Tengo para vivir otro tiempo más, escribió Aída en un cuaderno de hojas cuadriculadas en el Frenopático Privado de Villa Devoto desde donde avisaba su internación. Su padre acababa de morir, su mamá había muerto cuando tenía cuatro años. La tristeza de haber perdido al papá que le había enseñado a ponerse los disfraces y los anteojos para la mala conducta la había dejado sentada sin posesión de refugio. Cuando las horas de medicina privada se llevaron los dineros ganados, escribió desde el Moyano. Los diarios de internación cruzan su legado plástico y a veces, como en su grabado Autorretrato con autobiografía, son la matriz dibujada, el empapelado del cuarto propio. Años después, en su casa taller de la calle Venezuela, en Almagro, en la sala en la que estaba su prensa y las piedras litográficas, un cartel de chapa con fondo oscuro y letras blancas compartía pared con un Picasso de sombrero. Vieytes en chapa era un ambiente dentro de otro, la silla del cansancio con las piernas envueltas en nailon como dice un poema de Betjeman y cerca de tan lejos de los infiernos resonantes. Aída Carballo debería ser más conocida dicen las voces que la nombran maestra y tienen razón, ser alumnx de la mejor y de la primera grabadora argentina (egresada de la Prilidiano Pueyrredón en 1937, estudió con Pío Collivadino y en la Ernesto de la Cárcova, donde un taller de litografía lleva su nombre) es sentirse parte de la obra maestra que se vuelve hebra en las caras de la locura, en los colectivos que estallan de pasajeros, en la cotidianidad porteña, en los gatos y en las caricias de amor. En blanco y negro Aída confiesa los gestos de los otros recordando los propios con el mechón despeinado y los labios preparados para lanzar los escupitajos de infancia que tanto la divertían desde el balcón de su casa natal en San Telmo. Sus grabados, -el grabado es honesto como la escultura, decía- comparten la euforia de la mueca y se convierten en las señales de su obra en series: la serie de los locos, la de los amantes, la de los levitantes, la de los colectivos (por la que le dieron pasaje gratis de por vida) y la de las muñecas. No alcanzan los renglones para seguirle los pasos, suele pasar con las mujeres que dieron vuelta las agujas de los relojes confundiendo dolores fantasmales con neuropáticos, anestesiados por las grandes expectativas y las malas prácticas, y corrigieron el tiempo del tiempo. La obra de Aída vive y describe muy bien tres fechas, la de los años de los hechos, la de los años en retrospectiva confusa y la del momento en el que se ha sentado a escribir su historia mientras las monjas cantan y le dan cigarrillos, mientras la duermen con una pastilla grande y una chica, mientras la obligan a bañarse con agua marrón rojiza, ferruginosa, y mientras la destapan. Aída cuenta y dibuja como lo hace su mano cara en Autorretrato con autobiografía donde Aída de perfil y su palma abierta y de frente narran juntas las estrías de las palabras. Era alegre y silenciosa en la misma respiración, nadaba con dolores sedentarios en el aire de un amor sin límites con la misma habilidad con la que manejaba el pincel de punta para no herir al papel al que amaba por su grano y textura. Las anécdotas la rodean con nombres propios de una época porteña en soplo Mujica Láinez y la liberan de La farsa del pastel, ese delirio dibujado con ratas y un teatrito al fondo, todo color de ratas, que le regaló a su médico protector Jorge Thénon, el padre de Susana. Le gustaban las frases y jugaba con hacer una edición de libracos en madera sobre los modos de hablar de Buenos Aires. Entre cables pelados, culos y pomada Aída recordaba una que se decía en su época de estudiante, “lo que hay que apurar es la pureza”. No alcanzan los renglones, vayamos a soñarla en contornos frágiles.