Buscó una pequeña cuchilla que guardaba junto a los lápices de colores y comenzó a pasarla página por página, por el del libro de Mansfield que había comprado a barato por ese defecto de impresión. Al paso de la cuchillita duplicaba las palabras y las páginas. Mientras, recordó el encuentro con Sandra cerca de su nueva casa. El mismo día del encuentro, horas antes, le había mandando un audio preguntándole si podía llegar a tiempo. Sandra trabajaba mucho. A veces hasta tres turnos. La extrañaba. No lograba recordar si los miércoles eran los días pesados de Sandra. Mientras buscaba una taza que temió haber dejado en su antigua casa, sintió más que nunca que los lugares eran afectivos, no físicos. Existen porque hay personas que están, que se cruzan con nosotros en ellos. Sandra era una de las personas que había hecho de su antiguo departamento un hogar. Carolina la consultaba sobre dónde colgar el cuadro o el lugar de la plantas. Sandra sabía de lo que le preguntara. Los días que ella iba a su casa, ambas cruzaban trabajos en el mientras tanto de las comidas. Si Sandra llegaba de mañana, era un buen momento para unos mates. En cambio, si venía a las corridas desde otra casa, sólo les quedaba almorzar algo juntas rápido.

Terminó de despegar las hojas. Se lavó los dientes y se puso el pijama. Eran recién las diez de la noche del sábado pero había comido demás en el cumpleaños de su amiga. Todos los que ahora vivían con ella, habían salido a tomar algo pese a la lluvia torrencial. Se podía quedar dormida viendo una de las tanta peli que su amigo le había recomendado. Eso le aseguraba dos afectos: comería de su madre y tal vez, hasta llegara a merendar con su padre. Ocupar un domingo en una situación de tránsito sentimental era un seguro de vida. Un modo de no dejarse vencer en la cama entre recuerdos sin aire. La lluvia había arrastrado el frío. Volvió a colocar la frazada de una plaza que le había prestado su amiga y recordó que el día que se encontró con Sandra hacía calor. Carolina se había abrigado como si hubiese sido principio de mayo. Antes de ir, pasó  por un negocio que su madre había localizado de ropa de día a buen precio. Quiso comprarle un regalo para su cumpleaños. Se decidió por un remera igual a la suya. Le hacía sentir feliz pensar que podían compartir remeras como adolescentes que se prestan la ropa. Ya no tomarían mates entre las jornadas de trabajo ni iban a almorzar juntas pero igual, se cruzarían. El afecto es de una vez y para siempre. Las mujeres sabemos. La intensidad y  la potencia de los afectos. Pero también, cómo se deshacen los vínculos, se olvidan, como pierden nitidez los cuerpos, los recuerdos.

Ese día, Sandra llegó tarde al encuentro. La jornada en su antigua casa intentaba no alterarse demasiado. Ella seguía cuidando los detalles y aceptando los mates o el almuerzo del ahora, único habitante de la casa, excompañero de Carolina. Sandra le explicó el por qué de la demora, le preguntó qué había pasado, le dijo que la extrañaba. Carolina pidió la promo que estaba en el pizarrón de la puerta y Sandra repitió en esas palabras su deseo. Ahí estaban ambas mujeres confesándose necesarias una a la otra. Carolina intentó explicarle con calma lo que tantas veces había dicho a otros sin meditación: las personas se encuentran o no se encuentran. Existen y se sienten existidas por otras. En esa línea delgada se tejen y sostiene el amor. Y no había de eso para ella en su antiguo hogar.

Sandra abrió el regalo y sonrió. Charlaron de lo grande que estaban sus hijos y de cómo moría el jardín del balcón que ya nadie atendía. Carolina le contó que ahora cuidaba el pequeño jardín de la terraza del  edificio. Una jardín mínimo al rayo del sol, un lugar pensado para el silencio. Pensó que mientras algunas personas tenían hijos, plantaban árboles o escribían libros buscando cumplir con designio de vida, ella en destellos de energía, llevaba los jardínes a las casas que habitaba. Eso la hacía sentir segura.

Le hubiese gustado decirle que quería volver tener un hogar para que ella existiera en él. Pero sabía que si lo hacía, iba a llorar y no quería apagar el momento. Por eso, decidió abrazarla y escribirle en una servilleta su nuevo domicilio y su teléfono fijo, confiando en que no se lo daría a nadie.

Al regresar al departamento. Carolina se bañó y volvió al libro. Despegó la última página. Se puso a leer esperando que el sueño atenuara el recuerdo y sólo dejara el rayo de luz leve que caía sobre la mesa del bar esa tarde que encontraron para recordarse sus vidas.