¿Cuánto oxígeno necesita la novela que duerme en un cajón? Fue escrita treinta y dos años atrás, en 1988, y anduvo de subidón en subidón hasta que se presentó en el Fondo Nacional de las Artes donde obtuvo el segundo premio de novela en 2016. Ahora se publica en la autogestionada editorial Dábale Arroz.

Suena bastante lógico. Como los cangrejos, la novela solo avanza hacia los costados: un soberbio tributo literario a la procastinación. Vecina estética de los primeros libros de Elvio Gandolfo o el propio Mario Levrero, Juicio a las diez es un policial sin detectives ni criminales: una conspiración uterina donde la paranoia baila alrededor de un ominoso teléfono de disco. “En aquel entonces, era una distracción absoluta –dice Giménez, con la novela finalmente en sus manos-. Si alguien te iba a llamar, te quedabas al lado de ese objeto. Ahora es más abstracto. La novela, sin querer, se ha transformado en un libro de época: retrata la vida ordinaria. Es un día en la vida de una persona que está tratando de cambiar un poco las cosas, no lo logra y tiene un impulso de fantasear sin llegar nunca a nada. Abre muchas puertas hacia mundos fantásticos, pero pone un piecito en el umbral y se retira”.

Visto con cierta perspectiva, Eduardo Abel Giménez parece replicar el modus operandi de su personaje. Un gigante huraño capaz de pendular entre la ciencia ficción y una suerte de prog-rock acústico y renacentista, pasando por los juegos de ingenio, la programación de software y la literatura juvenil. Visto con otra perspectiva, Giménez es justamente ese vórtice secreto donde se superponen algunos de los lugares más poderosos de un tiempo intenso: la redacción del Expreso Imaginario, los estudios de M.I.A., las ediciones de Minotauro y el laboratorio de Mario Levrero. Nada mal para un “procastinador”.

Giménez nació en Morón durante 1954, pero pasó toda su infancia en Ramos Mejía. Los swinging sixties, para aquel hijo único del conurbano, sucedían a miles de años luz. Sin embargo, después de leer las aventuras del Pato Donald y la inoxidable colección Robin Hood, Giménez recibió dos rayos sesentistas casi en simultáneo: los discos de los Beatles y la ciencia ficción. “A los diez años ya estaba leyendo los libros que ves ahí atrás tuyo: las traducciones españolas de Nebulae y luego la colección Minotauro del brillante Paco Porrúa. Me fascinó. Para un pibe de Ramos Mejía, era un mundo increíble de imaginación y aventuras. Aquella fantasía podía superar todo lo malo del mundo cotidiano, la soledad de alguien no demasiado sociable”.

Su iniciación a la juventud, en ese sentido, es paradójica. Por un lado, está la escena del arquetipo: un campamento con guitarras en la bucólica Valeria del Mar de 1970. Los Cantares de Serrat mientras, sobre el horizonte de la década, se recortaba el canon del rock argentino. Por otra parte, las primeras lecturas de Ballard y Philip K. Dick. Las playas terminales mientras, en las mentes más brillantes de una generación, se edificaba el palacio espejado de la paranoia. Así, en el preciso momento en el que se anotaba en la UBA para estudiar sociología, comenzaron a espejarse los dos lados de la moneda: la utopía libertaria y el mal viaje.

EDUARDO ABEL GIMENEZ EN 1991. FOTO DE MARIO LEVRERO

“Ahí se produce un salto muy grande entre la ciencia ficción clásica y otro mundo más hardcore –dice Giménez-. Dick es el puente: empezó con las obras de la Edad de Oro ya escritas, creció y se fue revelando como lo que era durante los sesenta, que fue cuando apareció Visiones peligrosas, la antología de Harlan Ellison, la new wave británica, Ballard y una gente mucho más experimental. Ahí Dick siguió al tope de la ola. Yo me copé con eso y lo leí a medida que salía. De alguna manera, fue como la transición del rock. Hay muchos paralelos. Esa distancia entre Asimov y Ballard fue transitada casi simultáneamente desde los Beatles hacia el rock progresivo. Hubo la misma evolución, que en verdad era cultural. Ese cambio de temas, de recursos, de formatos. Así, de la misma manera que el rock, la ciencia ficción llegó a la literatura más compleja y experimental. Yo entré por los Beatles y, vía Led Zeppelin, me fui directo al rock sinfónico y progresivo. Ahí tenés a Emerson Lake & Palmer haciendo Karn Evil 9, que es un poco plomo. Tarkus, una cosa fea pero que también era fantástica. Incluso, mucho antes de que entendiéramos la letra medio porno de “Whole lotta love”, todos esos efectos sonoros nos parecían un viaje espacial. Bueno, no era precisamente eso. King Crimson también tenía un toque fantástico. Jethro Tull, Genesis, Gentle Giant. Ese era mi mundo. A lo de acá prácticamente no le daba bola. Recién lo conocí con mi entrada en el Expreso. Ahí me lo di de frente”.

