A pesar de su discurso de campaña, el gobierno de la alianza Cambiemos procuró desde el primer día traducir su triunfo electoral en una intensa revancha política y clasista. Se planteó la búsqueda de destruir lo que de radicalizado y democrático tenía la alianza social que fue gobierno hasta fines de 2015. Convertirla en asociación ilícita, la utopía de sus espadachines más aventurados. El gobierno de Cambiemos también expresó con nitidez desde su origen una revancha clasista. La fenomenal concentración de poder alcanzada con la unificación –al extremo de casi mimetizar– la elite política y económica y el fuerte apoyo en los círculos mediáticos, judiciales y del establishment internacional implicó en paralelo un proceso de reestructuración regresiva de las condiciones de vida de los sectores populares. De “arriba” hacia “abajo” se desató la búsqueda de convertir en privilegios y clientelismo los derechos alcanzados, en exceso las condiciones de vida, en desmoralización el empoderamiento, en prisión la rebeldía y, sobre todo, despejar del horizonte de cambio social cualquier pretensión de mayor igualdad. Se trata de una nueva edición del proyecto de reestructuración regresiva del capitalismo argentino, de inspiración neoliberal. Más que de una nueva derecha se trata de un viejo proyecto limitado por las nuevas condiciones. La más importante de todas: el triunfo electoral no se dio en el marco de una derrota social de las clases populares. Por el contrario, estos vienen de una etapa previa de recomposición, de avance en conquistas y capacidad de acción.
Realizar políticamente su victoria, imponer la transformación deseada, supone el desarme de los sectores populares, de su voluntad y capacidad de lucha. Entre su determinación y la realidad media la resistencia popular. El primer año del ciclo de Cambiemos estuvo signado por la movilización como forma emblemática de la resistencia. Aquellas movilizaciones vinculadas al kirchnerismo como movimiento político, pasando por las del aniversario del golpe, las de extracción sindical como la Marcha Federal y la del monumento del trabajo, las de las organizaciones sociales, las del movimiento Ni Una Menos, las multisectoriales contra los tarifazos, entre otras, catalizaron masivamente en las calles el malestar emergente. Multitudinarias como pocas veces en nuestra historia, plurales en su composición, articularon de un modo novedoso a las distintas fracciones de los trabajadores y las capas medias. El año en curso muestra una prolongación e intensificación del proceso de movilización junto a la búsqueda de una mayor radicalidad de la confrontación. Cada quien lo expresa con las herramientas que tiene a su alcance. Unos manifiestan su disposición a no cooperar a través de la huelga sindical. Otros con la intervención activa y disruptiva sobre espacios laborales o institucionales, como en las tomas; o sobre el espacio público, como los ya clásicos cortes de vías de tránsito. Todos procuran frenar el avance o, al menos, las condiciones de su impunidad, de la ofensiva sin costos. Para ello no sólo expresan su disconformidad, sino que buscan también afectar las fuentes de poder de aquellos que protagonizan la reestructuración: la ganancia de los empresarios y/o el control social (gobernabilidad) y legitimidad del poder político. En este nuevo contexto, las estrategias de regulación del conflicto de conducciones del movimiento sindical, más centradas en procurar reconocimiento para las cúpulas de las organizaciones y paliativos para las bases que en la resistencia a los procesos, muestran dificultades crecientes para desarrollarse, como expresó el caótico final del reciente acto de la CGT. Pero desde el campo del gobierno, alentados por sus éxitos iniciales, van por más. Buscan a través de la estigmatización, la represión y la cooptación producir la derrota social necesaria para imponer su voluntad, para hacer factible la reestructuración a sus anchas. En cada gesto de resistencia ven un proceso “destituyente” de su proyecto. Desean que el fundamentalismo neoliberal que le recetan sus anteojeras sociales no se tenga que restringir a un posibilismo práctico de avanzar sólo allí donde puedan con base a su recurrente metodología de “ensayo y error”.
Las reestructuraciones neoliberales históricamente se basan en la derrota de la clase trabajadora. Las reformas de Thatcher surgieron sobre las bases de la derrota de los mineros, las de Menem sobre la de los telefónicos y los ferroviarios. Muchos de los conflictos recientes, el bancario, el docente, la quita de la personería gremial a los metrodelegados, la amenaza de desalojo de la cooperativa del Hotel Bauen, entre otros, aparecen como conflictos particulares. Pero se articulan por el hilo conductor de lo que resisten. Enfrentan la determinación, hecha gobierno del Estado, de transformar los triunfos parciales alcanzados en su victoria, en imponer una derrota de larga duración para los sectores populares. En las luchas presentes, se construye la posibilidad de un futuro distinto que deje atrás el tiempo de revancha.
* Doctor en Ciencias Sociales, investigador del Instituto Gino Germani UBA-Conicet.