“La historia del cáñamo es la historia de la humanidad.” Así comenzó su exposición, el 14 de marzo en el Centro Cultural de la Ciencia, Federico Pavlovsky, quien se presentó en el marco de la Semana del Cerebro 2017, para debatir junto a otros especialistas sobre el consumo del cannabis a 100 años de su prohibición. En la cita, de la que participaron exponentes de la talla del genetista Marcelo Rubinstein, se recorrieron las rutas cerebrales y los efectos psicoactivos de la planta, se revisó el panorama legal en Argentina y en el mundo, al tiempo que se ratificó la importancia sustancial de los usos medicinales.
Aquí, Pavlovsky narra a PáginaI12 la historia milenaria de un cultivo multifacético, utilizado como materia prima y fuente de alimentos, pero también empleado en el diseño de productos textiles y materiales de construcción. Luego, corre el foco de su discurso hacia los fines recreativos: las huellas históricas de la presencia de marihuana, protagonista excluyente de antiguos ritos funerarios grecorromanos, y consumida por emperadores orientales y poetas de la Francia moderna, que aprovechaban sus bondades para conseguir estados de éxtasis e iluminación. Unida históricamente por medio de un cordón umbilical a las religiones y al proceso civilizatorio, en el siglo XX, cayó presa de la telaraña geopolítica tejida por las naciones más poderosas del mundo. Por último, cuenta qué significa ser adicto en la Argentina contemporánea.
–Usted es médico psiquiatra al igual que Eduardo, su padre. Imagino que la tradición familiar tiene mucho que decir al respecto.
–Sí, claro. Existe una tradición familiar que arrastra a varias generaciones de médicos. Al menos, por parte de la rama paterna, se destacan cirujanos, hematólogos y psicoanalistas. Tuve la suerte de estudiar en la UBA y luego me especialicé en psiquiatría en el hospital general Teodoro Álvarez, todo un acontecimiento.
–¿Por qué?
–Porque trabajar en este tipo de instituciones brinda una aproximación a la locura que puede enmarcarse en el ámbito de la salud pública general. Permite comprender la socialización de los pacientes psiquiátricos con sus pares. La práctica profesional, también, es muy enriquecedora en la medida en que uno convive con ginecólogos, médicos clínicos, pediatras y kinesiólogos, entre otros.
–¿Qué le gusta de ser psiquiatra?
–Me interesa comprender el padecimiento humano y, en paralelo, rozar ese misterio que encierra la locura. Como ninguna otra especialidad médica requiere de la presencia del psiquiatra, de su cuerpo y de su subjetividad. Eso implica conocerse a sí mismo, vislumbrar los puntos de tensión y las oscuridades más intrínsecas. Una actividad a la que no todos están dispuestos a arriesgarse.
–¿Por qué se interesó en la historia cultural del cannabis?
–Desde hace un tiempo atiendo personas que presentan consumo problemático.
–¿Cuándo el consumo es “problemático”?
–Cuando la droga es el centro de la vida de los pacientes y el 90 por ciento de los acontecimientos cotidianos están atravesados por la necesidad de conseguir y consumir, para luego recuperarse y comenzar de nuevo. Si bien el acto de consumo se limita a un momento, las repercusiones (familiares, sociales y económicas) son mucho más amplias. De modo que, en paralelo, comencé a estudiar sobre adicciones y advertí que la medicina puede decir muy poco al respecto.
–¿Por qué?
–Porque se trata de una visión médica, pobre, hegemónica y estrictamente farmacológica. Un enfoque conductual con técnicas precisas para momentos concretos, pero que en ningún caso recupera la importancia de lo social, de lo folclórico y lo local. No existe una historia antropológica de las drogas, a tal punto de que los psiquiatras podemos conocer muy bien cuáles son los estigmas de un alcohólico crónico (daños en el corazón, en los riñones y en el hígado) y saber qué ansiolítico suministrarle, pero si solicita ayuda no sabemos muy bien qué hacer. De modo que intenté recuperar ese espacio vacío y orienté mis esfuerzos hacia la lectura sobre drogas, pero desde una perspectiva cultural.
–¿Y qué leyó?
–Me topé con autores obligados como (Antonio) Escohotado, así como con el psiquiatra Moreau de Tours, un gran experimentador de hachís y referente del área, que además consumía en rondas de amigos con Dumas, Voltaire y Víctor Hugo en la Francia moderna. Se destaca, en el siglo XIX, por haber investigado los comportamientos psíquicos y los efectos de la hierba en el sistema nervioso. Estudiar la historia me permitió saber que la prohibición no es un hecho médico, sino político y económico, de modo que su peligrosidad no guarda relación con su legalidad. El alcohol constituye la droga más peligrosa y no sólo es legal, sino que es promovida con libertad por las empresas que lo comercializan.