IMAGINARIOS E IMAGINARIA

Un buen plan para 1975: la colimba. En febrero, Giménez fue sorteado para hacer el servicio militar y entró directo la Escuela de Suboficiales de Campo de Mayo. Como recluta, se pasó buena parte de su conscripción en la luna: “haciendo nada, mirando el techo, baldeando con unas anteojeras así de grandes para no ver nada”. Recibió la baja nada menos que en abril de 1976 y decidió encerrarse en la casa paterna para metabolizar aquella experiencia escribiendo y tocando la guitarra. Su vínculo con el mundo pendía de un hilo de papel: las revistas subtes que circulaban en el Parque Rivadavia. Así, Giménez no solo escribió algún artículo para una de ellas, El Hemofílico, sino que armó un dúo para tocar sus composiciones y su propio medio de comunicación. Ambos, por cierto, tenían el mismo nombre: El Perof.

“Las canciones eran más bien raras –dice Giménez, sobre su dúo con Cecilia Gauna-. Evitábamos lo convencional, aunque nos fuimos haciendo un poco menos raros hacia el final. Éramos apenas un dúo acústico, pero queríamos que nuestras influencias fueran Genesis, Jethro Tull, Peter Hammill, o la Incredible String Band. Las letras tendían a ser introspectivas, medio depresivas”. Con respecto a la revista, se trataba de un producto de la época: un sumario de historieta, música y literatura donde se agolpaban colaboraciones de Angélica Gorodischer, Elvio Gandolfo y José Luis D’Amato.

¿Cómo llegaste al Expreso Imaginario?

-Me compré el número uno en un kiosco de Ramos. Me maravilló. Parece mentira: ese contenido y en esa época era una locura galopante. El Expreso fue como el aterrizaje de un plato volador. Me acuerdo que miré la dirección y me mandé a la redacción, que todavía estaba en la calle Uruguay. Era una oficina fea en un edificio feo. No me acuerdo con precisión, peros seguramente hablé con Jorge y quizás estuviera Pipo. Les llevé una nota sobre Philip Dick en unas hojitas mecanografiadas. Creo que la ciencia ficción entraba en un espacio menos utópico que también reflejaba la temática del Expreso. Me imagino que por eso la aceptaron. Cuando escribí la nota sobre Kurt Vonnegut, ninguno sabía muy bien quien era Vonnegut. Yo no quisiera atribuirme nada, pero llevé la ciencia ficción al Expreso y de eso estoy muy orgulloso.

Seguramente todos habían leído a Bradbury.

-Sí, claro. Era una lectura generacional. ¿Quién no leyó eso? Fue un gran trabajo de Porrúa: con ese libro, prologado por Borges, empezó la editorial. Un hito absoluto. Algunos después pasaron a El hombre ilustrado o leyeron Más que humano. Hasta ahí llegaron muchos. Pero bueno, aunque me divertía mucho escribiendo esas notas, yo no era periodista.

¿Por eso creaste Correo de Imaginaria?

-Claro. Yo quería publicar las cosas que me gustaba escribir a mí. Ficción, invenciones. Y en vez de proponer cuentos, se me ocurrió escribir algo fantástico a la medida: un mundo que tuviera, dicho de la forma más fea posible, los valores del Expreso. Que dialogara con Little Nemo in Slumberland y toda la preocupación ecológica, pero con un toque de absurdo. Pensemos en la filosofía del Expreso y la forma directa de verlo: vida natural, respeto por el planeta, las cosas originarias, comunidades, conciencia, Oriente… y la Incredible String Band. Yo respetaba esos valores, pero quería darle una vuelta de tuerca. Me acuerdo que la primera vez que salió Imaginaria incluí un textito sobre un incendio donde el dueño de la casa cobraba entrada e iban todos a mirar el incendio. Con esa plata se compraba otra casa.

La edad de oro de la contracultura es también como una edad de la inocencia.

