Sarmiento propuso una vez que el pato fuera exaltado a depone nacional y llevado como gran espectáculo alrededor del mundo.

Pero no; el fútbol se impuso y buscar en la Argentina a alguien que se oponga ideológicamente a ese juego sería un absurdo. Alguien pudo suponer que esos anteojudos pataduras que son los intelectuales -de izquierda, derecha o centro- deberían despreciar el fútbol. Al revés: ser un verdadero intelectual, en la Argentina, supone saber de fútbol, sentir a fondo esa pasión argentina. Hasta Ernesto Sabato declaró, alguna vez: "Yo, de niño, iba mucho al estadio". Lo que quería decir que de pibe iba mucho a la cancha, iba. Julio Mafud, anarquista de centro, y Juan José Sebrelli, ocasional populista, intentaron alguna vez establecer la sociología psicológica, o la psicología social de las multitudes que acuden a los partidos. Más cerca estuvo el narrador Néstor Sánchez, quien en una de sus novelas intentó reflejar, a lo largo de todo un capítulo, la tristeza de un domingo sin fútbol en Buenos Aires.

Hasta en el campeonato del mundo del '78 que Argentina ganó -gracias a los milagrosos seis goles frente a Perú- en el reinado del general Videla, más de un intelectual trató de explicar los ruidosos festejos callejeros como una excusa, un subterfugio para manifestar la opresión que el pueblo sufría en esa época. Era, tal vez, una manera de justificar su propio desborde. Porque el fútbol es autónomo y el hincha se descarna de toda ulterioridad al celebrar su rito. Ni la triangulación o los posicionamientos tácticos llevados a doctrina por el lenguaje de los teóricos del micrófono le pudieron sacar su alma de potrero. Será por eso que uno de los mejores comentarios que se pudieron escuchar en la calle después de la derrota del seleccionado argentino frente a Camerún fue: "Lo que pasa es que los negros apuntaban al arco, y tiraban".

Sólo algunas mujeres, algo intelectuales, se mufan un poco con los campeonatos mundiales. "Los hombres -explicó una estudiante del último año de letras a Página/12- se ponen muy densos. Ríen y lloran con el fútbol con un fervor que no entendemos, ni compartimos. Nosotras no tenemos un equivalente de ese fervor, ni siquiera tener un hijo".

Que se sepa, Borges es uno de los pocos intelectuales que se animó, alguna vez, a ir contra la corriente. Postuló -en tiempos de la radio- que el fútbol era un invento de los relatores, que no había ni cancha ni jugadores. O el poeta Luis Luchi, argentino que continúa su expatriación en el barrio prostibulario de Barcelona; declaradamente anarquista, Luchi entraba, en el '74, a los bares donde la televisión difundía el Mundial, y declaraba a los gritos que iba a ganar Corea. No le importaba si era Corea del Norte o del Sur, y ni siquiera sabía si esos países jugaban: a los otros tampoco, porque lo sacaban a patadas. Los bares eran el territorio natural de Luchi, el lugar donde escribía sus versos, y se consideró, entonces, el primer exiliado por razones políticas. Tal vez su prédica tuvo herencia, porque en la noche del jueves pasado, en una nota callejera -muy original- de Canal 9, entre todos los transeúntes que respondían que iba a ganar la Argentina, claro, un chico de unos veinte años se animó -rara avis- a decir que iba a ganar Camerún, "porque -dijo al entrevistador sorprendido- soy hincha de Camerún". Uno entre millones.

* Nota publicada en Página/12 durante el Mundial de Italia 90.