Paradójicamente, la pandemia que confinó a todo el mundo en el ámbito doméstico, provocó un movimiento contrario: que algunas necesidades se escurran, de un largo encierro en la esfera privada, al ámbito de lo social. La pandemia generó la politización de “necesidades fugitivas”(Fraser) que lograron fugarse de los enclaves discursivos construidos alrededor de lo individual y lo doméstico, para presentarse como necesidades colectivas y convertirse en temas públicos, en potenciales demandas. En el ámbito de la cultura, se vislumbra una oportunidad histórica con una extraordinaria particularidad: se llega a este escenario de posibilidades no como consecuencia de sucesivas reivindicaciones de sujetos políticos colectivos organizados, sino de un factor externo imprevisto, que nos toma por sorpresa. Lo que tanto esperábamos, sucede tan de pronto, que tal vez no estamos preparados para aprovecharlo.

En Salta, la pandemia promovió la organización de artistas y trabajadores de la cultura y ayudó a politizar necesidades. Organizaciones como la Asociación de músicos M.I.A.S., el Movimiento de Artesanos de la Provincia de Salta, la red de espacios culturales R.E.C.I.S., la Asociación AyPaS, la Colectiva de Músicas Mujeres e Identidades, la comunidad de artistas C.A.Sa, el Frente de Artistas del P.O., entre otras, sumaron nuevos integrantes y comenzaron a tener una mayor articulación entre sí. Muchas de estas organizaciones se incorporaron a un frente formado en diciembre de 2019, denominado La Multicultural, que se consolida como el interlocutor colectivo del sector más relevante y representativo en la provincia. A través de diversas manifestaciones, lograron marcar agenda y proponer acciones a una Secretaría de Cultura provincial que no mostraba reacción ante un cambio de paradigma cultural y una crisis del sector productivo de la cultura, inéditos. Reuniones para que las autoridades escuchen necesidades e ideas, puesta en marcha de un registro provincial, gestión de módulos alimenticios, revisión de leyes culturales provinciales que no se estaban cumpliendo, creación de un fondo de ayuda cultural, tratamiento y sanción de una ley de mecenazgo, fueron algunas de las medidas que tomaron desde el Gobierno provincial en los últimos dos meses a partir de las demandas del sector.

Los problemas que se habían despolitizado sistemáticamente -bajo la justificación de las reglas de mercado o el diagnóstico del fracaso individual por falencias técnicas, artísticas o gerenciales- comenzaron a visualizarse como problemas de todo un sector, que requieren intervención del Estado, atención política. Los manuales de la autogestión se mostraron obsoletos ante una pandemia que puso en evidencia que nadie puede gestionar su auto-salvación: necesitamos a los otros y al Estado. Si la mayoría de los trabajadores de la cultura tienen necesidades en común, sufren precariedad laboral y fragilidad económica, evidentemente sus problemas personales son políticos. En estos momentos no caben soluciones personales, sino acción colectiva para una solución colectiva (Hanisch).

Durante los últimos años se dijo a los artistas que debían autogestionarse para insertarse en el ecosistema de las industrias culturales. Ser artista independiente se presentaba como un valor en sí mismo, sinónimo de autonomía, libertad, posibilidades. Desde distintos programas públicos y cursos les ofrecieron herramientas para administrar sus proyectos artísticos como se administra una empresa, para volverse emprendedores. Tenían que desarrollar valor diferencial en sus productos, productos que eran ellos mismos: su obra, pero también su imagen, su intimidad, su vida privada.

Los artistas fueron interpelados por un discurso que despreciaba lo colectivo y los oficios técnicos, que profesaba las virtudes de la línea directa con las redes y las plataformas. Todos los demás actores de la cadena de valor fueron desprestigiados, expuestos como intermediarios interesados, usureros, parásitos del talento artístico. Les ofrecían una solución: la deslumbrante combinación de nuevas tecnologías, plataformas y habilidades para la autogestión les permitiría prescindir de estos intermediarios, emanciparse. Así fueron alentados a navegar solos, impulsados por las sirenas de la autogestión con su canto del hazlo tu mismo, sé tu jefe, sus estrofas del vos podés ser tu propio técnico, editor, productor artístico, manager, comunicador, curador, vestuarista, diseñador gráfico, su estribillo del sí se puede.

