El aire seco y helado les pone la piel de cartón a una familia; criaturas del trópico de Costa Rica que llegaron a Berlín en un invierno considerado “leve”, apenas tres o cuatro grados centígrados por debajo del cero. El padre de esa familia, el poeta y narrador Luis Chaves, obtuvo la prestigiosa beca DAAD, y vivió en la ciudad alemana de enero del 2015 a enero del 2016, con su esposa y sus dos hijas. “Las chicas protestan por la burocracia de las capas de indumentaria que hay que ponerse y quitarse varias veces al día (…) Unas cremas para las manos y el cuerpo, otras para la cara, protector labial: empiezo a colocarme en la zona fronteriza del metrosexual. Para salir a la calle tiene que haber un plan fijo, el invierno castiga duro la improvisación”, revela Chaves en Vamos a tocar el agua (Seix Barral), una crónica de esa experiencia articulada por las estaciones –invierno, primavera, verano, otoño-, donde la protagonista es la familia. “La música de fondo de la rutina es implacable”, confiesa ese narrador que observa que en los meses de primavera ya no eran turistas en la ciudad.
Chaves (San José, 1969) es el último escritor internacional que visitó Buenos Aires. Llegó para participar del Festival Leer, que se suspendió por el coronavirus, y apenas llegó a presentar Vamos a tocar el agua en la librería Eterna Cadencia. El autor de la novela Salvapantallas (2015) y la poesía reunida en Falso documental (2016), entre otros títulos, vivió tres años en esta ciudad, en el barrio de Villa Crespo (2003-2006). Varios amigos porteños intentaron convertirlo en hincha de San Lorenzo, de River, de Boca, de Independiente… Todos fracasaron. Por el barrio se hizo hincha de Atlanta. En Costa Rica es fanático del Club Sport Herediano, equipo de la primera división que fue el primer tetracampeón del fútbol en su país. Viajó acompañado de su hija mayor, Ariana, y le tocó vivir el avance de la pandemia en Buenos Aires. Logró regresar a su casa en Zapote, donde cumplió la cuarentena obligatoria junto a su hija.
La primera edición de Vamos a tocar el agua se publicó en 2017 en el sello independiente costarricense Los tres editores. “Ellos me propusieron trabajar las crónicas de Berlín y convertirlas en un libro. Cuando estábamos con ese trabajo de edición, yo les había entregado el manuscrito con un título tentativo: ‘El año de Berlín’. Uno de los editores, leyendo el texto, encontró la frase ‘vamos a tocar el agua’ y me dijo: ‘esto es un título’. La frase la dice una de mis hijas en un momento en que está entrando la primavera”, recuerda el escritor, Premio Nacional de Poesía 2012 en Costa Rica. “Llegamos a Berlín en invierno, lo más duro para nosotros que somos criaturas del trópico. Las chicas tenían que ir a clases y tuvimos el drama de encontrarle jardín a la más pequeña porque llegamos a mitad de año y estaba todo lleno y no había vacantes. Ese invierno fue muy duro, sobre todo para la menor, a la que se le pasó la ilusión de la novedad de estar en otro país, y a las dos semanas nos preguntaba: ¿cuándo volvemos?”, cuenta Chaves a Página/12.
--¿Qué significa ese “tocar el agua” que pide una de tus hijas?
--Cuando empezó la primavera, me salió una lectura en Hamburgo, donde sentimos el calorcito que el cuerpo necesitaba. La mañana era lindísima y nos fuimos a la ribera del Elba, que es un río gigante, y una de mis hijas quería entrar al agua, se quería meter. No podía entender cómo estábamos cerca del agua y no nos metíamos. Tocar el agua era como volver a tocar algo conocido. Ahí sentí que habíamos salido de esos momentos difíciles que fueron los primeros meses. El idioma también es una barrera; una buena parte de la población de Berlín, sobre todo la gente mayor del este, no habla inglés. Cuando tenía que hacer trámites en oficinas públicas, me encontraba con gente que no hablaba inglés. Imaginate haciendo trámites de inmigración con una persona con la que no hay manera de entenderte. Uno escribe y las lecturas que se hacen después son muy iluminadoras… Evidentemente, es un libro sobre la familia, lo que le pasa a esa célula guerrillera.
--Al comienzo de “Vamos a tocar el agua”, la sensación es que esa familia en Berlín se va a descomponer, como en ese tan citado verso de Fabián Casas: “Parece una ley: todo lo que se pudre forma una familia”.
--Ese riesgo siempre está; en el libro hay varios momentos de tensión, pero no entro en intimidades porque hay involucradas otras personas. Las familias no son los anuncios de yogur; mis hijas, que tienen su carácter, no tenían por qué estar ahí… porque su papá decidió hacer la beca, que era una gran oportunidad. Ahora en retrospectiva quizá digan “qué lindo estuvo”… Mi madre tenía cáncer y murió en diciembre de 2016; en un momento empezamos a hablar con ella por Skype y la chiquita dijo que no quería hablar más porque no podía tocar a la abuela. Que no le interesaba verla en una pantalla… hubo varios momentos, sobre todo en los primeros meses, en que valoré la posibilidad de volver a Costa Rica, porque me daba cuenta de que ellas no estaban disfrutando de Berlín. Yo no me iba ir solo un año, como un padre fresco que le dice a su esposa: “quedate con las chicas…” Estaba la tensión entre Luis Chaves escritor y Luis Chaves papá: ¿uno renuncia a todo lo que hacía antes o trata de combinar? Es complicadísimo…
--¿Cómo se escribe cuando es la propia vida la que está en juego y no hay personajes de ficción?
--Siempre me llamó la atención la discusión sobre lo autobiográfico y me di cuenta con el tiempo de que es una preocupación más de los narradores, porque cuando uno viene de la poesía, donde la primera persona está ahí. Escribir en primera persona en poesía es algo más orgánico. Vamos a tocar el agua es una crónica; no hay ficción como en Salvapantallas. Cuando aparecía alguna discusión que habíamos tenido en el texto de la crónica, se la mostraba a mi esposa... Ni siquiera es el proyecto de ellas y encima el papá escribe y ventila cosas familiares (risas). El libro se publicó en 2017 y la mayor, Ari, me dijo: “papá, me gustaría leer el libro”. Ella nunca había leído nada mío. Pasaron los días y no me decía nada. Yo entraba a la habitación para ver si el libro tenía marcas, una esquinita doblada. Nada. Pasaron los meses y dije: “seguro no le gusta como escribe papá”. Este año, hace un mes, la chiquitita (Julia), me estaba bardeando, como dicen ustedes: “papá, vos que escribís esos poemas horribles…” Ari, que siempre es muy conciliadora en la casa, le dijo: “No, papá escribe muy bien; el libro de Berlín le quedó muy bonito”. Yo le dije que tenía años de pensar que no le gustaba lo que escribía. Después conversamos y yo le expliqué que ese era mi Berlín. “Yo tengo mi Berlín, papá”, me dijo. Cada quien tendrá sus recuerdos, su versión de la historia.