Tendría más o menos 16 años cuando el padre de mi primera novia me prestó un vinilo doble de Frank Zappa, eran el acto dos y tres de una gran obra que se llama Joe’s Garage. Todavía no entiendo por qué ese hombre me prestó ese disco. Él era un melómano, lo recuerdo muy reservado y con una voz gruesa e intimidatoria. Sentí que no me prestaba un disco, sentí que me daba una responsabilidad, una enseñanza como “de padre”. Pero jamás imaginé que la escucha de esos vinilos en mi cuarto iban a cambiarlo todo para siempre.
Yo tenía un centro musical con bandeja de discos en mi pieza y me la pasaba grabando música de la radio y de vinilos en unos TDK que regrababa una y otra vez. Desde muy chico me fasciné con la música, hasta tuve programas radiales en zona norte con amigos, donde hablábamos de música que nos gustaba. Pero a Zappa no lo había escuchado aún, sólo de nombre y como a un gran guitarrista. Nada me había preparado para recibir toda la data que este ser humano extravagante había depositado en Joe´s Garage. Sin embargo, el arte de tapa de esos discos en mi mano, advertía que la aventura a emprender no iba a tener nada que ver con lo antes escuchado: ilustraciones, collages, letras y un color rojo que lo teñía todo.
Llegué a casa, me fui a mi pieza que tenía una ventana que daba a la vereda y bajé la cortina como cada vez que entraba a mi cuarto. Luz de velador. Puse el disco a sonar y me acosté en mi cama de una plaza a escuchar. Mi relación con el inglés nunca fue buena, básicamente estudié poco, leía con atención las letras de las canciones adornadas con esas ilustraciones sugerentes, pero no llegaba a entender lo que decían. No traducía, solo las leía con detenimiento para apreciar mejor la eufonía.
Las canciones se sucedían y el desconcierto que propone Zappa con su música empezaba a envolverme. Todos los géneros musicales que yo entendía como tales se fusionaban en ese disco inmenso, pero la conmoción más grande sucedió cuando llegué a la antepenúltima canción del lado B del último disco: “Packard Goose”. Miles de mundos. Era una multiplicación de sentidos constante, todo saltaba en varias direcciones. Una canción que parecía terminar después de cada compás y que en los escasos minutos iniciales proponía melodías encontradas, cantadas por un Ike Willis hilarante; no entendía de qué hablaba la canción pero era tan novedoso lo que sucedía que estaba fascinado. Para mi gran sorpresa, en el exacto minuto 2.30, la canción cambia de un modo drástico y Willis, a un centímetro del falsete, acomoda esta frase en una melodía conmovedora: "Journalism's kinda scary/ And of it we should be wary/ Wonder what became of Mary?" (algo así como: "El periodismo da un poco de miedo/ y tenemos que ser precavidos/ me pregunto qué habrá sido de Mary") para dar pie a Dale Bozzio interpretando a una Mary resuelta y audaz, a que interrumpa con ese manifiesto Zappiano que me iba interpelar hasta hoy: "Information is not knowledge/ Knowledge is not wisdom/ Wisdom is not truth/ Truth is not beauty/ Beauty is not love/ Love is not music/ Music is THE BEST…" (La información no es conocimiento/ El conocimiento no es sabiduría/ La sabiduría no es la verdad/ La verdad no es belleza/ La belleza no es amor/ El amor no es música/ La música es lo mejor)
“Music is the best” es una frase que en mi rústico inglés se entendía perfectamente. Corrí al diccionario Inglés-Español gordito y chiquito que tenía en la biblioteca y traduje cada palabra enunciada por ella. Era como ir rompiendo los distintos envoltorios de un regalo maravilloso. “La música es lo mejor”. Volví a poner la púa en el inicio del tema y al minuto 2.30 volví a sorprenderme con el giro musical repentino y para cuando Mary comenzó a hablar, me emocioné, y secándome las lágrimas, escuché otra vez esa frase caprichosa que me unió a la música del gran Frank para siempre.
Pasaron unos cuantos años cuando, en una clase, mi primer maestro de teatro dijo que cuando uno no sabe qué hacer con las manos en escena, lo mejor que se podía hacer era escuchar, tomarse el trabajo de sólo escuchar y con eso la cosa se iba a poner en funcionamiento. Escuchar, para mí, gracias a mi encuentro con aquella canción en mi cuarto de adolescente, era despertarme en mundos nuevos o detener el tiempo de éste y poder moldearlo como quiero, caprichosamente, repetitivamente, inventando colores y texturas, yendo a contramano, desafinando todo y volviéndolo a acomodar con un pase mágico. Era convertirme en cosas inexplicables tirado en una cama. Zappa me había dejado el hábito de escuchar profundamente cada detalle, cada propuesta sonora y para eso tenía que concentrarme mucho, darlo todo de mí. Para que la música fuera lo mejor yo tenía que estar dispuesto a darle toda mi atención. Escuchar.
Así que siempre, en ensayos y funciones de teatro, me tomo el trabajo de escuchar con todas mis fuerzas a mis compañeros actores y actrices cuando actúan porque sé que me van a regalar mucha música. Hoy actuar en teatro está suspendido y yo espero ansioso volver a encontrarme con mis colegas a hacer lo que más nos gusta, pero por suerte cada tanto pongo a sonar Packard Goose y Zappa me recuerda que “La música es lo mejor” y entonces sigo escuchando, un poco más tranquilo.
Mariano Sayavedra es actor, sus maestros fueron Rubén Viani, Ricardo Bartís y Andrea Garrote. Formó parte del Colectivo Escalada, dirigido por Alberto Ajaka, y recibió la nominación a Mejor Actor en los Premios Teatro XXI por su trabajo en la obra Llegó la música. Ha trabajado con muchos directores teatrales como Rafael Spregelburd, Emilio García Wehbi, Juan Pablo Gomez, Alfredo Staffolani entre otros. Se encontraba haciendo funciones con la obra Adela duerme serena, dirigida por Andrea Garrote para el Teatro Nacional Cervantes, cuando fueron interrumpidas por la cuarentena. En cine trabajó en Mi Amiga del Parque (Ana Katz), Los Decentes (Luka V. Rinner), El Incendio (Juan Schnitman) y en televisión hizo participaciones en El Puntero, Entre horas y 23 pares entre otras.