¡Qué acierto el del General De Gaulle cuando iniciaba sus discursos apelando a “francesas y franceses”! Iba al corazón del problema pues esas francesas y franceses, que se sentían tales pero que, ocupado su país por los alemanes, se sentirían divididos y menoscabados, podrían reaccionar y levantar el espíritu. Por añadidura, en su apellido mismo de Gaulle convocaba un fondo arcaico, la Galia, que así se denominaba el territorio que habían invadido y sojuzgado los romanos antes de que las invasiones sajonas, los francos en particular, denominaran con su identidad el nombre que quedó para siempre. Apelaba, pues, a una identidad, uno de cuyos requisitos era el nacimiento, nacional por añadidura, que debía ser el ariete contra el enemigo y cuyo núcleo central debía ser recuperado.

Probablemente esa apelación tuvo efecto, podemos medir sus consecuencias: le daba sentido, creo, nada menos que a la “resistencia” que devolvió el ánimo a ese pueblo después de la derrota. En un poema escrito durante la Resistencia, “El afiche rojo”, Louis Aragon homenajea a un grupo que dio la vida por Francia aclarando que eran “extranjeros sin embargo”. De donde se infiere que el concepto mismo de “franceses y francesas” ordenaba el sentimiento de ese conglomerado cuyos términos convocaban, y convocan, como cuando se dice con tanta frecuencia “argentinas y argentinos”. Pero también da lugar a una expansión, el sentimiento “nacional”, que, a su vez, engendra un modo de pensamiento, el “nacionalismo”, cuya virtud es sintetizar sentimientos y conceptos hasta tal punto que aparece como fondo y por encima de esas invocaciones, muy eficaces en el caso de de Gaulle, un poco menos en la Argentina y en México donde los políticos suelen también empezar sus discursos con ese llamado de atención, aunque luego, casos se han visto, que la “nación” como tal les importa muy poco.

Breve y provisoria conclusión: puesto que de ahí nace, el nacionalismo descansa sobre la identidad pero, como es sabido, tiene vida propia, se desarrolla y se convierte en doctrina y en comportamiento, a veces con severas incongruencias; una y no trivial, las fuentes en las que bebe para explicarse y fundamentarse: el nacionalismo argentino, en auge y presencia desde 1910 aproximadamente, se apoya en el explícito nacionalismo francés, no surge de las entrañas de una identidad propia, que sería la de los pueblos sojuzgados y destituidos por la invasión pero peor aún es lo que puede haber ocurrido con el nacionalismo francés durante la ocupación alemana y el gobierno de Vichy.

En Lacombe, Lucien, una película de Louis Malle, hay una escena que lo dice todo: un funcionario vichysta interroga a un hombre que no opone resistencia; nombre, dirección y cuando pregunta por la “nacionalidad” el hombre responde “francés”; el funcionario se encoleriza y le dice: “¿No sabe Ud. que los judíos no son franceses?”; el hombre, el judío, calmo, responde, “oí decir algo parecido”; de inmediato el funcionario toma el teléfono y llama a la Komandantur para avisar que tiene en sus manos a un judío. O sea que si el nacimiento, o sea la nacionalidad no basta –ser judío aunque nacido ahí-, el nacionalismo necesitó en ese caso, paradigmático y muy frecuente en la Francia vichysta, de Alemania para respaldarse.

¿Cuál es el fundamento, la base, entonces, del nacionalismo considerado como propuesta filosófico-política en esa situación? ¿No será siempre así este remanido concepto, nunca realmente propio, siempre dependiente de algún poder superior? Si partimos de la palabra misma, nacionalismo, nada cuesta sostener que su origen reside en la palabra “Nación” que, en principio, sería una noción que cubre la de “país”, que si por su lado indica una entidad física la de “nación” se le sobrepone con un conjunto que está por encima, instituciones, reglas, intereses, formulaciones, algunas de ellas muy concretas, otras conceptuales, normativas, en suma abstractas.

Históricamente, quizás desde mediados del siglo XVIII, la palabra “nación” tuvo mucha suerte, se impuso y fue y es sentida como definiendo un todo, desde un sentimiento de pertenencia hasta un sistema de deberes y obligaciones. Y, de ahí, a “nacionalismo” hay un paso y, por cierto, numerosos interrogantes, hasta antagonismos, básicamente entre los que creen ciegamente en una especie de esencia, irrenunciable, definitoria, hasta los que la conciben como construcción a partir de lo que está, los “elementos” de los que hablaba Alberdi, descreen de esencias y piensan en dinámicas, lo que va cambiando. Es una puja, sobre todo si quienes se inscriben en un nacionalismo excluyente y se sobre excitan con la invocación: no es extraño que lleguen a ese colmo que se designa como fascismo. Pero no es mi propósito internarme en ese combate, la controversia existe y acaso continúe, vale la pena no abandonarla. Pero mi intención ahora es otra.

Lo que de esta puesta en caja deriva es que puede no haber una relación inmediata, estrecha y determinante entre identidad y nacionalismo, en el supuesto de que ambos términos estén claramente definidos. Pero como no lo están conviene detenerse menos en la relación entre ambos que en cada uno de ellos, muchas veces cargada esa relación de una afectividad “patriótica” que no tolera réplica.