Les presentaron las redes sociales y plataformas de streaming como espacios horizontales y democráticos. Espacios donde todos podían subir su material en iguales condiciones, con las mismas oportunidades de ser vistos, escuchados, conocidos. Se les indicó cómo moverse en este paraíso de leyes naturales y configuraciones por default: debían adaptar sus contenidos, fragmentar y abreviar sus obras, compartir el backstage, la cocina, volver interesante y pública su vida privada. Hacer, de cada movimiento en la vida real, una pieza de comunicación para la vida virtual, algo útil. Cada relación y cada gesto, bien administrados, podía transformarse en beneficios, cada click podía monetizarse.

Les enseñaron a rezar el rosario de términos de una ontología gerencial del arte, del credo en el individuo y en la gestión del self. Les enseñaron a sobrellevar toda esa carga y convivir con la angustiante culpa de no estar haciendo lo suficiente para triunfar.

La religión de la autogestión acompañó la transformación de sus oficios y de los formatos de las obras, al ritmo de la mutación digital, de las nuevas formas de consumo global, de la virtualización y mercantilización de la vida. Los artistas fueron llamados a gerenciarse y explotarse a sí mismos, en una pretendida atmósfera de originalidad, libertad y realización, que ocultaba su precarización e informalidad laboral, el beneficio exclusivo de un puñado de plataformas, la destrucción de cadenas de valor y procesos colectivos. Hoy, la pandemia pone en evidencia los resultados de esta “uberización” del trabajo de los artistas.

Pudo parecer que el Estado estaba de retirada, que no había políticas culturales, pero no era así: estaba presente y activo de otro modo, cambiando el modelo de gobierno, con el relato del no-relato, implementando nuevas tecnologías para la conducción de la conducta: hacer hacer y hacer auto-hacerse. Enseñando la autogestión, la auto-revisión, la auto-reformulación -al mismo tiempo que liberando la zona, desregulando, dejando al mercado y a las plataformas que pongan las reglas y presentándolas como naturales, reforzando sus funciones de vigilancia- el Estado era el garante invisible del equilibrio de ese ecosistema natural de la cultura.

Este sistema, que no mostraba alternativa en el horizonte, hace 50 días se comenzó a sacudir. Un virus puso un palo entre los engranajes de la máquina mostrando la fragilidad de un sistema que no solo no es la única forma de organización posible, sino que además resultó estar destruyendo el planeta y poniendo en riesgo la vida. Por un momento, vimos ese orden natural como un montaje que se podía derrumbar con una persona tomando sopa al otro lado del mundo. Con la pandemia quedó expuesto el backstage del sistema, su intimidad, la cocina, tal como se esperaba que hagamos en las redes sociales con nuestras vidas privadas. Sin embargo, esto no significa que vaya a cambiar algo. De hecho, como señaló Houellenbecq en una entrevista reciente, todo parece indicar que “no nos despertaremos después del confinamiento en un nuevo mundo: será el mismo pero un poco peor”.

Es cierto que no sabemos adónde vamos y cómo seguirán nuestras vidas, pero también es cierto que podemos saber adónde no queremos volver, qué cosas no queremos repetir y cuáles son las palabras que no queremos seguir utilizando para configurar la cultura, para formatear el trabajo y la vida de los artistas.

La pandemia permitió la politización de necesidades, puso en evidencia las fallas del sistema, generó una revalorización de lo colectivo y aceleró el proceso de reconstrucción de un Estado nacional que asume la responsabilidad de la inclusión y el bienestar social de los ciudadanos. Los nuevos escenarios que surgen para las culturas y sus sectores productivos no se sostendrán desde la autogestión: requiere nuevos sujetos políticos colectivos, solidarios, transversales, multisectoriales, capaces -no solo de tolerar las diferencias de sus integrantes- sino de volverlas una virtud, que atraviesen a los sujetos políticos existentes como lo ha hecho el feminismo. Colectivos que logren sacar provecho de este momento histórico, que propongan nuevas formas de organización y producción, con nuevas categorías y significantes para nombrar sus necesidades, sus deseos y su futuro. 

* Gestor cultural. Docente de la diplomatura en gestión cultural de la UNJu. Cursa Licenciatura en Artes en la UNSaM. Realizó un posgrado en gestión cultural en la UNC.