El primer equívoco sucedió el martes a la noche, cuando llegó por WhatsApp un video de la movilización en el pueblo santafecino de Avellaneda. Las banderas argentinas y el Himno Nacional encajaban perfectamente con el acto de reparación soberana que implica la intervención estatal en Vicentin. Hasta que un amigo alertó: "Mirá que es en contra, ¿eh? Escuchá lo que dicen". Fue un cimbronazo. El golpe definitivo a la esperanza de una módica concientización nacional la dio una señora, disfrazada de celeste y blanco, que arengó: "No nos van a sacar la empresa". La reivindicación de intereses ajenos, incompatibles con las necesidades de la gente común, venía acompañada de la apropiación de los símbolos patrios, nunca más disociados del núcleo del asunto.
Anoche, una nueva sorpresa alteró la paz de esta cuarentena. Un puñado de vecinos porteños salió a los balcones a cacerolear con fiereza. ¿Y ahora qué pasaba? ¿Era para protestar por el tema de los runners? No. Era por Vicentin. Los voceros de los medios en el llano disipaban así las pocas dudas que quedaban después de aquel encolumnamiento detrás de "el campo" en 2008.
Aquella vez, más allá de que fuese difícil entender cómo tanta gente embadurnada de cemento, con un potus como único blasón de pertenencia agraria, se solidarizaba con la furia de los patrones rurales, se podía contemplar cierta empatía urbana con esa idea romántica y anacrónica del "hombre de campo". Pero ahora que las cosas están más claras (gente común que identifica sus intereses con los de una megaempresa que perjudicó al país en complicidad con el gobierno anterior), esa sinergia se inscribe en el crescendo de absurdos que dominan la política argentina de un tiempo a esta parte.
Esa inclinación a convertir a los poderosos en víctimas y a percibir como victimarios a los rescatistas se traduce aquí en una mirada que invierte todos los parámetros de la lógica. Donde hay una empresa que fuga miles de millones, financia una campaña electoral, consigue un préstamo multimillonario del gobierno al que apoyó e inmediatamente entra en concurso de acreedores, poniendo en peligro miles de puestos de trabajo; y donde hay un nuevo gobierno que interviene para rescatar la compañía y empezar a tallar, aunque sea mínimamente, en el mercado agroexportador, los precios de los alimentos y el valor del dólar, ellos son llevados con placer a imaginar este relato: Una empresa familiar creyó en el país, invirtió y fue apoyada por un presidente que confió en la iniciativa privada; cuando entró en dificultades por la crisis, llegó un gobierno populista, se aprovechó de su debilidad y ahora pretende quedarse con todo para llenar la empresa de ñoquis, en lugar de generar confianza para que capitales privados internacionales la devuelvan a su época de esplendor.
La cacerola es el último síntoma de una ficción inverosímil con muy buenos guionistas.