Estaba dada vuelta. Toda la casa de reverso, oltra que el orden del 87. En la terraza estaba yo, escondido, junto a algunos de mi familia, porque, aparentemente, había atacado a un sicario del narco. Justo.

Siempre le tuve miedo a la venganza. No es que no me bancaba el mano a mano, sino que no me bancaba que se eleven a la cuarta o quinta potencia. Sabía que una lifa me exponía a la repetición interminable del mano a mano con el mismo rival o con un rival sicario de él (sea su primo, su amigo, su hermano, su viejo, su compañero protector, su ángel de la guarda laico, o todos juntos). Prefería no salir victorioso por la ola venidera de trompadas que venían de garantía. Eso inhibía muchos de mis golpes hábiles, detumescía mi swing, y hacía de mi uppercut una caricia de cachorro. Tampoco era seguro que me los cargaría a piñas, los daños entraron siempre dentro de las posibilidades recíprocas. Y lo cierto es que solía correr con los gastos hasta que mi primo, mi amigo, mi hermano, o mi viejo, me los resarcían. En fin.

Sabía que ganando una pelea, perdía tiempo. Soy de los que fracasan al triunfar, entendía el saldo negativo de la conquista. Non future. A qué inmundicia quedaría cernido mi porvenir si no podía esperar más que la inminencia de un golpe de botella, de nudillo, de madera o de hierro a la vuelta del Club, del Boliche, del Druggstore o de la Escuela. Y esperar de la vida sólo un golpe, me excluía de cualquier Curso de Orientación Vocacional, o me volvía un militante raso del stalinismo local. No, así no.

Si ir hasta los bifes hacia ecuación con venganza; la venganza lo hacía con perder el tiempo, el flotante; y la pérdida del tiempo con el borramiento generacional. Golpear, o recibir, no era una acción individual, más bien era una acción con accionistas. De hecho, hace unos meses recibí un golpe súbito, aparentemente, por una paliza que mi tatarabuelo le dió, en febrero de 1899, al pentabuelo de quién era ahora mi púgil acreedor. "Las deudas de sangre derramada chupan a la pibada", y me la dió.

Anoche, encovado arriba de la terraza, me orbitaba ese mensaje, volvía a iniciarse un destino, le había dado a un sicario hasta dejarlo para la Sala de Emergencia del Centenario. Oltra que. Ahora me deambulaban, como buitres a carroña, tres zanellitas 50 con escape preparado. ¡Yo ya lo sabía! ¡¿Para qué mierda gatillaste?!

Me pregunto lo mismo, me exalto cada vez que me lo recuerdo, y me castigo. Le pegué para que maten a mi bisnieto. Soy de los que pega por conciencia de culpa, definitivamente, necesitaba una pena, ando necesitando una pena, ¿pero por qué una de muerte? No me tranquiliza. Nada de nada. Pensá rápido. Pensá en las vacaciones. Mañana te vas a Mar de Ajó, vamos, ahí te vas a guardar del todo.

Imposible. Los guachos tiraban bala para arriba y, uno, me sacaba fotos con un LG Zero. Me daban más miedo las fotos que los tiros. De última, un tiro era el último sufrimiento. Pero una foto suponía una búsqueda implacable, al estilo villano de comarca, con mi jeta estampada en todos los árboles de la ciudad, y encima jurada por parte de la narcocriminalidad local. ¡Altos monos en mi contra! ¡Oltra que! ¡¿No tenía una pena menor?! Pensá rápido. Otra cosa. Pensá en Mar de Ajó, vamos, dale, ahí te vas a guardar.

Inconciliable. Me empecé a asustar mucho, me escondía debajo de mí mismo, me metía dentro de los párpados como hacía cuando tenía 3 años y me mecía la hebilla. Era menos amenazante la llorona, el oso encadenado, mi abuelo, o aún un alma en pena, que ésto. Y oltra que tiraban. Y tiraban. Tiraban flashes a diestra y siniestra. Mucho LG. Me fui asustando in crescendo por la mera posibilidad de haber sido capturado. Pensá rápido. Dale. Dale. Pensá en Mar de Ajó. Ya Mar de Ajó.

Irreparable. Yo sabía que no le tenía que pegar, yo sabía, yo sabía, repetí llorando ya en posición fetal. Non future. Yo ya había sido un muchacho punk. También ya había leído a Mann, lo que había hecho ya no podía ser inocente. Y ahora estaba escupido. Yo y mis cinco generaciones: Yo5. Por qué. ¡¿Por qué?! Yo sabía que si pegar era hermoso, haber pegado era lo peor del mundo, y debía estar prohibido. Yo sabía que si tirar era hermoso, haber tirado era lo peor del mundo, y debía estar prohibido. Yo sabía que si matar era hermoso, haber matado era lo peor del mundo, y debía estar...lo supe. Yo supe 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9. Supe. Dios mío. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9. Yo supe Dios te salve María llena eres de 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9. Mar de Ajó.1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9. Mar de Ajó. Yo a Mar de Ajó. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9. Dios te salve Mar de Ajó. MardeAjó. Ajó. 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9 el que se escondió, se escondió, y el que no...

Siento un beso. Suave y complaciente, seguido de un sollozo. "Por favor no me dejes", musitó. "Te amo, no me abandones", añadió mientras un pétalo de rosa caía sobre mi frente. Abro tímidamente mis ojos. Trato de restablecerme. Y, para mi júbilo, encuentro ante mí a un apuesto Príncipe. Me toma entre sus brazos. Levemente nos erguimos con dulzura. Y empezamos a bailar de modo elegante. En un bosque apenas arenoso, oigo el sonido de las olas, y, de manera paulatina, el de un vals caro a su idiosincrasia. Veo que entre los árboles y arbustos aparecen familias de ardillas, de pájaros, de cervatillos y conejos que tararean alegremente el Vals de las Flores de Tchaikovsky. Y bailan, dan saltitos, ríen mientras nos aplauden con celebrada ternura. No podía estar pasándome esto a mí. Entonces advertí, como un relámpago, que me estaba enamorando. Y él, como si lo supiere,  volvió a decirme, esta vez al oído, "Te amo, quiero estar a tu lado el resto de mis días". Lo besé. Nos besamos cálidamente. Y entregado al mar, al bosque, a los animalitos y al vals, asentí con un paso de danza. Supe que, desde entonces, y hasta siempre, seriamos muy pero muy felices.