En ese sentido, una larga elaboración sobre el “nacionalismo” nos proporciona Horacio González en su exhaustivo Restos pampeanos; no lo hace sobre la noción misma sino sobre las lecturas que sobre la noción hicieron diversos autores, en particular argentinos, en sus relaciones de orden teórico con pensamientos en curso. Desde luego que sus exámenes tienen consecuencias, ninguna de esas lecturas carece de derivas políticas que desempeñaron papeles importantes en las contiendas que sacudieron y sacuden al país. Porque una cosa es el “nacionalismo” para socialistas como Ingenieros y otra para metafísicos como Astrada; una cosa es el nacionalismo de la defensa, sobre el que se asienta el antiimperialismo, y otra la exaltación esencialista de un ser, tal como lo postuló Lugones en su momento. Una cosa fue defender el petróleo, por dar un solo y vibrante ejemplo, y otro perseguir anarquistas, socialistas, comunistas y extranjeros.

Ahora sería el caso de la identidad, noción enigmática, por lo general pura afirmación de lo distintivo, de reconocimiento intuitivo y de difícil descripción pero, por eso mismo, atrayente. No más bastaría con mencionar la inquietud que provocó en la Argentina, por lo menos, en las décadas del 30 y 40, en observadores extranjeros que exigían respuestas a preguntas imposibles: ¿qué es ser argentino? ¿qué es la argentinidad?, para asomarse a una cuestión que arrastra esta otra, más asible quizás: ¿cómo se conforma una identidad?, y que es lo que me importa ahora.

Identidad –el ente mismo-, por comenzar, no ha de ser equivalente a carácter, noción más clara, objeto psicológico, de rasgos perceptibles, aunque hay quienes definen la identidad como conjunto de rasgos o caracteres; y no ha de serlo precisamente por el aditamento “nacional” que se suele aplicarle, además de otros que aquí no interesan. Esto quiere decir que la rodea o, tal vez, que la noción se impregna del ámbito en el que un ser se mueve pero no sólo a él como singular sino al conjunto del que forma parte –“he nacido en Buenos Aires/argentino hasta la muerte”, canta Carlos Guido y Spano y luego César Fernández Moreno-, a manera de un proceso inconsciente de subjetivación hasta generar una comunidad de entendimiento básico, como si fuera un idioma usado por todos en una unidad geográfico-humana.

La pregunta prometedora, en consecuencia, nada afirmativa, es qué elementos externos intervienen para que la identidad se conforme de una manera reconocible. Pero, sin ir más lejos, ¿no son diferentes la identidad de urbanos respecto de montañeses? En ese caso el hábitat tendría que ser considerado pero además de eso tan elemental, y sobre todo, los procesos sociales que, como es sabido, son históricos, van cambiando a lo largo de los siglos y de las variantes culturales. Así, una cosa es la identidad que se conformó durante la Edad Media a partir de la invención del dinero, y otra la que se dio en épocas posteriores: ¿es un formador de identidad la revolución industrial? Sin duda, las colectividades eran diferentes según el desarrollo de las fuerzas productivas, no se puede comparar lo que podían ser ingleses a mediados del Siglo XIX con los habitantes de las colonias inglesas en el mismo momento por más que hablaran el mismo idioma y respetaran las mismas normas. Diría, en este punto, que la idea de “subalternidad”, que se expandió a mediados del Siglo XX, era una manera de hacerse cargo de o de interpretar lo que conformaba la identidad de los habitantes de países no centrales, muy diferente.

En este punto, también, conviene preguntarse por lo que está conformando una indefinible identidad en la actualidad, considerando la expansión de la tecnología informática y su incidencia en el orden del trabajo, la producción, el desborde financiero y la preminencia del discurso económico sobre el político y, no es poca cosa, el cultural. Me sugieren una posibilidad las reflexiones de Juan Cháneton que se centran en la instancia de la globalización. Vale la pena coronar este recorrido sobre la conformación de la identidad teniendo en cuenta este factor que, como elemento externo, tiene sin duda una gravitación sobre este asunto. Fenómeno invocado como un hecho irrecusable, engañoso objeto de imposición fáctica, de enorme fuerza pragmática y nula teoría, salvo, lo que no es una teoría, revestirlo con eso que se denomina “neoliberalismo” y cuya pretensión es encubrir el poder de un capitalismo decidido a reducir o anular cualquier propósito de independencia nacional del resto del mundo. Más allá de cómo se impone en lo estrictamente material, lo impresionante es que remodela modos de pensar y, en consecuencia, actúa sobre la subjetividad, como si todo pensar fuera de su presencia o combatiendo esa presencia fuera una prueba de irrealismo o de desubicación catastrófica. Pensar antigobalizadamente conduce no ya al aislamiento sino a la irrealidad misma, algo así como pretender emplear el lenguaje del siglo XIX en la era de la comunicación celular.

Subjetivización, entonces, remodelado de la identidad, ser de lo indeseado, “des-ser” de uno mismo como modo de la identidad a que se nos quiere precipitar.