Marcos Gómez tenía 7 años cuando vio a un policía uniformado, encapuchado y munido con un arma larga apoyar dos granadas sobre un mueble en el comedor de su casa. Era de madrugada y otros policías los tenían cautivos, a los gritos, mientras esperaban a su papá, a quien se llevaron cuando llegó. También se llevaron a su mamá. Diez días después, cuando ella regresó de Campo de Mayo, adonde la habían mantenido cautiva, supo el sentido de esa granadas. “En un momento le dijeron que no intente ir a su casa porque ya no había nada. Que habían dejado dos granadas activadas cuando se la habían llevado, que todo, incluso sus hijos, habían volado por los aires”, contó. Ahora tiene 50 y ayer fue la primera vez que pudo explicarle a un tribunal por qué la que la última dictadura cívico militar en él y su familia es “una herida que nunca va a cerrar”.
Su testimonio fue el primero de dos que sucedieron este miércoles en la audiencia semanal con la que, por vía remota, desarrolló el Tribunal Oral Federal número 1 de San Martín. Gómez declaró por lo que ocurrió con Enrique Gómez Pereyra, su papá. Isabel Parra, que habló después, lo hizo por lo que pasó con el suyo, Carlos Parra. Ambos eran trabajadores de Ferrocarriles Argentinos y fueron secuestrados por patotas de represores el 1 de septiembre de 1977 en sus casas. Como el resto del grupo que se conoce como "El grupo de los Ferroviarios" , los mantuvieron cautivos de manera clandestina en Campo de Mayo y, hasta hoy, continúan desaparecidos.
"Buscaban al rebelde"
“Es una herida que nunca se va a cerrar. Porque no tener un lugar donde llevarle una flor es algo que no se termina nunca. Hace algunos años, en San Isidro me quisieron dar una partida de fallecimiento y no la acepté. Para mí no está muerto, sino desaparecido. Si una persona está muerta, tiene que estar enterrada en algún lado. Y yo no sé dónde está”, explicó para cerrar el relato de cómo la última dictadura cívico militar cambió su vida.
Con la guía de las preguntas de la fiscal Gabriela Sosti, Gómez reconstruyó aquella noche del 1 de septiembre de 1977 cuando a las 2.30 de la madrugada, mientras él, sus hermanas Nilda y Mónica y su mamá Nilda Acosta dormían. “Policías en traje de fajina, encapuchados, rompieron una ventana y entraron” a su casa, en Bulogne. “Mi mamá se levanta asustada. Estábamos solos con ella, mi papá estaba trabajando en una fábrica de muebles. Nos apuntan con ametralladoras, nos amedrentan, nos zamarrean, empiezan a revolver toda la casa y a tirar todo. Le apuntan a mi mamá, le preguntan dónde estaba, a qué hora venía”.
Buscaban a su papá “específicamente, buscaban al rebelde”. Enrique era peronista y militaba en la Unión Ferroviaria de Bulogne. “Repartía juguetes, ayudaba a la gente que necesitaba comida, algún remedio. Él y toda la gente que trabajaba con él, como (Héctor) Noroña y Parra, que están muertos o desaparecidos”, explicó.
Cuando llegó Enrique, lo entraron a su casa, le pegaron, lo amenazaron, lo encapucharon y lo cargaron en un auto. Y también a la mamá de Marcos, que “no era militante, era ama de casa”. Según le contaron vecines más tarde, había “siete, ocho camionetas en la puerta de casa”. Los hijos de la pareja quedaron al cuidado de la abuela materna, que los fue a cuidar allí y recibió a Nilda cuando fue liberada a unas pocas cuadras y diez días después de haber sido secuestrada.
“Mi mamá se dio cuenta de que estaba en Campo de Mayo. cuando la llevaron la hicieron agachar la cabeza, le pegaron un poco la espalda, ella lloraba y mi papá le decía que se quedara tranquila. Los mantuvieron en una misma sala pero separados, a las mujeres en un paredón y a los varones en otro. Fue un calvario. Sólo le levantaron la capucha para darle agua o comer”, reprodujo el relato de su mamá, que tiene más de 80 años y no está en condiciones de testimoniar en el juicio. En esos días, Nilda vio como le pegaban a su esposo en varias ocasiones y escuchó a algún represor que le dijo que se despidiera porque Enrique en cualquier momento “volaba” de allí. No la torturaron, pero le hicieron simulacro de fusilamiento, le pegaron patadas y terminó muy descompuesta de la panza. “Mi mamá tuvo suerte porque la dejaron cerca de mi casa. Se vino arrastrando porque no podía caminar de los dolores y golpes que tenía. Nos llamó desde la calle, desesperada. Eran como las tres de la mañana”, recuperó.
El testimonio de Marcos se suma a los ya aportados por otros testigos vinculados con “la causa de los ferroviarios”, el expediente que inauguró la fase remota del megajuicio, que se desarrolla íntegramente por videoconferencia desde que retomó su ritmo debido a la pandemia de coronavirus. Este tramo refiere a un grupo de obreros ferroviarios de la empresa Ferrocarriles Argentinos, que fueron secuestrados y permanecen desaparecidos entre el 31 de agosto y el 6 de septiembre de 1977. Como el caso de Nilda y también el de la mamá de Isabel Parra, la otra testigo que declaró ayer, también fueron secuestradas compañeras de algunos de ellos.
"Dijo que volvería en un rato, pero no supimos nunca más nada"
El episodio que relató Isabel fue muy similar al que contó Marcos en cuanto a las características del operativo de secuestro de su papá: Era de madrugada, ella, su hermana Laura y su mamá, Georgina del Valle Acevedo de Parra, dormían en su casa de Don Torcuato, cuando la patota llamó a la puerta. Georgina abrió, engañada. La patota avanzó; en este caso, estaban de civil y a cara descubierta, pero “armados con unos fal”. También se repitieron las amenazas, los destrozos, los llantos, los ataques.
En esta ocasión fueron a buscar a Georgina, porque Carlos ya había sido secuestrado en los talleres que el Ferrocarril Mitre tenía en Boulogne. Él era presidente de la Unión Ferroviaria y militante peronista, describió Isabel. “Quédense tranquilas que mamá ya vuelve”, les dijo a sus hijas Georgina cuando la patota se la llevó en un Falcon. Las chicas quedaron solas y se fueron de una vecina, contó Isabel. De allí las recogieron los tíos. Fueron criadas por diferentes familias, algo que la testigo lamentó durante su relato. “Yo creí en lo que me dijo mi mamá, que volvería al rato. Pero no supimos nunca nada más de ellos”, remarcó.
Entonces, Isabel tenía 9 años. Se acuerda, 40 años después, que “nunca fui feliz como lo era hasta ese momento”. “Nunca tuve una vida normal. Para ustedes lo mío es un relato, para mí es el minuto a minuto, todos los días me despierto y tengo que respirar por ellos. Es muy difícil”, apuntó. A pesar de que se quejó de que el juicio “no se hiciera hace 20 años, para que los responsables vayan a la cárcel común”, espera que sean condenados y “aunque sea cumplan condenas en sus casas”.