Esta época de aislamiento social obligatorio me encuentra testeando experiencias como correr en el garage y subir y bajar escaleras, festejar zoompleaños con juegos y todo, hacer un programa de radio a distancia cada uno en su casa, saludar con el codo como si siempre hubiera sido así, lo mismo que andar con la cara tapada.
Pero lo más increíble que me pasó en este tiempo fue haber conocido a mi nuevo psicoanalista por videollamada. Me parecía una posibilidad totalmente delirante, y remota. Sí, remota es. Me resistía ¿Hablar con un desconocido así? ¡Con un total desconocido! He hablado con desconocidos por aplicaciones o redes sociales, quién no, no sería la primera vez, me dije a mí misma evocando otras experiencias. Pero de ahí a iniciar un algo, un “tratamiento”... Todo eso pensaba.
Hubo un momento del encierro que, confieso, empecé a experimentar un estado de agobio y angustia excesivos. No me gustaba lo que me pasaba en el cuerpo, ese cuerpo que está pandemia nos interpela y pone a prueba de todas las maneras posibles. Con las tareas diarias de la casa, el trabajo en continuo quienes tenemos la suerte de conservarlo y el vacío para quienes lo han perdido, el papel de maestros que no somos, la complejidad de los lazos amorosos, los miedos, la falta de abrazos, la amenaza de la enfermedad y sus marcas cuando se produce. Mi cuerpo pedía alguna clase de pista no explorada, lo que no implicaba abandonar mi terapia de siempre.
Hay quienes llaman a videntes o tarotistas. Yo llamé a mi amigo Fede, gran psiquiatra, que me hizo un par de preguntas de rigor y me dijo: “Necesitás ayuda, pero tengo que derivarte”. Temblé. ¿Qué significa hoy “derivarte”? ¿A quién? ¿Adónde? ¿A un robot? ¿Cómo se deriva? ¿Una sesión de videoconferencia?
Llamaremos al profesional en cuestión con un nombre de fantasía, León, cómo mi papá, así de paso les doy pasto a otros psicoanalistas que quieran entretenerse. Cuando Fede me habló de él imaginé un hombre menor que yo, canchero, con una coqueta biblioteca y música lounge de fondo. No pude con mi genio y decidí googlear. Sorpresa: era un hombre grande, bastante más que yo, con pinta de experimentado y poco pelo blanco. Luego descubriría su voz amable y su discurso práctico.
Lo primero que me alucinó fue que me enviara una invitación por Zoom, cosa de la que soy incapaz sin ayuda de mis hijas. Y ahí estaba él: sin bibliotecas de fondo, ni música, ni ornamentos. Su rostro pensante y su voz profunda en primer plano. Todo blanco detrás.
Y yo, que vivo de la palabra, pero la tenía bastante trabada, le tuve que empezar a hablar de por qué cuernos estaba hablando do con él. Y hablé. Hablé ese día, y otros, también por teléfono y creo que pocas veces en la vida fui tan gráfica para explicarle a alguien todo lo que invadía con ferocidad mi cabeza. Menos mal, porque ahí es cuando una pued empezar a escarbar. Menos mal, también consideré, que hay profesionales que pueden seguir trabajando así y ayudar en este momento tan árido. Son parte de los lazos cooperativos con los que nos vamos sosteniendo.
Quiero que sepan que a la segunda videollamada ya estábamos como chanchos, con la debida distancia y profesionalismo de siempre. En estos tiempos trato de maridar el cuerpo y la palabra, y de recuperar el deseo que mueve nuestras montañas. La dificultad para proyectar que nos embarga (a algunos desde una situación trágica y a otros desde lugares más cómodos pero igualmente angustiantes), debe ser parte de lo más difícil que nos toca vivir. Me molesta que ciertas obras sociales no reconozcan esta labor de psicólogos, psiquiatras y psicoanalistas a distancia. Es una injusticia para elles y sus pacientes. Se los digo yo, que no sé si León es alto o bajo, ni cómo es su consultorio ni cómo se viste porque tampoco alcanzo a verlo, pero sé de su palabra.
Escribo estas líneas en un nuevo episodio de “insomnio en cuarentena” que intento alivianar. Así se podría llamar una serie. Otras veces me toca desafiar pesadillas. Otra serie. Mal de muchos, lo sabrán por experiencia, en este tiempo sin tiempo.
Por estos días me encuentro tarareando una canción de Silvio Rodríguez (mi vieja se llama Silvia, ¡bingo!) que mezcla con todo esto algo de supersticiones, que se ve que también rondan por aquí y hacen falta: abracadabra, curandera mi palabra/ todo mal pone bien /sana del odio y vacuna también/ abracadabra siga la pata en su cabra/ girasol, alelí, la mariposa besó al colibrí, al colibrí. La voy a cantar, para sellar mi esperanza.