La pandemia es un acontecimiento totalizante. Impregna todos los órdenes de la vida. Detiene el comercio global, satura los sistemas sanitarios, trastoca rituales cotidianos y captura la atención unívoca de las pantallas. Un acontecimiento de este orden es de matriz moderna, que demanda por lo tanto formas de gestión comunitarias. No es posible responder a una crisis colectiva a través de abordajes parciales o estrategias individuales. De aquí que la figura del Estado haya reencontrado con la pandemia su vieja centralidad. En la Argentina, este reencuentro se monta sobre una disputa de sentido que hoy no puede pensarse por fuera del efecto de la palabra presidencial.
Mientras la crisis desafió la narrativa presidencial de otros mandatarios, los ejes del discurso de Alberto Fernández ya incluían un llamado a la unidad, una ética de la solidaridad y un programa de recuperación del Estado como garante de bienestar (donde operaba incluso la revalorización de los sistemas científico y sanitario). Era ya una respuesta humanista a la crisis heredada del macrismo. Lo que la pandemia creó, de modo inesperado, fue una singularidad comunicacional, un canal de excepción para la vehiculación y puesta en acción de esta narrativa.
Durante la pandemia, el rol del Estado como gestor privilegiado de una información que impacta a corto plazo sobre la vida de las personas ha movido el centro de gravedad comunicacional a la figura del Presidente y su equipo técnico, corriendo de su eje a los agentes periodísticos y despejando en parte las vías de mediación entre la palabra presidencial y la ciudadanía. Aun las audiencias despolitizadas ven repolitizar sus vidas cada vez que aguardan la aparición del Presidente en sus pantallas. Lo político deviene necesario (después de todo, quien se descubre pensado por la política, se ve obligado a pensarse políticamente).
Esto no significa que la eficacia de la palabra presidencial quede garantizada por mero efecto de una crisis totalizante. El impacto comunicacional no hubiese sido el mismo si otra figura ocupaba la presidencia. Fernández ha demostrado que los modos y las formas pueden propiciar disposiciones favorables sobre el tablero político, proyectando en su perfil de articulador un nuevo tipo de liderazgo. La puesta en escena de las conferencias de prensa, donde su figura funge de visagra entre los dos polos de la "grieta", se sirve de la presencia opositora para reafirmar ante a todo el arco político un proyecto de Estado que es el de su gobierno.
Un efecto similar produce el mensaje de "crisis bajo control" que comunican sus apariciones, y que es la contracara del desamparo ante la crisis que proponía de la gestión macrista. La resignación frente a la tormenta externa da paso a la imagen del piloto de tormentas, quien gestiona y supervisa. Contrapuestas con la narrativa neoliberal, incluso palabras que podrían rozar lo paternalista ("Voy a cuidar a la gente") tienen el poder de reinstaurar el vínculo entre Estado y ciudadanía, devolviendo al primero su responsabilidad por el bienestar social.
Surge entre la palabra presidencial y la estructura del Estado una relación de reciprocidad. El Presidente refuerza su imagen usando como plafón la actividad de un aparato estatal resiliente, aunque borrado del discurso oficial durante cuatro años. Al hacerlo, su palabra construye, afianza y devuelve al imaginario de la ciudadanía estas mismas estructuras sobre las que se monta su fortaleza.
* Blas Bigatti es escritor. Docente en la Universidad Nacional de Hurlingham.
* Santiago Stura es Licenciado en Ciencias de la Comunicación y maestreando en Comunicación y Cultura (UBA).