Resulta paradójico, aunque no sorprendente, que algunas de nuestras obras literarias más ilustres hayan nacido en tiempos de extrema turbulencia. Es natural que autores, dedicados desde siempre a dar forma y sentido a su dolor y confusión, hayan buscado crear algo duradero y bello en medio de las ruinas de su época, alimentándose casi perversamente de las catástrofes que afligieron a sus coetáneos, las calamidades naturales y calamidades forjadas por seres humanos, cadenas de guerras y revoluciones, conflictos civiles y perturbaciones políticas.
¿Será así en nuestros tiempos de pandemia, de impunidad y congoja?
Aunque no se pueden pronosticar los contornos exactos que ha de tomar la literatura del porvenir, algunas de las experiencias contrastantes –sea de exilio, sea de confinamiento- con que los hombres y las mujeres de siglos anteriores enfrentaron sus propios desastres podrían quizás aprovecharse para inspirar y guiar a los escritores actuales.
Haríamos bien en aprender de los autores que dejaron atrás sus tierras de origen, sea por haber sido perseguidos en su patria o con el fin de buscar en el extranjero nuevas oportunidades y perspectivas. Una mínima lista incluiría a Dante, Voltaire, Nabokov, Conrad, Yourcenar, Duras, Ovidio, Hemingway, Mahmoud Darwish, Doris Lessing, Thomas Mann, Gertrude Stein y Marina Tsveteva; y nuestros contemporáneos Wole Soyinka, Salman Rushdie, Peter Carey, Colum McCann, Michael Ondaatje, Assia Djebar, Amin Maalouf y Gao Xingjian. Añado, de mi Latinoamérica natal, a Mistral, Neruda, Cortázar, Poniatowska, Benedetti, Fuentes, Roa Bastos, García Márquez y Vargas Llosa, además de tantos españoles, como Alberti y Semprún, Max Aub, Rosa Chacel y, por cierto, Juan Goytisolo.
Lo que une a todas estas figuras disímiles, de naciones y épocas diversas, es cómo transformaron la maldición de la distancia en una bendición, respondiendo a la exigencia de percibir el mundo con ojos frescos. Es una lección para aquellos que desean expresar los estragos de una pandemia como la nuestra, que ha destruido ferozmente las redes y relaciones de la vida habitual. Los escritores del 2020 también se encuentran con un mundo de repente irreconocible, también sienten que los rituales ordenados de su existencia anterior han sido demolidos. Este quebranto de las costumbres y las certezas es similar a la pérdida de la familiaridad cotidiana que escritores desarraigados han sufrido perpetuamente, una pérdida que los instigó a que crearan, como compensación, visiones inéditas y trascendentes. Los hombres y mujeres que en este mismo momento, en todo el planeta, están buscando las palabras con que excavar la incertidumbre aterradora de lo que estamos viviendo, pueden tomar aliento de sus hermanas y hermanos expatriados que, en otros tiempos igualmente alienantes y arduos, recorrieron ya caminos semejantes.
Es cierto que esos exiliados llevaron a cabo sus hazañas literarias precisamente debido a que se alejaron de sus hogares nativos, mientras que los autores contemporáneos, en su mayor parte, están impedidos de viajar por el virus, sufriendo un retiro que suele ser asfixiante. ¿Cómo imitar el ejemplo de escritores desterrados que utilizaron los nuevos horizonte que se abrieron para establecer nuevas obras de arte, si estamos condenados a recluirnos en un pequeño espacio circunscrito? ¿O esa restricción puede acaso también llevar a una mayor creatividad? Si nos sentimos atrapados y constreñidos, ¿no es un estímulo el ejemplo de otros autores que han explorado mundos alternativos de la mente y del corazón en circunstancias mucho más terribles que la nuestra?
Algunos de los testimonios más conmovedores de la condición humana se han gestado en la cárcel. En lugar de caer en un estado de desolación absoluta, aunque razones no faltaban para desesperarse, muchos escritores sobrevivieron a las noches de terror y cautiverio sumergiéndose más profundamente en la oscuridad y el amanecer de sí mismos, transcribiendo palabras que todavía nos conmueven. Mis propios favoritos, en un catálogo que podría ser considerablemente más largo, son Boecio, Dostoievski, Genet, Wilde, Solzhenitsyn, Gramsci, Breytenbach, Ngugi wa Thiong'o, Nawal El Saadawi, León Felipe, Malcolm X, el marqués de Sade y Ezra Pound. Obviamente, estar en el encierro o el autoaislamiento de hoy, con los comestibles entregados regularmente y la internet a nuestro alcance (si la fortuna nos sonríe), está muy lejos de la detención prolongada y la crueldad a la que fueron sometidos aquellos prisioneros que temían el látigo y la vigilancia de sus guardias. Aun así, esos escritores ejemplifican cómo la soledad forzada y las limitaciones a nuestro derecho a vagar libremente pueden conducir al autodescubrimiento en lugar de la parálisis. Esas condiciones extremas fueron en su momento -- y ahora no tiene porqué ser diferente - un acicate para afirmar el valor de cada palabra arrebatada al silencio, cada sílaba como una piedra que un río va refinando y puliendo, una y otra vez hasta acercarse a la perfección.
En cuanto a qué tipo de ficción, poesía, memorias, teatro y ensayos podrían surgir de esta cuarentena no deseada, muchos sentirán la necesidad inmediatista de responder a la urgencia y desolación del momento. Sin duda podemos esperar una serie de reacciones a la plaga y la inequidad que ha revelado, así como himnos a aquellos que heroicamente han resistido este asalto a nuestra dignidad, que tanto han sacrificado para entregarnos nutrición y mantenernos a salvo.
Y, sin embargo, permítanme invocar a Miguel de Cervantes que durante largos meses fue encarcelado injustamente en Sevilla a finales del siglo XVI. Fue entonces, y en ese lugar aciago, que comenzó a escribir –se supone - "Don Quijote de la Mancha", un proceso que narré en "Cautivos", una novela que acabo de publicar en inglés en los Estados Unidos, y que todavía espera su edición en el castellano en que lo concebí. ¿Quién podría haber predicho, en esa España desconcertante y peligrosa, que esa contribución Cervantina a las letras del mundo - sin duda la novela más influyente de la historia – se escribiría a contrapelo de todo lo que era popular en aquellos días? No fueron los libros de caballería ni las novelas llenas de desmayos pastoriles y aventuras picarescas ni tampoco las obras teatrales maravillosas de Lope, Tirso, Calderón, los que cambiarían la literatura para siempre sino que este personaje ficticio azaroso e imprevisto que "se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación.”
Por eso tengo fe de que en esta era de confinamientos múltiples, de ruidos tristes y de toda suerte de incomodidades, hay alguien –y más de una persona– que está elaborando ahora mismo una visión de la vida que nos ayudará a imaginar quiénes somos y quiénes podemos llegar a ser en estos tiempos de pandemia, injusticia y esperanza.
Ariel Dorfman, el autor de “La Muerte y la Doncella”, ha publicado recientemente una novela, “Allegro”, y el ensayo,” Chile: Juventud Rebelde”, ambos de Fondo de Cultura Económica. Vive con su mujer Angélica en Carolina del Norte, donde es profesor emérito distinguido de literatura en la Universidad de Duke.