Muchos lectores, recelosos y malignos, al ver el distanciamiento, fastidio y, digámoslo, mala intención con que trato aquí el noble juego del fútbol, albergarán la vulgar sospecha de que yo no quiero al fútbol porque el fútbol jamás me ha querido a mí. Es decir, creerán que he pertenecido a esa categoría de niños o adolescentes que, apenas tocan el balón -admitiendo que lleguen a ello-, lo lanzan dentro de su propia portería o, en el mejor de los casos, lo pasan al adversario, cuando no lo mandan, con tenaz obstinación, fuera del campo.

Ninguna sospecha habrá sido nunca más lúcidamente cierta. Incluso diré más. En el intento de sentirme igual a los demás (como un pequeño homosexual aterrorizado que se repite obstinadamente que deben gustarle las chicas), rogué muchas veces a mi padre que me llevara consigo a ver el partido.

En cuanto salí del estadio, fui corriendo asustado a confesarme con un sensato capuchino, quien me dijo que mi idea era bien extraña. Digo todo esto para explicar que, desde siempre, el fútbol ha estado para mi asociado a la ausencia de fines y a la vanidad del todo. Quizá por esto he asociado siempre el juego del fútbol con las filosofías negativas. Debo aclarar ahora que, en realidad, no tengo nada en contra de la pasión futbolística. Al contrario, la apruebo y la considero providencial. Esas multitudes de hinchas apasionados cegados por el infarto en las graderías, esos árbitros que pagan un domingo de celebridad exponiendo su persona a graves injurias, esos excursionistas que descienden ensangrentados del autocar, heridos por los vidrios rotos a pedradas, esos festivos mozuelos que, borrachos, recorren por las tardes las calles.

Soy tan partidario de la pasión futbolística como lo soy de las carreras, de las competiciones motociclistas al borde de los precipicios, del paracaidismo desatinado, del alpinismo místico, de la travesía de los océanos en botes de goma, de la ruleta rusa y del uso de las drogas.

Quede claro que hablo de espectáculos deportivos y no de deporte. El deporte, entendido como una práctica en la que una persona, sin fines de lucro, comprometiendo su propio cuerpo, realiza ejercicios físicos en los que hace trabajar sus músculos, además de hacer funcionar plenamente sus pulmones y circular la sangre; el deporte, decía, es algo muy hermoso, por lo menos tanto como el sexo, la reflexión filosófica y los juegos de azar con garbanzos como apuesta. Pero el fútbol no tiene nada que ver con esa concepción del deporte. No en cuanto a los jugadores, que son profesionales sometidos a las mismas tensiones que un obrero en la cadena del montaje (salvo despreciables diferencias salariales). Y tampoco en cuanto a los espectadores -es decir, a la mayoría- que se comportan exactamente como cuadrillas de maníacos sexuales.

No vale la pena preguntarse por qué los campeonatos han monopolizado morbosamente la atención del público y la devoción de los mass-media: desde la conocida historia de la comedia de Terencio, a la que no asistió nadie porque había un espectáculo de osos, y las agudas consideraciones de los emperadores romanos sobre la utilidad de los espectáculos circenses, hasta el cuidado uso que todas las dictaduras (incluida la argentina) han hecho siempre de los grandes acontecimientos agonísticos, es tan evidente y notorio que la mayoría prefiere el fútbol o el ciclismo al aborto.

La discusión deportiva (entiendo por esto el espectáculo deportivo, el hablar sobre periodistas que hablan del espectáculo deportivo) es el sustituto más fácil de la discusión política. En vez de juzgar la actuación del ministro de Economía (para lo que es preciso saber algo de economía y alguna otra cosa), se discute acerca del proceder del entrenador; en lugar de criticar la actuación del parlamentario, se critica la del atleta; en vez de preguntarse (pregunta oscura y difícil) si el ministro tal ha suscripto oscuros pactos con tal otro poder, la gente se pregunta si el partido final decisivo será resultado del azar, de la prestancia atlética o de alquimias diplomáticas.

En una palabra, permití jugar la conducción de la Cosa Pública sin los problemas, deberes e interrogantes de la discusión política. Para el varón adulto es como para las niñas jugar a mamás: un juego pedagógico que enseña a mantenerse en su puesto. Imaginémonos en un momento como el actual en que ocuparse de la Cosa Pública (la verdadera) es tan traumático... Frente a una elección como ésta, seamos todos argentinos, y los cuatro pelmazos argentinos que todavía no recuerdan que de vez en cuando desaparece alguien del país, que, por favor, no nos echen a perder el placer de esta representación sacra. Los hemos escuchado antes y muy educadamente, ¿que más quieren ahora? En suma, estos campeonatos son como el queso sobre los macarrones. Los organizadores de los campeonatos de fútbol forman parte de la misma articulación del poder.

Quizá fuera necesario realizar menos discusiones políticas y más sociología de los espectáculos circenses. Incluso porque hay espectáculos de circo que no aparecen como tales a primera vista: por ejemplo, ciertos enfrentamientos entre policía y "extremismos opuestos", que tienen lugar en ciertas épocas sólo los sábados, de cinco a siete de la tarde. ¿Es posible que Videla tenga infiltrados en la sociedad italiana?

* Este artículo fue redactado en ocasión del Mundial de 1978 y publicado en Página/90 durante Italia 90.