Desde París
En inglés, en francés, en italiano, en español o en alemán, en París, Roma, Berlín, Madrid o Londres, las tres palabras pronunciadas por George Floyd durante los 8 minutos y 46 segundos que duró su ejecución sumaria el pasado 25 de mayo en Minneapolis se convirtieron en la consigna de una revuelta mundial contra el racismo y la violencia policial: "no puedo respirar". En Francia, ambas temáticas llevan años y años ocupando un espacio de dramas y confrontación sin que, hasta ahora y a diferencia de los años 80 con el movimiento Ne Touche pas à mon pote (No toques a mi amigo), estos abusos repetidos y la discriminación racial cotidiana hayan movilizado de manera intensiva a la sociedad. Racismo y violencias policiales contra las minorías no son temas tapados ni ignorados, pero no formaban, hasta estos días, una de las líneas conductoras de la agenda política y social.
La lenta barbarie en una calle de Minneapolis no reveló en Francia algo oculto, sino que puso en su lugar la dimensión de esos hechos en el seno de una cultura universalista, asociada a los Derechos Humanos y a la igualdad como ninguna otra y en donde se promueve lo que los estadounidenses llaman “color blind”, o sea, no ver el color de la piel. Ocurre, también, que en cada sociedad occidental hay una muerte provocada por la fuerza policial en circunstancies que, la mayor parte de las veces, nunca se esclarecen y esos casos suelen quedar impunes. El martirio de George Floyd revitalizó el reclamo de justicia por la muerte de un joven de 24 años que murió, el 19 de julio de 2016, sin otros testigos más que los tres gendarmes que lo custodiaban, durante su detención en el cuartel de Persan, un departamento de Val-d’Oise que pertenece a la región Ile de France. Cuatro años después, su muerte se izó como un símbolo de la violencia policial.
Amigos y familiares han reclamado en las calles de Francia justicia y verdad en torno a un caso donde se han enfrentado los médicos forenses del Estado, para quienes los gendarmes no son responsables de la muerte de Adama Traoré, y los médicos de la familia de Traoré, para quienes la responsabilidad incumbe a los gendarmes. El informe oficial afirma que el joven murió por un problema cardíaco, el presentado por los expertos de la familia que se debió a la asfixia. Ante la sorpresa general y bajo el efecto traumático de Floyd, más de 20 mil personas manifestaron el dos de junio en París exigiendo “justicia para Traoré”. El fin de semana pasado, las manifestaciones fueron nacionales, no sólo por el joven sino por los otros muchos casos de muertes sospechosas, jamás esclarecidas, ocurridas en los suburbios durante un arresto, un control de identidad, un traslado a la comisaria o una persecución policial detrás de una moto sospechosa. Y también contra el racismo en el seno de las fuerzas del orden.
Francia no es en nada comparable a Estados Unidos. No hay un racismo substancial y asesino como en el país presidido por un racista como Trump. Sin embargo, como lo expresaba Hamid el sábado pasado ante la Torre Eiffel: “la situación de violencia aquí no es tan extrema, pero hay causas que se enlazan y pueden parecerse. Francia es un país de igualdad originaria, es una nación de ciudadanos, no de tribus étnicas, pero también de una exclusión racial que se nota cuando buscas una casa o un trabajo o cuando, sólo porque sos negro o árabe te detiene la policía. Esas son también otras formas de violencia”. Los casos de violencia policial son incomparables entre los dos países: unas mil personas mueren al año en Estados Unidos con implicación policial directa, contra una veintena en Francia. La discriminación es, con todo, una realidad cifrada por el mismo Defensor del Pueblo, Jacques Toubon. Este líder político conservador publicó un informe donde da cuenta de que hay un “80% de jóvenes distinguidos como negros o árabes” que afirmaron haber pasado por un control policial entre 2012 y 2017 ante un 16% para el resto de la población. Hace unos días, el canal franco alemán Arte difundió una serie de grabaciones donde, a través de Facebook, un grupo de policías de la localidad de Rouen competía en insultos contra los árabes y los negros y hasta confabulaban con la posibilidad de una guerra civil de corte racial. Los agentes fueron suspendidos y el Ministro de Interior, Christophe Castaner, tuvo que intervenir y prometer que “todo exceso, toda palabra, incluso las expresiones racistas, desembocarán en una investigación, una decisión, una sanción”.
La promesa derivó este lunes 8 de junio en una serie de medidas concretas anunciadas por el titular de la cartera de Interior durante una conferencia de prensa. Castaner aseguró que no existía “ninguna institución racista o violencia con un blanco preciso”. No obstante, el ministro prohibió que, en adelante, en el momento de los arrestos, se utilice la técnica del “estrangulamiento” así como castigar las declaraciones racistas o aquellos controles de identidad motivados por el origen racial de la persona.
Este martes están previstas nuevas manifestaciones en homenaje a George Floyd. Alemania, Bélgica, Italia, Inglaterra o España atraviesan por una misma y repentina agitación protagonizada por una generación de jóvenes cuyo compromiso estaba “como un riel durmiente que jamás nos imaginamos que estuviera ahí, justo debajo de nosotros”, dice muy emocionado Ouattarra, un joven de Costa de Marfil encontrado en una de las manifestaciones del fin de semana.
Tal y como ocurrió con los chalecos amarillos entre 2018 y 2019, ni sociólogos, ni analistas, ni políticos ni periodistas adivinaron que esa generación híper conectada, en apariencia hedonista e insensible a las causas sociales como el racismo, se volcara de golpe a la calle con esa convicción. El trumpismo y la endémica violencia policial de los Estados Unidos despertó a una generación de un día para otro. Nadie quiere ver a su sociedad reflejada en el espejo estadounidense, en ese horror racial que conduce a la paciente y prolongada ejecución de un inocente sólo por el color de su piel.