El repentino vacío de un gigante en reposo nos abrumaba con la delicia de las cosas que no se repiten. Las calles de Rosario eran una desolación. Al principio los trabajadores que podíamos salir disfrutamos de esa soledad. San Luis sin tránsito, Pellegrini en silencio. Hasta el canto de las aves podía escucharse con acústica en las esquinas céntricas donde los colectivos suelen doblar apurados y los bocinazos pitan sin pausa. Pero nada de eso estaba ahí ahora. La ciudad era nuestra. Solo nuestra. Los cronistas televisivos, radiales y gráficos la recorríamos ávidos de historias. Con un tibio miedo al contagio, una amenaza llamada la covid-19 recién llegada desde el viejo mundo. Demasiado lejana.
Epidemia, pandemia, virus, alcohol en gel, pasaron a ser vocablos de la cotidianeidad con el correr de los días. Como quien dice mate. Pero la bombilla no podía compartirse y la imposición venía acompañada de una palabra odiosa: distancia. Advertidos, los periodistas les pusimos extensores de metal a los micrófonos para mantenernos lejos de los entrevistados. Sobre todo de los que llegaban a la Terminal de Omnibus Mariano Moreno. Si alguien había compartido excursión con turistas de países donde el coronavirus estaba circulando debía ser aislado. Y en las dársenas a las que arribaban colectivos de todo el país se escuchaban conversaciones como estas:
-No sabés lo que me pasó… fui a Salta de vacaciones y había un grupo de franceses en el mismo hotel.
-Qué mala suerte.
El coronavirus hacía estragos en Europa. Siempre mirada con admiración y complejo de inferioridad por una clase media argentina que ahora le huía como al tifus. Y se refería a sus habitantes con algo de xenofobia.
Durante la primera semana de cuarentena clausuraron la Terminal. Y por esos días empezamos a caminar por las calles con barbijos, mascaras faciales, guantes. La ausencia de ruido ya no era libertad. Y la delgada línea entre la precaución y el pánico al contagio era cada vez más finita.
Abrazar a un amigo estaba prohibido. Y además, la ciudad, con todos los bares y bibliotecas cerradas se volvió una urbe hostil. Que transcurría en calma. Una tensa e interminable calma, con una peste al acecho. Cuyo día más negro llegó como una cachetada.
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“Fue la primera vez en veintitrés años de carrera como camarógrafo de prensa que borré una imagen”, dice Javier Doino, el hombre detrás de miles de videos del noticiero de Telefe Rosario, antes Canal 5. Con dos décadas de experiencia y 46 años recién cumplidos se mueve con soltura en la calle. Olfatea la noticia como a una presa y allí va. Su estructura robusta de ex rugbier con más de cien kilos no le impide escabullirse hasta encontrar el punto exacto para captar la imagen que valga la pena. Aunque sea cruenta. Sabe que ese es su oficio y no reniega de él. Al contrario.
Javier cubrió la explosión del edificio de calle Salta 2141 durante días enteros. La búsqueda implacable entre los escombros y el recogimiento de los veintidós cuerpos. Hasta la última sirena. Y retrató los violentos saqueos a los supermercados en 2001. Un año antes, en noviembre del año 2000 fue al cuartel de Bomberos de Melincué y pidió que le prestaran la escalera desplegable. Esperó subido al último escalón durante dos horas de incomodidad, cargando una cámara que era un armatoste de diez kilos con videocasetera incluida para filmar al ex juez Carlos Fraticcelli. Por entonces tras las rejas acusado de matar a su propia hija. Doino se mantuvo quieto y callado hasta lograrlo. Esa toma de treinta segundos recorrió los televisores de todo el país. Se ve al juez saliendo de su cuarto y mirando con extrañeza la lente ubicada arriba suyo. No había sido enjuiciado siquiera, pero esa imagen confirmó la condena social que ya pesaba sobre él. Y la captura sobrevivió al fallo jurídico que lo sobreseyó.
En la calle Javier Doino registró infinidad de crímenes, de discursos presidenciales, de colectas solidarias, de siniestros viales, de represiones policiales en las que le arrojaron gas pimienta, o debió escaparse de las balas de goma. Todo está grabado en la retina. Porque en su tarea de documentar, dice, la imagen es sagrada. Una meca. Esa mañana, sin embargo, algo iba a cambiar. Algo imperceptible para todos. Menos para él.
El viernes 10 de abril de 2020 hubo un estallido en todas las grandes urbes del país. También en Rosario. Después de dos semanas de bancos con persianas cerradas por expreso pedido de la Asociación Bancaria, las entidades habilitaron unas pocas cajas en algunas sucursales. Y como hormigas a las que les habían pateado el hormiguero los jubilados y jubiladas que no habían aprendido a usar el cajero automático salieron en manada desde los barrios hacia el centro e hicieron cola desde la medianoche. En busca de dinero en efectivo. De una mano humana que se los diera. Todos los consejos sobre el aislamiento social para evitar el contagio de coronavirus se derribaron de golpe. Había cuadras y cuadras de gente amuchada desesperada por cobrar lo que era suyo.