-Si. Y haber leído a Dick o Ballard ya te daba otra perspectiva. Así que metía cosas como “La torre de hacer ruido”, que era el lugar donde subir a descargarse y hacer un quilombo infernal sin molestar a los demás. La idea era admitir ciertas necesidades. Y confieso una cosa muy chiquita y egoísta. Una vez llegó una carta donde hablaba de los imaginarianos con un tono dulce y bonito y yo me agarré una pataleta porque sentí que no me entendían. Era estúpido, porque la carta era un acto de amor. Pero bueno, yo ya estaba un poco más new wave, sin darme cuenta. En las lecturas, no en la música.

UN HEROE EN CHINELAS

El desfasaje hacía ruido. Para entonces comenzaba a quedar muy claro que la imaginería de Ballard -la alienación urbana, los cuerpos como campo de experimentación, las zonas desérticas- sintonizaba menos con Yes que con Neu!, Joy Division o Talking Heads. ¿O acaso More Songs About Buildings and Food no podía ser el título de alguno de sus relatos? Musicalmente, Giménez no dio ese paso. Pero, acaso sin querer, el Expreso propició otro salto. Una tarde, en la redacción de Cabildo y Teodoro García, se encontró con Jaime Poniachik: el matemático y editor uruguayo que había alumbrado la idea original de El Péndulo y entonces sacaba La Revista del Snark. “Acertijos, matemáticas recreativas… me fascinaba –dice Giménez-. Yo tenía todos esos números y ya era lector de (Martin) Gardner en Investigación y ciencia. Con Poniachik no solo me metí en el mundo de los juegos de ingenio, sino que conocí a dos de sus grandes amigos: Marcial Souto y Jorge Varlotta, que era Mario Levrero. Ese trío es fundamental en mi vida”.

A fines de 1980, Poniachik fundó Juegos & Co SRL: una agencia de servicios editoriales que ofrecía crucigramas, grillas o pasatiempos para diarios y revistas. Giménez se incorporó al staff y, en aquella oficinita de Uruguay 252, versionó los primeros acertijos para la última página de Clarín. El cliente principal, sin embargo, era Ediciones De La Urraca. Desde su entrada, mientras producía y gestionaba los contenidos de Humor & Juegos, Giménez comenzó a incubar un primer disco solista que tituló –cómo no hacerlo- Juegos Imposibles. “Cuando me animé a grabar algo de la música instrumental que componía, fui a hablar con Esther Soto, a pedirle presupuesto –recuerda-. Obviamente, había conocido a los M.I.A. a través del Expreso. Bueno: el estudio Tubal era barato, una maravilla. Además grabé rápido, tenía todas las partes súper estudiadas, y Lito era un técnico de grabación realmente veloz. La grabación de los dos cassettes que hice ahí fue de los mejores momentos de mi vida”.

Era un tiempo auspicioso. La inminencia de la democracia producía descargas eléctricas en el aire y destellos de convergencia. En enero de 1982, por ejemplo, El Péndulo publicó la novela de un tal Levrero y Giménez suscribió a todo: aquella variación geométrica, local y kafkiana del fantástico y la sci-fi era una revelación. A partir de entonces, fue consiguiendo (vía Poniachik y Souto) los otros libros de ese desconocidísimo autor uruguayo. Nadó río arriba hasta que, por asuntos de lo más terrenales, llegó hasta la fuente. Acorralado por una situación económica insostenible, Levrero venció su fobia, cruzó el Río de la Plata y entró como jefe de redacción de Cruzadas. El héroe, de repente, estaba a un escritorio de distancia.

En esa convivencia laboral, ¿qué clase de tipo era Levrero?

-Nosotros le decíamos Jorge porque, en realidad, era como dos personas. Por empezar, aparentaba más edad de la que tenía. Debajo de una cáscara seria, tenía un humor a toda prueba y una risa muy ruidosa que lo sacudía. Forzaba la boca hacia abajo, tratando de no mostrar los dientes. Era muy divertido y muy raro. Sus hábitos, su manera de tratar todo. Por ejemplo. Cuando finalmente tomó posesión del lugar y comenzó a ser quien realmente era, llegaba en zapatillas, se las sacaba y se ponía unas chinelas. Cuando tuvo una oficina propia, puso su escritorio ligeramente en diagonal porque no se bancaba que estuviera todo simétrico. Ahí estaba en su reino, comiendo algún sanguchito. No podía tener grandes comidas porque venía operado de la vesícula. Eso le dejó como un reflejo para toda la vida: caminaba y se ponía la mano sobre la cicatriz.

Casi de inmediato, los dos participan de la colección de autores rioplatenses que Marcial Souto saca a través de Minotauro. Vos con El fondo del pozo y Levrero con Aguas salobres. Esa colección, ¿no merece una vindicación?

