Cuando la conocimos a Gabriela hacía 8 años que vivía en la Argentina. Había llegado desde Paraguay con su hermana Vanesa para dedicarse al trabajo en casas particulares. Vanesa comenzó a trabajar cama adentro en una residencia de la Capital Federal. Gabriela no ganaba lo suficiente ni estaba a gusto, nos contó, y a través de una paisana comenzó a trabajar en un departamento privado. Estando en Buenos Aires, tuvo un hijo cuyo padre nunca estuvo muy presente. Gabriela quería visitar a su familia en Asunción pero, nos decía, no era posible. Necesitaba un permiso para poder llevar consigo a su hijo, algo que no nos parecía muy difícil conseguir. Reunimos la información que Gabriela necesitaba para realizar su trámite, pero ella se mostraba evasiva y daba vueltas en torno al asunto.

Entonces descubrimos con sorpresa que el problema no era tanto el padre del niño –como pensábamos- sino que Gabriela no quería ir al juzgado de paz para tramitar el certificado. Dos años atrás, nos contó, mientras estaba trabajando en el departamento, ocurrió un allanamiento. Esa noche terminó presa, demorada, fichada. Tuvo que llamar por teléfono a su hermana y por primera vez contarle no sólo que ya no trabajaba en casas particulares sino también que estaba presa. Tuvo que pedirle que cuidara a su hijo y tuvo, por sobre todo, mucho miedo. Le contó que era trabajadora sexual y que la policía había irrumpido en donde trabajaba, que decían que buscaban trata de personas, que buscaban al dueño del lugar, que buscaban dinero creía ella pero que no sabía por qué la llevaron. Nunca supo el derrotero de esa causa judicial.

La historia de Gabriela se repitió, con matices, en las voces de muchas otras trabajadoras sexuales que conocimos, ya sea que trabajaran en departamentos o en la calle. En estos años de trabajo de campo, aprendimos que el temor y el rechazo de las trabajadoras sexuales a acercarse a comisarías o juzgados para realizar denuncias o trámites, por ejemplo, vinculados a la tenencia de los hijos y cuestiones migratorias, es moneda corriente. El proceso de pasar por el pianito tiene efectos para las personas, quienes al no tener ningún tipo de reconocimiento de su actividad y carecer de los recursos necesarios para conocer el curso de la causa judicial, temen tener antecedentes o estar siendo buscados por la justicia.

Así, a la falta de reconocimiento de las trabajadoras sexuales en tanto tales se suma la constante exposición a los procedimientos penales. Esta combinación produce sujetos que – aún no habiendo cometido ningún delito – se perciben a sí mismos habitando un espacio de ilegalidad y clandestinidad. De este modo solo aumenta el estigma, la autodiscriminación y se termina por restringir la posibilidad de ejercer los más elementales derechos. Como le sucedió a Gabriela.

Muchas veces, y dado que el trabajo sexual no es un delito, los procedimientos penales no terminan en una sentencia condenatoria, pero no por ello dejan de tener efectos concretos y duraderos sobre la vida de las personas. El impacto de la lógica penal no se agota en el proceso jurídico formal. Es la amenaza siempre presente del allanamiento que puede poner en peligro los ocultamientos trabajosamente construidos en torno al trabajo sexual. Es el temor y el reparo a interactuar con cualquier agencia estatal por no saber qué ocurrirá con esa vieja pasada por el pianito. Es la imposibilidad de denunciar violencias y delitos por habitar un espacio clandestino.

Esta semana festejamos junto a la trabajadoras sexuales organizadas su inclusión en el registro de los trabajadores y las trabajadoras de la Economía Popular. Un importante paso para su reconocimiento, para la salida de la clandestinidad y el acceso a los derechos más básicos. Pero el registro duró apenas unas horas online, “el formulario ya fue bajado” celebró un funcionario (y celebraron, curiosamente, algunas feministas). ¿Qué hay para celebrar de la clandestinidad?


Las autoras son investigadoras FILO- UBA/CONICET