Sus vejigas y sus esfínteres estaban a punto de estallar cuando abrieron los bancos. Pero las entidades solidariamente decidieron cerrarles los sanitarios a sus clientes. Y un hombre de ochenta años se defecó en los pantalones junto al equipo periodístico de Telefe Noticias. Sin pensarlo dos veces Doino prendió la cámara y enfocó con furia la ropa manchada del viejo, la escena escatológica. Grotesca. Humillante. La injusticia de entidades usureras negándoles lo más humano a ese puñado de gente que apenas podía sostenerse en pie era horrible y quiso registrarlo con instinto justiciero. Apretó rec. Pero luego percibió la vergüenza del hombre en medio de la multitud. La imagen tomada de espaldas le pareció una traición vil a alguien más débil. Y decidió borrar. Borrar por primera vez en su vida. Borrar como un acto de bondad.
-Una persona sola, de ochenta años a la que el estado lo manda a la calle para buscar quince mil pesos en medio de una pandemia y se caga encima… Documentar eso para mostrar la realidad era avasallar su integridad, su dignidad. No hacía falta. Me considero un animal de televisión, he filmado todo. Todo. Pero ese hombre no…
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La mañana transcurrió con pesadez y una sucesión de escenas toscas. En una de las larguísimas filas formadas en derredor del banco Supervielle ubicado en San Lorenzo y Sarmiento había una señora con toda su cabeza metida en una bolsa de nylon. Sí, una de esas que se usa para envolver pulóveres. Una bolsa gruesa que de a ratos se le empañaba con la respiración, sin que ella perdiera el estoicismo. Segura como estaba de que su refugio casero contra la covid era mejor que un traje de astronautas. El resto de los que esperaban tenían guantes de latex, alcohol etílico, tapabocas. O la cara pelada. Y el ceño fruncido. Eran días de incertidumbre e improvisación.
Lo que siguió fue repetido hasta el hartazgo por periódicos y noticieros de ese día: el propio intendente Pablo Javkin, salió de su despacho e intentó ayudar a la gente a respetar la distancia social en medio del desborde.
“Lo van a agarrar a cascotazos… pero si él quiere”, reflexionó un reportero levantando las manos a la altura de los hombros, cuando lo vio llegar. Pero no. Su presencia fue un acompañamiento más simbólico que pragmático. Pero bien recibido en medio de tanta orfandad. Una decisión que le valió aplausos en redes sociales. De propios y extraños.
Entonces hubo otro gesto. A las 13.30 el Banco Piano de Santa Fe al 1200 estaba a punto de cerrar ante una cola interminable de ancianos que se irían con los bolsillos secos y la bronca estrujándole las tripas. Vacías. Al borde de las lágrimas una empleada de esa sucursal salió, tomó un megáfono y dijo: “Quiero pedirles disculpas. El Banco Central no nos deja extender el horario de atención y solo podremos pagarle a los que tengan un número de color blanco. Los demás (la enorme mayoría) deberá ir a su casa y regresar el lunes. Estoy dando la cara, pese a que el banco me dice que no lo haga. Estoy dando la cara”. Y se le quebró la voz. Entonces mucha gente entendió que tras el vidrio que resguardaba la caja y el dinero, los laburantes estaban atrapados y jodidos. Quizás tanto como ellos.
Los perdedores agacharon la cabeza y volvieron tras sus pasos diciendo que aquello era un desastre, una vergüenza, una locura. Que qué carajo iban a comer ese fin de semana. Y luego la ciudad se sumió en el silencio. Como si de allí emanara una bocanada de tristeza infinita.
La empleada del Banco Piano se llama Mariana Aide, tiene 42 años y se ha pasado casi la mitad de su vida en ese laberinto de contadores de billetes y cheques rebotados. Ese día llegó dos horas antes de lo habitual porque intuyó el caos. Es posible que sin su sinceramiento muchos se agolparan contra las puertas de un banco que no iba a abrirles. Incluso había efectivos policiales que ya habían llegado por las dudas. Es posible que sin su intervención hubiera otras escenas que lamentar. Es posible que estas sean solo teorías. Lo cierto es que recién cuando ella habló la gente pudo resignarse e irse a casa.
- Tengo dos abuelos. Angela de 85 años y José de 93. Pensé que ellos podrían estar ahí. Y sentí que era una gran falta de respeto dejarlos esperando cuando ya no había más chance- dice mirando en retrospectiva –así que salí sin pensar, con mucha angustia.
Tras su intervención en tono suplicante la mujer volvió al banco caminando cabizbaja durante media cuadra. Su paso lento se confundió con el de la muchedumbre vencida por el cansancio que apretaba entre sus dedos el papelito blanco de la suerte, como quien recela un billete de lotería. Ella apenas se distinguía del resto por el uniforme de camisa blanca, pantalón azul y corbatín a tono. Al llegar a la sucursal dos policías le ofrecieron limpiarse las manos con alcohol en gel. Entró como si cargara un peso infinitamente superior al propio.
Javier Doino la estaba filmando. Ninguno de los dos sabía que en el noticiero de la noche, precisamente esa, sería la imagen del día.