La historia de Estados Unidos es la historia de la segregación racial: esclavitud, guerra civil, leyes de Jim Crow, discriminación sútil pero sistémica desde la legislación antiracista de Lyndon Johnson en la década de 1960. De iure o de facto, la supremacía blanca siempre estuvo presente. Desde esta perspectiva, la respuesta indolente de Donald Trump al asesinato de George Floyd conecta con una fibra íntima de la historia norteamericana: el líder republicano es la consecuencia, no la causa de la discriminación.
¿Cuál será el impacto de la protesta social por los abusos policiales en el liderazgo de Trump? Todas las encuestas apuntan que la mayoría de los norteamericanos aprueba las protestas y desaprueba la reacción presidencial. De cara a la elección de noviembre, los sondeos le dan hoy una ventaja de dos dígitos a Joe Biden sobre Trump. Pero de esto no se desprende que el republicano sea irremediablemente un presidente de un solo término.
Las encuestas nacionales dicen poco (o no dicen todo) en un país que selecciona a su presidente por elección indirecta mediante colegio electoral y voto optativo. El éxito de las campañas electorales en Estados Unidos depende más de la capacidad de movilización que de persuasión. Y Trump sabe movilizar a la base republicana porque sabe qué representa: a una Estados Unidos económicamente proteccionista, culturalmente conservadora y racialmente poco tolerante de la diversidad. Una nación blanca y protestante en un país cada vez menos blanco y protestante.
Trump encarna los miedos de un grupo demográfico que se siente amenazado y en retroceso ante el avance de las minorías. El del Partido Republicano es un voto crecientemente racializado. En 2016, Trump aventajó a Hillary Clinton por alrededor de 60% a 40% en el segmento de votantes blancos. Es un fenómeno reciente. En la elección de 1992, George H. Bush se impuso en este grupo demográfico por apenas dos puntos porcentuales sobre Bill Clinton. La diferencia se profundiza entre los votantes blancos sin título universitario. En ese subgrupo, el actual presidente le ganó hace cuatro años a Hillary por 70% a 30%. Perdedores de la globalización y nostálgicos de una Estados Unidos que quedó atrás, los blancos sin educación fueron la clave que le permitió a Trump romper el “muro demócrata” de los estados del Medio Oeste fabril. Ahora que resurge la tensión racial, a ellos volverá a acudir para ir por la reelección.
Si el Partido Republicano y Trump son los agentes de un movimiento ideológico e identitario cohesionado, el Partido Demócrata es una coalición de grupos sociales heterogéneos con un programa más indeterminado. Es cierto que en el último tiempo, al calor de la polarización, su centro de gravedad ideológico se volvió más consistentemente progresista. Pero como se vio en las primarias de 2016 y de 2020, su base electoral está todavía dividida entre el ala moderada y de izquierda del partido.
Hasta el momento, la respuesta de Biden a la protesta callejera fue errática. Llegó a pedirle a los policías que ante un manifestante desarmado, “disparen a las piernas y no al corazón”. No parece el mejor mensaje para contener a los movilizados. Esta falta de empatía hacia los afroamericanos llama la atención. El resurgimiento de Biden ante Sanders en las primarias se explica por su desempeño en los estados del Sur, impulsado por el voto negro. Si no fuera por los afroamericanos, hoy sería un político retirado. Y de este grupo demográfico depende su posibilidad de acceder a la Casa Blanca. Quizá la principal causa de la derrota de Hillary Clinton en 2016 fue el no haber mantenido la participación electoral de los votantes negros en los niveles en que lo hacía Obama.
En este punto aparece una paradoja. Los dos candidatos presidenciales ofrecen, a su manera, utopías regresivas. Trump es la promesa de un regreso a una Estados Unidos blanca y conservadora. Pero Biden también representa una vuelta atrás al orden político obamista. A una era pre Trump: un país más cosmopolita, diverso y abierto al mundo. Resta saber qué imagen va a primar en noviembre.
Como señalan Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, la incorporación de los afroamericanos en la década de los ´60 es la fuente original de la polarización partidaria en Estados Unidos. Hace 50 años, los dos grandes partidos políticos eran predominantemente blancos y homogéneamente religiosos. La exclusión racial era una condición de posibilidad de la civilidad política y los consensos bipartidarios. Décadas de avances en los derechos civiles, nuevos flujos inmigratorios y cambios culturales transformaron radicalmente el panorama. Hoy Republicanos y Demócratas expresan dos visiones de país completamente contrapuestas. Ahora que reaparece la cuestión racial, despojado de cualquier espíritu de unidad, Trump se propone operar sobre esta división para permanecer en la Casa Blanca cuatro años más. Una estrategia que plantea riesgos no solo para la sociedad civil, sino también para la propia democracia norteamericana.
Magíster en ciencia política (UBA-UTDT), docente de la Carrera de Ciencia Política.