Más allá de nuestro bisabuelo, Ioshe Lajower, es imposible rastrear los antecedentes de la familia. El supuesto apellido Lajower le fue otorgado porque él era el único Ioshe (José) del pueblo de Lajow, una aldea pulverizada por los nazis y que ahora ni aparece en los mapas de Polonia. Dice un pariente lejano de Brasil que anduvo por esos lares y que en ese páramo pusieron un monolito en memoria de lo que hubo. Pero que él tampoco lo vio. Se lo dijeron, pero no es demostrable. Como no entiende polaco, hay que ver si lo escuchó bien. Y como no sabemos dónde quedaba Lajow, tampoco podemos ir a verificar la existencia del monolito. Hay algo de lo que sí estoy casi seguro: es posible que esta sea la última vez en la que Lajow aparezca en alguna publicación.
Por otro lado, desde hace años mi primo afirma con un docto tono que la familia no proviene de allí sino de Pritzk, otra aldea devastada que tampoco aparece en ninguna cartografía. Como conclusión, tanto Roberto como yo venimos de un paraje que solo brota en nuestro lenguaje familiar. Es decir que cuando los pronunciamos, Lajow y Pritzk se dibujan en algún globo terráqueo. Y cuando terminamos de nombrarlos se esfuman. También estoy casi seguro de que desde algún lugar venimos.
Resulta que en nuestro noble debate, mi primo Roberto utilizó un ardid. Inteligente y creativo, me ganó la pulseada. Escribió un poema nombrando a Pritzk. Y lo publicó. Dicho de otro modo, lo documentó. Estuve en la presentación del libro, un sábado a la noche en un bar de la calle Córdoba. Lo leyó en público y, ante un vasto auditorio en una suerte de refundación, a los cuatro vientos declamó “Pritzk”.
Con Roberto Jacoby somos parientes a través de su madre, la tía Regina, y mi padre. Quien no tiene una tía Regina no puede considerarse de la colectividad. Cuando yo era chico Roberto ya era muy grande. Lo corroboro a través de una foto de cumpleaños en blanco y negro, en la que él está con pantalones largos y el resto de los primos no. El tiempo hizo que casi tengamos la misma edad. Y si lo dejo correr, voy a terminar siendo el mayor. Magia de la naturaleza.
La segunda vez que comprendí que mi primo Roberto era grande fue un jueves por la tarde de los años 60. Habíamos ido con mi viejo a la peluquería de Campana y Morón, único lugar en el barrio donde cortaban a la navaja. El local tenía colgado el cartel de Glostora amarillo con todos los precios, pelusa incluida. La sensación de ir a la peluquería era la de un ritual. Raro y encantador a la vez. Te ponían una especie de aceite en las patillas y debías aguardar hasta sentarte en ese sillón, el trono que se sube y da vueltas. La prueba final del buen corte era cómo te dejaban la nuca, de modo tal que cuando pasabas la mano a contrapelo tenía que pinchar. El tema es que, esperando el turno, de repente mi viejo agarró una Siete Días --en casa no se compraban revistas-- y descubrió una foto de página entera en la que Roberto estaba forcejeando con un policía en la puerta del Di Tella, lugar donde exponía. Porque Roberto es del Di Tella, decía mi vieja. Con esa potente expresión ontológica, asociándola con el Siam Di Tella, no me quedaba claro cómo se podía “ser” de un auto. Lo que sí recuerdo es que salimos de raje sin cortarnos. ¿Cómo osaba la tía Regina hacerse la sota y no abrir la boca para contar sobre este escándalo familiar, si habían hablado por teléfono dos días antes y estaba todo bien? Obviamente que no era ningún motivo de orgullo el hecho de que el joven descendiente de los de Lajow --él dice que de Pritzk--, o sea de la aristocracia del mismísimo rey David, terminase en cana. Hoy recordando la escena --y ya a esta altura del relato, siendo mayor que mi primo Roberto--, me viene el cosquilleo de la simpatía.
Lejos de saber interpretarlo, mi primo Roberto con un simple gesto retraído afirma en un reportaje que el arte es un juego y que crea sus propias reglas (Roberto dixit). Creo entender que a la usanza de Johan Huizinga en su Homo Ludens, ratifica con su andar al sentido de la vida como una actividad libre, en la travesura de sus inmensas posibilidades. Inmensas, no infinitas. De sociólogo a artista plástico, salta de músico a poeta y de grande a pibe. Y esta no es una observación propiamente mía. Me la dijo su amigo Ricardo Piglia en una conversación sobre mi primo Roberto.
Hay períodos de la vida en donde las dinámicas anímicas y familiares hacen que no te veas con los parientes durante mucho tiempo. Me volví a encontrar con Roberto hace pocos años, cuando me avisaron que su tía Anita, también mía, había fallecido. Oficié la ceremonia en el cementerio y dije algo así como que con la familia uno tiene una confianza de otro orden. Cuando nos retirábamos Roberto me interceptó: “entonces eso de la familia no es una construcción cultural”. Como si fuese Max Weber, el tipo no descansa y te sorprende en cualquier lugar con una observación de índole espiritual-intelectual. Aunque posiblemente más que una frase de Weber emitida por Roberto, esa fue una sentencia desde el mandato de la complicidad familiar, provocada por alguna chispa emitida por el fantasmal y mítico Ioshe Lajower. El de Lajow, no de Pritzk.
Ya sin diferencia de edad, hay una época de la existencia en donde somos padres de nuestros propios padres. Y fue la noche de un domingo cuando me llamó hace dos años para decirme que la tía Regina había fallecido y que yo era el único primo en la Argentina y que no sabía por dónde empezar y que siendo el único primo soy el único con la confianza para resolver el tema del entierro y que la familia no es una construcción cultural y todas esas cosas que brotan y salen cuando la puta que lo parió se muere tu madre. Con el correr de las horas y del pensamiento libre, si es que existe, recordé que su hermano Pablo, cuando salíamos del primer alegato de Memoria Activa del cual era su abogado, ahí, en el hall de Comodoro Py me dijo que nosotros nos creemos que somos inteligentes. No te equivoques porque el genio de la familia es Roberto.
A veces me encanta fanfarronear por ahí diciendo que “Imágenes paganas” y “Superficies de placer” las compuso mi primo, el primer argentino que expuso en el Reina Sofía, el que insiste en engañarnos con que venimos de una aldea equivocada. Porque Pritzk solo vive en todas las locuras de su vasta y rebelde imaginación.