Agolpados pero no juntos. Así estábamos. Por eso veníamos medio rotos. No era una sociedad solidaria ni podíamos ver lo que ocurría alrededor con nuestros semejantes. En América Latina y el Caribe hay 214 millones de pobres que viven cada día con la incertidumbre de no saber si comerán a la noche. Miren si nos íbamos a detener a observar la devastación que hemos venido practicando con el resto de las especies. Agolpados en la calle, en el cine y en los mercados. Parecía que se podía vivir así. Pero no. La medianía circundante, la falta de ideas novedosas para repensar el empleo o la educación y la ausencia de liderazgos de calidad, nos impidieron ver el potencial de la periferia, es decir, todo aquello que está fuera de las capitales o los países considerados centrales y exitosos. La emergencia nos vuelve la mirada hacia el territorio, al interior del país y al de cada uno de nosotros.
Desinflar los grandes conglomerados urbanos implica la relocalización de millones de personas. Tiene que ver con medidas de política pública, ciertamente, pero también con las decisiones que estemos dispuestos a tomar, con el impulso que podamos darle a una forma de vida que nos saque del hacinamiento y las enfermedades. Si pudiésemos animarnos a relacionarnos respetuosamente con la naturaleza, más hondo y más adentro, estaríamos en condiciones de ejercer una verdadera ciudadanía activa, muy útil para frenar malas prácticas que se hacen a las escondidas. Una población suficiente y alerta podría detener el desmonte, el rociado de agroquímicos y prácticas laborales abusivas.
Regenerar el paisaje y adecuar nuestra presencia en el territorio es un proyecto ambicioso. No alcanza con una mudanza hacia los pueblos para poner un gallinero en el fondo y hacer una huerta que tenga zapallitos y romero. No se trata de aspirar al trueque como hace mil años sino a ciudades sostenibles que puedan atender las múltiples variantes del mundo complejo que vivimos y, a la vez, ser garantes de lo dado: los suelos, las especies, el aire, el agua y el silencio. Una planificación que reconozca límites a las emisiones, a la cantidad de basura que producimos, al número de viviendas y caminos que construimos, al tránsito y al uso del territorio. Y decididamente al consumo. La economía circular debiera prevalecer por sobre la economía tradicional que frena y condiciona todos los sueños. Que la economía sea una herramienta para la organización, que sea parte pero no el cuerpo y alma de nuestros sistemas. ¿Dónde se ha visto que debamos consumir ininterrumpidamente cosas que no necesitamos para que la ecuación funcione?
Si el crecimiento infinito es insostenible, ¿no habría que revisar nuestros modelos de negocios? En vez de planificar cuánto más vamos a crecer cada año, necesitaríamos establecer también topes para el crecimiento. Metas que permitan reconocer los límites de cada unidad de negocio. Los bordes están cada vez más cerca y son fácilmente reconocibles, es imposible producir y consumir inacabadamente en un mundo caracterizado por variables finitas.
A las ciudades pequeñas y medianas de la Argentina habría que darlas vuelta como una media. Llenarlas de extraños. Sin importar si el recién llegado es un médico cubano o una gringa que viene a investigar la vida de los cuises. Hace una pila de años conocí en una comunidad Toba del Chaco a un suizo que había hecho pareja con una mujer del lugar. Ella era del pueblo Toba y hablaba su lengua, él venía de un cantón suizo y hablaba en francés. Lamentablemente no recuerdo sus nombres (debería buscar esos cuadernos de viajes donde anoté tantas identidades) pero sí sus expresiones de amor. Él vestía una chaqueta azul bastante elegante, ella una tela sencilla que la envolvía y la iba acomodando de vez en cuando mientras molía semillas. Cuando llegamos a la choza de paja donde vivían, en medio del monte, él estaba afuera sentado frente a una máquina portátil de escribir. Parecía que su lugar en el mundo era debajo de ese espinillo sobre el piso de tierra apisonada. El artefacto con el que tecleaba y la choza de paja sintetizaban la identidad de cada uno, de dónde venían y posiblemente también sus creencias. Pero había algo más fuerte: el puente que los unía. Los ademanes que se prodigaban, los ojos acariciantes, una dulzura en el aire. Eran tiempos donde todavía las personas se movían de país en país, así que los dos viajaban una vez al año al cantón donde había nacido él y luego regresaban a la choza, al territorio, a los cultivos y también a los escritos.
La diversidad cultural será imprescindible para el rediseño que viene. Y el amor. Necesitaremos de renovadas cabezas (y corazones) que aporten diferentes saberes frente al universo problemático actual. Una oxigenación que nos permita salir del sopor y la pereza intelectual para planificar el bien común, no ya como el bien de los humanos exclusivamente, sino atendiendo también el bienestar del resto de las especies y los ecosistemas en general. La construcción de comunidades receptivas es el paso indispensable para cambiar la naturaleza estanca de las poblaciones.
Y revisar el propósito, una asignatura pendiente de los que educan, de los que venden, de los que informan, de los que curan y de los que dan misa. Una interpelación profunda que nos libere y que nos anime a la búsqueda de soluciones inéditas. Será clave desanclar de las recetas tradicionales. Liberarnos de las ideas recurrentes y atender con renovado repertorio problemáticas que también resultan inéditas. Para todo eso deberíamos gestionar diferente, es decir, organizarnos de otro modo, atender dónde residen las nuevas fortalezas. El mundo se venía perdiendo la energía femenina, la de todos los feminismos, en la gestión pública y privada. Estamos viendo las últimas fotos de varones agolpados en la conducción de lo que fuere. Serán históricas porque es el final de una transición que demoró más de la cuenta. No encontramos nuevos líderes porque seguimos concibiéndolos con una fisonomía individual que ya no resulta propia de la época. Es el fin de los personalismos, por lo tanto, no busquemos caras, busquemos mosaicos. Pensemos un nuevo patio donde confluyan colectivos femeninos, juveniles, sensibles, respetuosos del ambiente, más empáticos y posiblemente periféricos. Ahí encontraremos la naturaleza de los nuevos liderazgos.
Ocupar el territorio, emprender una nueva relación con el entorno, potenciar nuestras capacidades de cooperación, salir del yo y practicar el nosotros. Es una vieja discusión que vendría bien revitalizar. “Lo que nos está salvando no es la competencia ni el individualismo sino la cooperación y la interdependencia de todos con todos. Descubrimos que el valor supremo es la vida, no la acumulación de bienes materiales”, dice el teólogo brasileño Leonardo Boff.
Es tiempo de actuar sin dilaciones para garantizarnos la supervivencia. Según el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de las Naciones Unidas (IPCC por sus siglas en inglés), en los próximos 10 años deberemos reducir las emisiones de carbono a la mitad. De lo contrario, un cuarto de la población mundial quedará sumida en la pobreza y millones de personas podrían desaparecer por la destrucción de los ecosistemas. Hay un millón de especies de plantas y animales al borde del colapso como consecuencia de la actividad humana. Bastaron 40 años para acabar con el 60% de la fauna silvestre de todo el planeta. Vivimos una emergencia climática sin precedentes. Por lo tanto no hay mediano y largo plazo. Hay corto plazo, hay que hacerlo ahora. Quien diga hoy que está pensando el largo plazo está perdiendo el tiempo o nos hace el verso. ¿Cómo planifica, con qué parámetros, atendiendo qué variables? Si no hay cambios radicales no habrá planeta donde operar. Necesitaremos coraje para rediseñar, para formularnos preguntas incómodas y para interpelar nuestras creencias. Mucho temple para la acción y cabeza abierta para cambiar.
* Periodista especializado en ambiente y sustentabilidad.