Siempre frente a los ojos de muchos y muchas. Una presencia infinita, incontable. Desde el recreo hasta las peores resacas pasando por la hora del té. Esa redondez casi omnipresente en el cotidiano argentino, más aún en las grandes urbes plagadas de kioscos: el alfajor.
Facundo Calabró nació en Buenos Aires, tiene apenas veintitrés años, es locutor, periodista y estudiante de letras. Dice acordarse de algunas cosas de su infancia. Otras, confía en lo que le cuentan. Si tenía los cachetes más o menos gordos, quién sabe. Cosas así. Para atestiguar ello basta que encuentre unas pocas fotos suyas. Pero entre esas cosas que su memoria retiene o, al menos, trata de retener y evocar bien, hay una en particular: el sabor y el bocado de un alfajor en alguna tarde en la colonia de verano del Club Comunicaciones. De eso no hay otro registro que el suyo. Su memoria. Más aún, la evocación de aquello. Casi como un detective salvaje empezó a rastrear eso. Y tuvo la agudeza e intuición de encarar la historia del alfajor. Y, también, la de no rechazar el ofrecimiento de la editorial de hacer un libro sobre ello. Cuando en 2017 le llegó la propuesta hacía algunos años que tenía su blog El alfajor perdido y por ello lo definían como un catador de alfajores. Se ríe un poco de esa categoría. Pero sabe que, en parte, es justa. Dice: “Aquel blog lo abrí hace cinco años, hacía reseñas y comparaciones de alfajores. El procedimiento básico desde un principio, lo que a mí me divertía, era darle un tratamiento culto, usar un vocabulario raro, casi académico, para tratar una cuestión tan aparentemente sencilla como los alfajores”. La ecuación, básica y casi irresistible: comer y escribir. Aquel momento en la colonia y su alfajor Fulbito: ahora se descubre como un momento ciertamente epifánico con su golosina como pila bautismal. Todo empezó con el chiste que decía. O como el mismo entiende: “era una joda y quedó”. Y agrega: “Acepté sin dudarlo pero no tenía ni la más mínima idea de cómo iba a llevar a cabo semejante cosa. Fue tomando forma en la práctica, lo que explica también su enorme heterogeneidad, pero partiendo siempre de lo carnal: en definitiva el placer de comer alfajores, que es el verdadero origen de todo”. Así, aquel blog dio título al libro: En busca del alfajor perdido. Una insólita y divertida historia de la golosina más popular de la Argentina (Planeta, 2020).
Una narrativa y un ritmo ágil, una precisión casi obsesiva en los datos y ciertos pasajes atorrantes. Y el equilibrio justo en esa búsqueda: allí está el acierto del cromatismo que recorre las diferentes marcas vernáculas elegidas para contar su derrotero: Havanna, Guaymallén, Cachafaz, Jorgito, Fantoche, Capitán del Espacio. La historia del dulce de leche Vacalin –tótem marrón y chorreante de gran parte de la historia actual de esta golosina-, instrucciones para catar alfajores y rellenos. “Palimpsesto a través del cual puede leerse la historia argentina” define en el prólogo. Y ahora dice: “Todos los objetos de la cultura y especialmente de la sociedad de masas tienen una vasta complejidad que no se puede comprender sin entender el contexto en el que circulan. Todos los objetos de la cultura están afectados, entre otras dimensiones, por la dimensión histórica”. Qué rastros históricos hay depositados en ese ícono y objeto popular, en ese pequeño envoltorio. Porque su devenir, vaya si no sigue los vericuetos de la historia argentina: Virreinato, monjas de clausura, la Independencia, el gaucho, los inmigrantes, el peronismo, la expansión de la clase media, los medios masivos –radio, televisión, diarios-, la Dictadura, el conurbano y los trenes surcándolo, la década de los 90 y los gigantes trasnacionales, fábricas que son monstruos modernos o emprendimientos familiares en barrios como Mataderos (Guaymallén) o Quilmes (Capitán del Espacio). Y los que acaso sean tres de los consumos culturales más populares: el fútbol, el boxeo, el automovilismo. Y allí, siempre, el alfajor. ¿Poli clasista, democrático, proletario? Quizás tenga algo de todo eso. Una hostia profana, envuelta, más o menos empalagosa, uniforme. Elixir de niños, adultos, viejos. Los hay bajoneros, de postre, premium, de paso, souvenirs comestibles. “Las empresas fueron muy reacias a abrir sus archivos y contar. Así que me basé mucho en testimonios que fui recogiendo. Y ahí fueron apareciendo cosas, asociaciones indestructibles. Digo, no podemos pensar el alfajor Grandote sin pensar en las transmisiones de fútbol por radio AM”.
De aquel bocado que Walter “Chino” Maidana -después de perder por puntos frente al bufón de Floyd Maywather, a pesar de haberle dado una paliza- le da a su Guaymallén hasta el que Patri se come como única cena en la canción homónima de Los Caballeros de la Quema (de su disco Manos Vacías, 1993), “buscando un bondi que la lleve a Yugoslavia o La Paternal”. Después de esquivar con un lacónico “no” a dar su propio podio de la golosina dice: “En fin, sí. Da para fundar la alfajorología”. Hoy en día Facundo mudó su usina virtual a Twitter y allí, junto a Hugo Basilotta, uno de los dueños de Guaymallén, son una suerte de estrellas del rubro. Y aunque lo llamen “catador” de alfajores el insiste en que no. Y dice: “Ese título vino después de una nota. Lo terminé asumiendo pero no me gusta demasiado. Es como llevar el elitismo del somelier a un campo esencialmente popular como el de los alfajores. De hecho, me gusta más la acepción brasilera: en Brasil se le dice 'catador de papel' al cartonero. Yo soy más eso, un ciruja que va juntando cosas que tiene a su alcance para analizar ese monstruo que es el alfajor”.
En el capítulo dedicado a andar y desandar la historia –y la mitología, claro- urdida alrededor de Capitán del Espacio, en referencia a los fanáticos de este dice: “Los enemigos del Capitán deberán comprender de una vez por todas (…) que cuando un sureño dice que “es el mejor alfajor del mundo” no está emitiendo un juicio; está lanzando un grito de guerra o cantando el himno. Es decir, está reafirmando su propia identidad, que tiene, como toda identidad, una base irracional o arbitraria; deberán comprender que cuando alguien se lo tatúa, se lo lleva a París o se agarra a trompadas (puede ocurrir), está tendiendo un lazo con la capa más íntima de su ser, con su infancia, con su barrio, con su esencia. En fin, con lo más sagrado que tienen los hombres”.
Quizá, entonces, el alfajor a veces también sea eso: una patria fugaz, diminuta y redonda, que cabe en la mano y el bolsillo y que, de cuando en cuando y sonriente, alguien se lleva a la boca.