso sí: Cat la puso en la plantilla oficial del palacio, destinándoles sueldo y abundantes raciones.

En fin, la lista de notables mininos es tan eterna como la devoción que ha despertado en la humanidad. Salvo por el horrífico capítulo medieval, cuando la furia clerical dio rienda suelta a la quema indiscriminada, tildándolas de bestias siniestras con similares poderes a los de las brujas. Ardieron masivamente bajo el martillo papal, que esgrimió los más siniestros argumentos: que sus arañazos eran venenosos, que robaban el aliento de bebés hasta el RIP, que podían agrietar vinos y cervezas nomás mover los bigotes… En fin, oscurantismo eclesiástico, verdadero secuaz de Satanás. Pero gatas y gatos resurgieron incluso de la Gran Matanza de gatos del siglo XVIII en París, ciudad donde hoy son casi tan mimados como en el Antiguo Egipto.