Mi casa de la calle Yatay, en Almagro, tenía un zaguán largo de baldosas rectangulares, un vestíbulo donde mi padre, el Capitán Soriani, se sentaba a leer La Nación, su diario de cabecera, y una sala comedor muy grande, donde nos reuníamos a almorzar sólo en fechas especiales: para los cumpleaños, las navidades o algún fin de año en que nos visitaban familiares que venían de Azul, donde nacieron y crecieron mi padre y sus tres hermanos.
En ese comedor reinaba un viejo “combinado”, que era un mueble grande, de roble, donde se apoyaba un viejo jarrón de porcelana china que, según mi padre, “valía una fortuna”. Cada vez que se levantaba la tapa, había que alzarlo con todo el cuidado del mundo y mi madre repetía: “cuidado con el jarrón, cuidado con el jarrón, que si se rompe Jaime nos mata”. Jaime era mi tío abuelo, Jaime Tronconi, dirigente sindical y agregado obrero de Perón en distintas embajadas del mundo. El nos había regalado el famoso jarrón que "valía una fortuna”.
Una tarde del año setenta, entré a mi casa con un disco bajo el brazo. Mi viejo leía el diario sentado en el sillón con funda gris del vestíbulo de mi casa (“la funda se saca cuando vienen visitas, porque ustedes son capaces de volcar cualquier cosa sobre el tapizado”, advertía mamá). Pasé de largo y entré al comedor directamente a sacar el jarrón “de porcelana china”, abrir la tapa del combinado y poner el “long play” que acababa de comprar en Frávega de Corrientes y Medrano.
El disco se llamaba Treinta minutos de vida, y era de Moris. Dirigí manualmente el brazo del aparato al tema uno del lado A, y los primeros acordes de “El Oso” empezaron a sonar en ese comedor oscuro pero cálido de nuestra casa.
A los pocos segundos, mi viejo, desde su sillón cercano, bajó el diario, se sacó los anteojos y me preguntó: “¿Quién es ese que canta?”
--Moris, pá --contesté subiendo el volumen.
--Moris –repreguntó--, ¿y a ese quién lo conoce?
--Escuchá --le dije--, escuchá, y decime si te gusta.
A los pocos segundos mi viejo seguía los compases del Oso con el dedo índice, señal que estaba copado. Esa tarde, escuchamos el tema y lo cantamos juntos. Mi viejo era como los chicos y, cuando alguna música lo copaba, era capaz de repetirla veinte veces seguidas.
Luego pasamos a los otros surcos. Le gustó “Ayer Nomás”, un tema de Moris y Pipo Lernoud que Los Gatos de Litto Nebbia ya habían hecho famoso. Con permiso de Lernoud, el gran Litto retocó su letra para pasar la censura que el Onganiato imponía. Algunos años después Moris retomó su versión original: “Ayer nomás/ en el colegio me enseñaron/ que este país es grande y tiene libertad/ Hoy desperté y vi mi cama y vi mi cuarto / en este mes no tuve mucho que comer...”, casi gemía Moris con su garganta prodigiosa.
El Capitán Soriani prefería la versión algo edulcorada de Los Gatos, y no podía dejar de desafiarme diciendo: “si no tiene para comer que vaya a laburar, además de tocar la guitarrita”. El militar que llevaba adentro a veces afloraba en su versión más doméstica, folklórica y hasta querible. Se divertía con mis broncas y yo con las de él, cuando le hablaba mal de Onganía y bien de Perón. En enojos, con mi viejo, siempre terminamos empatados.
Una tarde del 71 lo invité a ver un recital. Moris y Litto tocaban juntos un sábado a la tarde en el célebre Auditorio Kraft de la calle Florida. Yo había ido a dos shows de ese ciclo, y la tercera vez pensé que sería bueno compartir con él ese momento, porque mi militancia de izquierda comenzaba a distanciarnos.
Allá fuimos el Capitán y yo a sentarnos en la tercera fila de ese Auditorio que era perfecto para los conciertos acústicos, porque el tamaño y la intimidad de la sala teñían los “recitales” de un clima de tranquilidad raro para la época.
Mi padre desentonaba en ese ambiente casi adolescente de pelos largos, pantalones de bota ancha, camisas entalladas y zapatillas Flecha. El olor a porro se sentía desde la entrada y el aspecto de mi viejo, siempre de saco, pelado y de aire marcial, espantaba a mis iguales, que nos miraban intranquilos.
Nada hizo que el Capitán se intimidara, y al cuarto tema le empezó a pedir a Moris que cantara El Oso, sin lograr que el músico le diera el gusto. Salió un poco decepcionado, pero feliz de haber escuchado la versión inolvidable que Litto y Moris, a dúo y a capela, hicieron de Ayer Nomás, con su letra original.
El disco de Moris, Treinta minutos de vida, cumple 50 años en estos días. El Oso es un clásico que se canta en todos los fogones y que entusiasma hasta a los chicos de jardín de infantes. Pero tiene otras perlas que hicieron época y que merecen recordarse. “Escúchame entre el ruido”, una de ellas, es el primer tema del rock nacional con un alegato contundente contra la homofobia, tan común en aquella época hasta en las organizaciones y partidos más progresistas y revolucionarios: “El hombre tiene miedo de ver la verdad/ de ver que él era algo/ que no podía definir/ de ver que al fin su sexo/pudo ser o no ser/ que no era absoluto/que podía ser la flor…” “Pato trabaja en una carnicería”, y “De nada sirve” son temas que también atravesaron los años, a tal punto que este último suena en estos días en una de las series más populares de Netflix.
A Moris, que hoy anda por los 77 años, se lo puede ver a veces en alguna de las disquerías que sobreviven en la galería Bond Street. Con pantalones chupines y campera de cuero negro, se mezcla entre los muchachos y muchachas que hacen cola en los locales de tatuajes, y hasta puede confundirse con alguno de ellos.
Treinta minutos de vida fue uno de los discos que los militares se llevaron cuando allanaron mi casa de Almagro. Cuando salí en libertad, mi padre me recibió haciendo sonar El Oso desde un casete que alguno de mis amigos le había prestado: “Ahora piso yo el suelo de mi bosque/ otra vez el verde de la libertad/ estoy viejo pero las tardes son mías/ vuelvo al bosque/ estoy contento de verdad”, cantamos juntos y abrazados esa tarde.
Años después, paseando con mi hijo por el parque Rivadavia, nos topamos con una edición original del disco y la compramos inmediatamente. Lo que nunca pude reponer, fue el jarrón de porcelana china regalo de mi tío Jaime, el que “valía una fortuna”, que los militares rompieron aquella noche del allanamiento.