El presente inasible y fugaz, como la vida misma, no responde a los rígidos principios de un demiurgo eficiente. El flujo temporal –que empieza en cualquier lado y que no termina- puede sufrir interrupciones; no hay linealidad ni causa y efecto, más bien una potencia cíclica, un devenir donde todo vuelve transformado por la trama espesa del lenguaje. Sin atar cabos sueltos, porque lo inconcluso prescinde de la idea de remate y cierre acabado. Hay una especie de ley literaria -fundada en la praxis de una escritura y una obra- que podría condensarse en un solo artículo: Juan José Saer, el gran escritor argentino de la segunda mitad del siglo XX -que murió hace 15 años en París, el 11 de junio de 2005 por un cáncer de pulmón- logró que su mundo continúe vivo, aunque él ya no esté. La escritura y la literatura, desde la perspectiva del escritor nacido en 1937 en Serodino (Santa Fe), permiten crear un mundo sin fin.
Desde En la zona (1960), su primer libro de cuentos, título que anuncia el espacio narrativo donde se desarrollará su obra, el litoral santafesino, emergen las características medulares de su estética en el relato final, “Algo se aproxima”: el asado entre un grupo de amigos –Horacio Barco y Carlos Tomatis-, una conversación, y el tiempo que transcurre con una morosidad y belleza inquebrantables, articulado a partir de una sintaxis de “largo aliento”, expandida por la prolongación de las frases y el modo en que apela a los signos de puntuación para construir una cadencia tan cercana a la “intemperie sin fin” de la poesía. Barco revela en el último cuento del primer libro la elección de la “tradición en el espacio”, una clave literaria saeriana: “(…) El mundo es el desarrollo de una conciencia. La ciudad que uno conoce, donde se ha criado, las personas que uno trata todos los días son una regresión a la objetividad y a la existencia concreta de las pretensiones de esa conciencia. Por eso me gusta América: una ciudad en medio del desierto es mucho más real que una sólida tradición. Es una especie de tradición en el espacio. Lo difícil es aprender a soportarla. Es como un cuerpo sólido e incandescente irrumpiendo de pronto en el vacío. Quema la mirada (…) Yo escribiría la historia de una ciudad. No de un país, ni de una provincia: de una región a lo sumo”.
Saer, que trazó su programa literario tempranamente, narra esa zona con un elenco más o menos estable de personajes recurrentes, protagonistas de cuentos y novelas -como Responso (1964), Palo y hueso (1965), Unidad de lugar (1967), Cicatrices (1969), El limonero real (1974), Nadie nada nunca (1980), Glosa (1985) hasta la última que se publicó póstumamente, la inconclusa La grande (2005), entre otros títulos-, que salen y entran del escenario de la narración, aparecen en un primer plano o a veces como actores secundarios. A través de ese elenco y en alianza con un tratamiento discontinuado de la historia, consiguió desactivar no solo el paradigma del relato cerrado sino también la idea de totalidad. En la narración saeriana, se podría decir, imperan los “hechos escasos y simples”, como el relato de la caminata de 21 cuadras de Ángel Leto y el Matemático en Glosa, considerada su obra maestra.
“Nado en un río incierto que dicen que me lleva del recuerdo a la voz”, escribe en uno de los poemas de El arte de narrar (1977). Saer eligió una posición en el sistema literario: el pliegue, el borde, lo periférico que deviene central, como lo hicieron sus maestros, Juan L.Ortiz y Antonio Di Benedetto. Su última novela, La grande, más que clausurar, abre otras historias. El escritor logró completar seis jornadas de una semana en la vida de un puñado de personajes. Ahí aparece el atisbo melancólico del narrador saeriano, en una de las escenas de La grande en la que se refiere a Tomatis. Pero también “dice” algo de nosotros. “Su patria es el lugar a la vez extraño y familiar, inmediato y remoto, en el que los vivos cargan en sus hombros a los muertos, y únicamente con la muerte se liberan de la carga: y así va a ser hasta el final del tiempo, que no tiene nada de infinito, porque está condenado a apagarse cuando pare de soplar el último aliento humano”.