–¿Qué puede contar acerca de la historia cultural del cannabis? Existen evidencias que marcan sus orígenes aproximadamente en el año 8 mil a.C. Se cree, incluso, que fue uno de los primeros cultivos humanos y que fue clave para los procesos civilizatorios.
–La historia del cannabis es la historia de las drogas y de la humanidad. Durante siglos fue el cultivo mundial más importante, materia prima renovable e indispensable fuente de alimentos. El cáñamo fue utilizado durante siglos para diseñar sogas, vestidos, telas y procesado como combustible para lámparas. Por eso, confundir sus aplicaciones históricas con el principio activo THC es un error gravísimo. Es más, el papel sobre el que se firma la independencia de Estados Unidos fue extraído de este arbusto.
–Sin embargo, su función recreativa también es milenaria y se asocia indiscutiblemente al desarrollo de las religiones en el mundo...
–Por supuesto. El Corán prohíbe el alcohol pero no dice nada del cannabis. Además, fue utilizado en innumerables ritos funerarios grecorromanos, empleado por emperadores y artistas para conseguir estados de éxtasis e iluminación. Las religiones y las sustancias han tenido muchas citas, y han participado de la liturgia en la medida en que la humanidad ha evolucionado a lo largo del tiempo. La disputa entre la iglesia y la droga constituye un debate artificial.
–A 100 años de su prohibición, ¿cómo podría explicar los inicios de este proceso en Estados Unidos?
–Hay varios actores sustantivos. El primero, William Hearst, un personaje mediático con una incidencia notable. Era dueño de 28 diarios y uno de los socios principales de la maderera productora de papel más importante de Estados Unidos. El cáñamo le resultaba tan incómodo comercialmente, allá por las décadas de 1920 y 1930, que comenzó a impulsar una campaña mediática en su contra. Asociaba la droga con una entidad demoníaca que sólo era consumida por las poblaciones de negros y mexicanos en situaciones dudosas. Los periódicos de la época denunciaban rituales satánicos de grupos desnudos que bailaban jazz mientras consumían. Era admirador de Hitler y sus medios aseguraban que “con las drogas, estos pueblos segregados ganan coraje, miran a los blancos a los ojos y violan a sus mujeres”. El cannabis, pronto, se convirtió en la droga de la violencia y la locura.
–Luego aparece Andrew Mellon, secretario del Tesoro y dueño de la tercera fortuna de Estados Unidos, que crea la Oficina Nacional de Narcóticos.
–Exacto. Y pone al frente al marido de su sobrina: Harry Anslinger. Un militante convencido de la causa, quizás el máximo referente de la guerra contra las drogas, que reclutó legisladores y medios para generar una opinión pública asociada a sus intereses. Buscaba etiquetar poblaciones segregadas de hindúes, latinos y negros con el consumo de drogas, y como fuente principal de delito. Creía necesario monitorear su peligro en una guerra sin cuartel.
–Sin embargo, en la primera parte del siglo XX, Estados Unidos se constituía como uno de los principales productores de cáñamo a nivel mundial.
–Por supuesto, incluso, hasta fines de siglo XIX, el cáñamo era uno de los insumos más habituales en las farmacias y se vendía como un analgésico muy popular. Sin embargo, luego comenzaron las regulaciones. En 1937 se incrementaron los impuestos a la producción de cáñamo para frenar su expansión; en 1942 se volvió a promover su cultivo ante las necesidades que planteaba la Guerra Mundial (elementos bélicos no minerales, sogas, tiendas de campaña); y, finalmente, en 1948 se prohibió de nuevo. Esto permite entrever que la prohibición o la legalización de cualquier droga no se corresponde con su peligrosidad, sino con el complejo entramado de decisiones geopolíticas que, por supuesto, promueven y articulan los países más poderosos del mundo.
–Por último, y ante las evidencias de la historia: ¿cuáles serían los principales impedimentos para tratar las adicciones en la Argentina contemporánea?
–Las personas que solicitan un tratamiento por adicción tienen muy pocas chances de sostenerlo en el tiempo. En principio, porque son pacientes ambivalentes, en la medida en que pueden solicitar ayuda a las 2 de la tarde y a las 5 afirmar que está bien. Y, por otro lado, el sistema de salud pública no sabe qué hacer con los adictos. De modo que cuando un joven intoxicado por consumo de cocaína llega a la guardia, lo tratan mal y lo expulsan. Tenemos un protocolo del siglo XIX para una realidad del siglo XXI. Las propuestas del Estado varían entre la desatención y la internación en una comunidad. Y, por último, el inconveniente está en el código penal: en Argentina ser adicto es ser delincuente. Se encarcela el uso personal, pero los narcotraficantes continúan con sus negocios. Las respuestas de la Justicia generan más conflictos que los propios problemas.