El poderío económico de los países centrales ahondó las diferencias históricas, sociales y sobre todo, raciales. El Mondiale dell'era moderna es una excusa útil para comprobarlo nuevamente. La mano de obra barata y segura, ese trabajo "sucio" de los servicios que no quieren hacer los italianos enriquecidos ha caído en manos de los asiáticos y los africanos.
Cualquier hotelito de dos estrellas en Roma aloja en su personal de limpieza a gente llegada de Sri Lanka. Son silenciosos, amables, casi no hablan italiano y los dueños de los albergues comprobaron su honestidad con algunos caso famos de esta gente que encontró dinero, joyas o documentos olvidados y los devolvió puntualmente.
Marroquíes, egipcios, turcos, palestinos que le escapan al Medio Oriente, tienen comida y cobijo en Termini, la gigantesca central ferroviaria de Roma. De noche, caminar por la zona puede resultar tan riesgoso como el Bronx, el Barrio Chino o Ciudad Oculta si uno no maneja los códigos del lugar. Todos los robos, el mínimo crimen, les son adjudicados. Allí, en el incesante movimiento de Termini, sobre uno de los bancos de mármol, duerme plácidamente Moakim. La camisa de algodón denuncia la ausencia, quién sabe desde cuando, de botones. El pantalón marrón, sucio y maloliente se ata con un cordón sisal y los zapatos agujereados no conocen los cordones. Una barba inmemorial, con restos de alguna comida salvadora, le baja hasta cubrirle el cuello sucio y con algunas lastimaduras. Está tirado en un rincón, abrazando una botella de whisky de dudosa calidad y asegura que se llama Moakim.
"Me fui de Camerún porque no tenía modo de subsistir. Me fui a Stuttgart y conseguí trabajo de lavacopas en donde me pagaban con la cama y la comida. Me cansé y me vine a Roma hace dos años", dice mezclando francés y algo de italiano. Cada mediodía cruza la piazza para comer con lo que le dan las monjas de Cáritas Diocesanas, un servicio que lidera monseñor Luigi de Liegro. Vio el partido con Argentina en la casa de un matrimonio argelino amigo, en los suburbios romanos. Su sueño es "tener una camiseta de Biyik". Con eso le alcanzará para subsistir o mantener la esperanza durante el Mundial. Después, volverá a lo de siempre. "La gente me huye. Soy negro y me desconfían, creen que los voy a robar siempre".
De vez en cuando se encuentra con Randamil, un "viejo" de 34 años que vende las chucherías que puede en los semáforos de Via Veneto o limpia los parabrisas de los autos cuando los romanos deciden hacerle caso a la luz roja. "Después de ganarle a Argentina, canté toda la noche con mis amigos".
Randamil se reúne a cambiar las penas con Moakim. Aquel sueña "con hacer fortuna, hacerme millonario y poder viajar en avión a Yaoundé y poner una fábrica de cualquier cosa en mi país". Vendiendo baratijas en Via Veneto es difícil. Por ahora, se conforma con cada partido de sus "leones indomables" y compartiendo un trago de whisky barato con su amigo Moakim. Pese a todo, no han perdido las esperanzas. Ellos también son indomables, aunque el Primer Mundo les dé alojamiento en una sucia terminal de ferrocarril.
* Nota publicada en Página/90 durante el Mundial de Italia.