-Ha sido muy ignorada. Ahí estábamos ocho o nueve autores que girábamos alrededor de El Péndulo: nosotros dos, Gardini, Gorodischer, Sergio Gaut Vel Hartman, Ana María Shua, Luisa Axpe, Rogelio Ramos Signes. Eso fue maravilloso. Yo ahí pensaba: ya tengo mi carrera de escritor asegurada. Como tenía alguna experiencia ya contaba con las dificultades del mundo editorial, pero bueno… no contaba conmigo mismo.

FOTO MELISA FERNANDEZ

FUGA DE LA PRISIÓN MULTIPLICADA

A comienzos de los 90, mientras cajoneaba sus propias novelas y programaba música con la computadora, Giménez rompió el encierro para hacer alguna escapada a Colonia del Sacramento. Del otro lado del río, lo esperaba Levrero: trabajando en El discurso vacío con su melancólica camiseta blanca y los anteojos de pasta. No sin maravilla, Giménez leyó el borrador y se convirtió en uno de los fotógrafos ocasionales más reproducidos de la literatura rioplatense. A su regreso, se sucedieron dos acontecimientos capitales: formó parte del equipo argentino que obtuvo el 2° puesto en el Primer Campeonato Mundial de Juegos de Ingenio en Nueva York y fue contactado por Libros del Quirquincho para –justamente- desarrollar juegos en la editorial. El contrato de exclusividad habilitó un nuevo rubro: la literatura juvenil. “Les ofrecí otra cosa y así fue que salió el Bichonario –dice Giménez-. Resultó que el Bichonario se vendía. Voy a escribir más novelas juveniles, me dije. Parecía que era posible hasta sacar algo de plata de estas cosas. Iluso de mi”.

A la distancia, Un paseo por Camarjali (1993) o Monstruos por el borde del mundo (1996) prueban lo que ya sabíamos: que Giménez es una suerte de inadaptado. Si bien eran libros capaces de seducir a los lectores más jóvenes, tensaban los catálogos hacia su propio terreno. En ese sentido no resulta casual que, mientras el país se encaminaba hacia el iceberg de 2001, Giménez fuera uno de los primeros en advertir las posibilidades de internet y creara dos medios regidos por su propio y soberano criterio editorial: la revista virtual Imaginaria y Mágica Web, uno de los blogs más longevos del ciberespacio argentino.

“Mis viejos murieron y me mudé a este departamento –dice Eduardo, enarcando las cejas para cubrir la herencia-. Fue un cambio personal muy grande. Vania y los planetas, mi novela más querida, sale de ahí: es un duelo. En esa época tomé una decisión muy consciente y firme… quería probar qué pasaba si realmente me dedicaba a escribir. Ahí publiqué varios libros consecutivos para Edelvives y rescaté algunos descatalogados, pero el oficio de escribir libros para chicos nunca me gustó mucho como tal. Nunca me gustó adaptarme a esa medida. Por eso ahora, con mi editorial, quiero re-contextualizar mis libros y sacarlos un poco de la literatura infantil o juvenil. Sí: yo, que hace unos ocho años vaticiné que el e-book iba a sustituir a los libros de papel, ahora cambié de idea. ¡Minga!”.

Paradójicamente, la postergadísima edición de Juicio a las diez acaba de oficiar como la botella de champagne que estalla contra la amura del barco: el gesto inaugural de la editorial Dábale Arroz. Detrás de su botadura, recalaron los primeros libros de Cris Zurutuza y Marina Berri, un puñado de fanzines y el frasco con veintitrés microcuentos de Giménez que es la cereza del postre. “En el 2012 me puse a dar talleres de escritura y, a través de algunas recomendaciones llegaron Cris y Marina –dice Giménez-. Las dos venían del taller de Laiseca. Muy raro, ¿no? Y bueno, Dábale Arroz es un poco el resultado de eso”.

Pasaste por todos los lados del mostrador. ¿Desarrollaste algún oficio?

-Soy un amateur permanente. Cambio mucho según la época. Ahora, por ejemplo, sueño con hacer apps para celulares. Hace tres o cuatro años hice dos o tres jueguitos para jugar online y me puedo pasar horas programando: me fascinan los incremental games. El gran problema es mi alternancia. Tengo un tema de no continuidad muy fuerte, casi patológico. Me he dado muchos latigazos por no haber hecho carrera musical o carrera como escritor, pero hace poco me sucedió una cosa encantadora. Mi hijo, que ahora tiene 24 años, me dijo que lo que más le gusta de mi es que siempre cambio. Así que ya está.