El viento también tiene una hija: Florencia Bonsegundo no para de correr en Francia y ahora está parada para patear un penal decisivo en el Parque de los Príncipes. Doce pasos la distancian de la arquera Lee Alexander. Si su vida pasara en fast forward seguro aparecería el momento en el que, a sus cinco años, su mamá y su papá le preguntaron por qué tenía cara de enojada. Acababa de recibir de regalo una muñeca, pero quería una pelota. Y ni siquiera podía decirlo. Aparecería, también, su adolescencia: Bonsegundo no sabía, cuando tenía 15 y ya jugaba, que existía una Selección de fútbol femenino.

Y ahí estaba, en París, un 19 de junio, con la camiseta nacional: por convertir el empate 3-3 después de estar 3 a 0 abajo contra Escocia, el tercer rival en el grupo de la Copa del Mundo, un partido que marcaría un antes y un después en la historia de la disciplina en el país. Gooooool.

Doce meses atrás, una Selección cambiaba la historia: generaba que todo un país se entusiasmara por primera vez con un equipo integrado por mujeres. No era el primer Mundial: Argentina ya había participado en 2003 y 2007.

¿Por qué esta vez generó un click? La Selección llegaba a Francia como un equipo de obreras que le habían hecho una huelga a su patronal, la AFA, y que habían tomado una medida de fuerza que recorrió las noticias del mundo. Esto último ocurrió en la Copa América 2018: las jugadoras habían hecho el Topo Gigio con un mensaje claro, sin hablar. Con una foto que exponía que querían ser escuchadas.

La articulación entre el feminismo en las calles y el fútbol en las canchas empezaba a acumular broncas que se convertirían en potencia transformadora.

Después de ganar el repechaje contra Panamá en una cancha de Arsenal con 12 mil espectadores, cifra récord para un partido de mujeres en Argentina, salieron al Parque de los Príncipes. Y empataron 0 a 0 contra Japón, la potencia que no pudo hacer goles y que padeció las gambetas de Estefanía Banini.

Francia 2019 fue el Mundial de las reivindicaciones para todas las selecciones. Argentina tenía una lista de reclamos: no querían ser más comparadas con varones. Querían condiciones de entrenamiento, calendarios, un proyecto serio, con perspectiva de futuro. Querían ser reconocidas y que se difundiera lo que hacían en el deporte más popular de la región.

Después de aquel primer partido, Banini habló de la entrega, de la lucha: “Esto es una muestra de lo que está haciendo la mujer argentina por la igualdad”, dijo, después de ser elegida la mejor del partido.

Fue una Copa con condimentos. El segundo partido fue contra Inglaterra, en la ciudad de Le Havre. Se trató de un revival porque otra selección femenina le había ganado al clásico rival en 1971, en el Mundial de México, en un histórico 4 a 1. Las Pioneras viajaron hasta allí para ver el partido desde una tribuna. La historia presente aparece como un detalle, pero es parte del proceso que iba a tener el click en esta Copa.

La Selección tuvo un partido sólido defensivamente y pese a que no pudo evitar la derrota por 1 a 0 quedará en la memoria el penal que la arquera Vanina Correa le atajó a Nikita Parris, en 90 minutos que la tuvieron como genia y figura.

“Recuerdo que me la iba a jugar para el otro lado, pero decidí esperar. Me la tiró a la izquierda, fui a buscarla y le pegué el manotazo. Era tan fuerte el remate que me venció la mano, pero con mi envión la pude tocar. Pegó en el palo y salió”, recuerda hoy la 1 de San Lorenzo, desde Rosario.

El repaso por aquellos días trae a la memoria que en el fútbol femenino la mayoría de las protagonistas cumple una doble o triple jornada laboral. Correa, por ejemplo, además de ser madre trabajaba -lo sigue haciendo- cobrando impuestos en la Municipalidad de Villa Gobernador Gálvez. Lorena Benítez, volante central, tenía -tiene- un puesto en el Mercado Central. Gabriela Garton, otra arquera, cumplía -cumple- con su beca de Conicet porque es investigadora, Bonsegundo había dejado de trabajar hacía poco tiempo: antes de irse a jugar a Europa trabajaba en un local de ropa de la UAI Urquiza, su anterior equipo, donde también realizaba tareas en el servicio de limpieza de la universidad.

Esta Selección dejó la problemática sobre la mesa: la desigualdad en la sociedad y en el fútbol era un hecho. Había que pelear para modificar eso para siempre.

El partido contra Escocia, la remontada épica para pasar del 3 a 0 en contra al empate modificó estructuras. El rating de la TV Pública llegó a los 7,7 puntos (equivalente a 770.00 espectadores en Capital y Gran Buenos Aires, aproximadamente 1.600.000 personas a nivel país), la gente se paraba en las vidrieras de casas de electrodomésticos para seguir a estas futbolistas. El país alentaba a Argentina, pero a una Selección de mujeres por primera vez en la historia.

Los empates con Japón y Escocia representaron los primeros puntos argentinos en una Copa del Mundo.

Esta camada de futbolistas es parte de un tiempo histórico. Desde los inicios del fútbol femenino, allá por 1913, hasta el Mundial las mujeres que jugaban al fútbol eran las machonas, las varoneras, las tortilleras, las Carlitos, las Raulito.

“La idea era que la gente nos conozca, que se empiece a ver más el fútbol femenino. Pero pasó algo especial. Nos empezaron a ver por el empuje que teníamos, por la garra, por meter y meter más allá de ser inferiores a nuestras rivales. Japón había sido campeón y subcampeón del mundo, Inglaterra siempre había peleado. Dejamos todo. Las mujeres y las nenas nos empezaron a seguir. Las más chiquitas tenían ídolos varones, que era lo único que podían ver, y de golpe nos tenían a nosotras como referentas”, analiza Correa.

En Francia las futbolistas recibían videos de aliento grabados en escuelas, dibujos y cartas de niñes y adolescentes que las alentaban desde distintos puntos del mapa.

Un año atrás, en la tierra de la Revolución francesa, en la patria de Simone de Beauvoir, un grupo de jugadoras -empujadas por la potencia de todas las que patearon una pelota alguna vez en el país del fútbol- corrieron tanto que dejaron una huella.

Pasaron 12 meses de una transformación cultural: el fútbol se convirtió en un grito de lucha y sobre todo en un juego que también es de ellas. La historia la escribieron unas barriletas cósmicas. Para que desde entonces y en adelante todas las niñas que quieran jugar al fútbol tengan en claro que llevan en los botines revolución.

Y que, como Bonsegundo cuando era chica, pueden recibir de regalo pelotas y no muñecas.