Al momento de escribir estas líneas, el registro de trabajadores y trabajadoras de la economía popular que había abierto el Ministerio de Desarrollo Social sigue inactivo. Duró apenas cinco horas debido al escándalo que produjo que se pudieran anotar allí trabajadoras sexuales bajo esa misma categoría con que definen su actividad laboral. “La prostitución no es trabajo”, tuiteó el señor Gustavo Vera, cruzado contra la trata, amigo del Vaticano, tantas veces al frente de allanamientos donde las personas que decía defender eran televisadas mientras se las llevaban en patrulleros como a delincuentes, para comunicar su acuerdo con el ministro de Desarrollo Social en dar de baja ese registro para eliminar la categoría del escándalo.
No puede ser trabajo y sin embargo, en cinco horas hubo centenares de inscriptas. Escándalo. Y sin embargo, el registro era para trabajadores y trabajadoras de la economía popular que han tenido que inventar por sí mismos los trabajos que realizan y organizarse para que fueran reconocidos como tales: cartoneros y cartoneras, cuidadoras de los tachos de residuos en los barrios vulnerados, cuidadoras del cruce de las avenidas que rodean esos mismo barrios para que chicos y chicas lleguen seguros a la escuela, cocineras en comedores populares, trabajadoras y trabajadores de cooperativas también organizadas para sostener la vida cotidiana, para transformar los subsidios en trabajo reconocido como tal y no como mera asistencia para menguar la pobreza.
Pero las trabajadoras sexuales, no, no existen, son víctimas del sometimiento de siglos de patriarcado. Y entonces como son víctimas no pueden pedir los derechos para cuyo otorgamiento equitativo se habría propuesto ese registro (Renatep) que a las trabajadoras sexuales -y por ahora a todes- se les negó: capacitación y salario complementario, por ejemplo.
“Un derecho sería que no les dejen el culo como una flor”, tuiteó Alika Kinan, sobreviviente de trata y cruzada contra la existencia de trans y travestis porque para ser reconocida en femenino hay que tener una vulva y una vagina, aunque sobre esos genitales no haya hecho ninguna metáfora botánica. La cosa se pone picante.
Como picante es ese axioma repetido de las almas bien pensantes que plantean la pregunta sobre si alguna niña dice, acaso, que de grande quiere ser puta. ¿Acaso alguna niña sueña con arrastrar carros por las noches para sacar de la basura cartones y plásticos que se venden por dos pesos? Pero sobre la existencia de ese trabajo y de las condiciones en que se realiza no hay debate. ¿Porque es un trabajo digno? ¿Porque ahí no se ponen en juego los genitales? ¿No es un escándalo que cartoneros y cartoneras tengan que revolver la basura que poca gente separa con el riesgo de cortes o infecciones? No, el escándalo es el intercambio de sexo por dinero.
El escándalo es poner la concha. Y hablo específicamente de mujeres porque la situación de trans y travestis es otra, la exclusión es extrema, la prostitución como destino único sólo se desvía en excepciones que no hacen regla y entonces ahí es urgente la intervención de políticas públicas, cupo laboral trans en el Estado y en el sector privado, entre otras. Ni hablo de los varones o maricas que también intercambian sexo por dinero porque elles importan menos, nunca están en el debate, sobre ellos no se construye la imagen de la violación serial, como sí insiste en relación a las mujeres.
Y es que a nosotras se nos sigue pidiendo virtud. Nosotras seguimos siendo unas sujetas a quienes la noche pone en peligro -el jefe de gobierno de la Ciudad ya lo dijo en la última conferencia de prensa sobre la cuarentena: “Vamos a reforzar la seguridad por las mujeres” en las horas nocturnas en que se habilitó salir a correr- cuando tan bien sabemos que el mayor peligro para las mujeres suele estar puertas adentro, en la casa, cuanto más blindada más riesgosa. Nuestros genitales son campo de batalla, igual que los úteros. La concha o es gratis o es violación. Y la violación te destruye la vida. Te arruina. Para siempre. Así nos han enseñado en este sistema que sí, podemos llamar prostituyente, en el que se nos obliga al trabajo a destajo cuidando, cocinando, limpiando, anotando los turnos médicos de toda la familia, organizando las compras, atendiendo el comedor del barrio, desinfectando, gestando, pariendo, amamantando, y toda esa hemorragia permanente de energía con amor, con dedicación, con una sonrisa para sostener la armonía, para que no se pudra todo otra vez.
Para que no se pudra todo otra vez, mejor coger y que se duerma rápido porque mañana empieza todo de nuevo. Pero gratis. Por amor. O por el deseo de que te dejen de romper la paciencia.
¿Por el deseo de ganar plata, de no poner el cuerpo en otras tareas que para unxs son dignas y para otres humillantes? No. Eso es violación y la violación te arruina la vida. Para siempre. El culo como una flor, marchita.
El sistema prostituyente cierra su círculo de dominación en ese sintagma, no sólo te viola, también te deja engrillada en la certeza de que estás arruinada. Porque todavía el valor y la virtud de la mujer sigue estando cosida a los labios de su vulva. Es sagrada y en conservar esa sacralidad se puede ir la vida, la autonomía, el goce, lo que sea.
El trabajo sexual no puede ser trabajo. Y esto es tan radical que se aplica aun cuando no se esté discutiendo ningún estatuto de trabajo para esa actividad, ninguna ley reglamentarista. Sólo se estaban anotando en un registro de trabajadores y trabajadoras informales para recibir asistencia y derechos que son urgentes y en medio de la pandemia acuciantes. Porque ahora que los desalojos de los hoteles son compulsivos, que pararse en una esquina es imposible, es entre ellas, mujeres, trans y travestis, que se organizan para sostenerse, gestionar subsidios, proveerse alimentos, regularizar la documentación para las migrantes. Pero que no se diga en ningún papel del Estado que son trabajadoras sexuales, eso no puede ser trabajo.
“Es violación consentida”, se leyó también en esa ágora de opinología y odio serial que a veces es tuiter pero que sin embargo marca “tendencia”. Esa frase es una obra cumbre de la negación de autonomía de quienes se plantan y dicen que lo suyo es trabajo sexual.
Y no que la trata no existe.
Y no que todas tienen que reconocerse en esa categoría.
Es picante el debate, sobre todo porque no se trata cruzar argumentos, se trata de cuerpos concretos, de experiencias concretas que no pueden superponerse unas sobre otras. Escándalo es negar existencia a quien no quiere, no se reconoce en el lugar de la pura víctima. Escándalo es que ese registro de la economía informal siga cerrado mientras se elucubran modos de exclusión de algunas en nombre de un pacto moral-sexual que sigue diseccionando nuestros cuerpos, escribiendo instrucciones sobre ellos, exigiéndonos al mismo tiempo sacrificios y sonrisas, obturando nuestros deseos, nuestras decisiones, nuestra resistencia y nuestra autonomía.