Las olas, la arena, el oso polar
Tres décadas juntando fotografías caseras, amateurs, históricas del siglo pasado, han permitido que el coleccionista alemán Jochen Raiss diera con algunas imágenes bastantes peculiares. Hurgar en mercadillos, librerías de viejo, tiendas de antigüedades ha rendido frutos para el germano, pronto a encontrar tópicos que aúnan algunos de los muchos, muchísimos ejemplares de su acervo. Oriundo de Hamburgo, en el pasado halló suficientes fotos de ignotas damiselas de antaño trepadas ágilmente a árboles para editar no uno, sino dos exitosos libros documentales: Frauen auf Bäumen (“Mujeres en los árboles”, 2016) y Mehr Frauen auf Bäumen (“Más mujeres en los árboles”, 2017). Y los pasados meses, tras seguirles la pista a ciertos “osos polares”, este cazador de fotografías hizo lo propio con otros extraños tesoros. Porque en su reciente fotolibro Eisbären (“Osos polares”) reúne Jochen capturas en blanco y negro de gente posando con personas disfrazadas de la mentada bestia blanca. Entre las décadas de 1920 y 1960, dicho sea de paso. En la playa, en paseos al aire libre, en fiestas, en zoológicos. En la nieve o el más caluroso de los veranos. “Realmente lucen muy mansos y dulces. Suaves y esponjosos por su pelaje. En las fotos con niños, los pequeños no se ven para nada asustados”, ofrece Raiss, que sospecha que la curiosa moda pudo haber empezado en centros turísticos del Mar Báltico en los años 20, craneada por ocurrentes fotógrafos para sacarles unos mangos a veraneantes “que quizás nunca habían visto un animal así, y les servía de memento de vacaciones para sí mismos o para mandar a un familiar”. A costa de un pobre asistente que sudaba literalmente la gota gorda paseando de aquí para allá con tan pesado, caluroso pelaje artificial. “No pudo haber sido un laburo muy popular, ¿quién quiere andar bajo el sol durante horas, con 30 grados de térmica, disfrazado de oso polar?”, se pregunta el coleccionista. La respuesta, más que evidente.
Saliva o sudor, el quid de la cuestión
En beisbol se prohibió hace alrededor de cien años, no así en cricket: vivita y coleando la muy longeva costumbre de escupir la pelota antes de lanzarla, una triquiñuela bastante antihigiénica pero largamente aceptada con la que se busca lograr un efecto de asimetría aerodinámica, mejorar además la velocidad de la bola. Los jugadores siempre han tratado de inclinar el vuelo de la pelota alterando su condición: a veces usando resina, otras papel de lija, incluso aceite para el cabello ha entrado en la ecuación. Métodos ilegales, a base de sustancias artificiales, a diferencia de la lícita saliva que, para lagrimita de sus aficionados, hoy está al borde de la extinción. “¡Todo es culpa del coronavirus!”, braman desde ligas profesionales, en proceso de duelo porque su desagradable método de lubricación está cerca del RIP. “Tiempos difíciles conllevan decisiones complicadas”, parece abrir el paraguas el Consejo Internacional de Cricket, que aunque ha avisado que la prohibición sería una medida temporal que responde a la más que lógica razón de prevenir posibles contagios de covid-19, que aunque ha dado alternativa al escupitajo aclarando que está ok “pulir” la bola con sudor, se ha topado con la tozudez de jugadores de Gran Bretaña, Australia, India, Pakistán y Nueva Zelanda, entre otros países donde es popular el deporte, que ven peligrar su aceitado swing. Algo que extraña al medio inglés The Guardian en miras de otros problemas que atraviesa el cricket: “En franca decadencia, enfrenta una posible bancarrota, se habla de la necesidad de estadios bioseguros, se acentúa el debate en torno a si es conveniente jugar aún. Con todo, muchos parecen estar más preocupados por los méritos y peligros de aplicar saliva a la pelota, o su alternativa habilitada, la transpiración”. Que se toman el tema muy a pecho, no hay quien lo discuta: años atrás, sin más, el entonces capitán del equipo nacional de Sudáfrica, Faf du Plessis, fue sancionado por comerse unas mentitas previo a hacer su gracia, acusado de manipular la bola con una sustancia artificial. Así las cosas, en fin.
Piano Man, al auxilio del jazz
A pesar de que sus hits más conocidos, temas como "Honesty", "Uptown Girl" o "Piano Man", no griten precisamente “jazz”, Billy Joel ha sido un amante del género desde siempre. Para pruebas, su declarada admiración hacia reverenciados pianistas como Bill Evans o Art Tatum; antaño haber tomado clases con Lennie Tristano, un innovador del “cool jazz”; o haber fichado al trompetista Freddie Hubbard, leyenda post-bop, para la grabación de su disco 52nd Street. No es de extrañar, entonces, que el músico guste sentarse en clubes de jazz para ver cómo colegas reinventan melodías, arrojan variaciones sobre ritmos en vivo. Actividad pausada en Estados Unidos por motivos más que conocidos, para inri de espacios que ven su futuro tambalear. Entre ellos, el Smalls Jazz Club de Manhattan, que acaba de recibir tangible apoyo de Joel, que le donó recientemente 25 mil dólares para “dar una mano en este momento de extrema necesidad”. “La música en vivo es el corazón de Nueva York, el zumbido que hace vibrar la ciudad. Y durante esta pandemia, son los intérpretes de jazz y de música clásica los primeros en ser golpeados por la dura realidad”, dio sus razones el benefactor Billy tras arrimar algo de cash. Un gesto que Spike Wilner, propietario de Smalls, le ha agradecido hondamente: “Ha sido un regalo que trajo algo de luz en momentos donde todo se ve oscuro, porque el impacto del virus ha sido realmente devastador para la comunidad del jazz”. De hecho, la inyección de dinero de Billy Joal ha servido al hombre para acelerar su plan de “reapertura”. Porque, desde el pasado 1 de junio, Smalls ha vuelto a abrir ofreciendo dos sets cada día, todos los días, pagando a los músicos su salario habitual. Pero, ojo, solo los músicos y un ingeniero de sonido pueden estar in situ, tocando juntos pero a distancia prudencial: al público le toca ver los shows desde su casa, a través de transmisiones en vivo que pueden visionarse a través de la web del club y de su cuenta de Facebook. Desde cualquier punto geográfico, dicho sea de paso; inclusive Argentina. Propuesta muy celebrada por los propios protagonistas porque, aunque existen proyectos donde artistas tocan vía Zoom, no es lo mismo. “Hay algo de la atmósfera y de la acústica de estar juntos en un mismo sitio que no se puede reemplazar”, confirma Joel, él mismo en parate, desde su residencia de Madison Square Garden. Por lo demás, aunque la entrada no tiene costo alguno, solícitamente solicitan desde Smalls que la gente ayude con unos billetitos. De hacerlo, tendrán acceso al archivo del club: más de dieciocho mil shows grabados de más de cuatro mil artistas. Para Wilner, frente a tan adverso panorama, se trata sencillamente de poner en práctica lo que tan bien se les da a los músicos de jazz: improvisar.