El prólogo de El peso de la ley, ópera prima como realizador del actor Fernán Mirás, anticipa en parte el mayor lastre que la película deberá arrastras hasta sus últimas escenas. La estudiante de abogacía Gloria Soriano (Paola Barrientos) se enfrenta a un trío de profesores encabezado por una inflexible y sarcástica fiscal de apellido Rivas (María Onetto) en el último examen de su carrera; minutos después de aprobar y entre festejos con algunas amigas, el hueco de un ascensor se transforma en la trágica vuelta del destino que dejará en ella una marca física durante el resto de su vida. Esa instancia excesiva, melodramática, resulta el primer esbozo de un estilo marcadamente televisivo, en el que prácticamente todos los personajes y los hechos que suceden son aquejados por el mal del subrayado (al menos hasta el desenlace, donde la narración adquiere una súbita intensidad que hasta ese momento permanecía oculta).
Basada aparentemente en un caso real de la historia judicial argentina, ocurrido en algún momento de los años 80 en el interior del país, la de Gloria (alias La renga, corolario del mencionado accidente) es la historia de David contra Goliat por otros métodos. Abogada defensora de la categoría más gris imaginable (su “oficina” es un subsuelo infestado de legajos, donde ni siquiera funciona la cadena del inodoro), ocupada usualmente en defender clientes culpables de los hechos imputados, la llegada de un nuevo caso la pondrá en la línea de fuego del aparato judicial de su distrito, enfrentándola asimismo con esa antigua profesora, ahora en camino hacia un posible sillón de jueza. La defensa de El Gringo (el experimentado actor de teatro Daniel Lambertini), habitante de un minúsculo pueblo donde nadie parece sonreír, no parece sencilla: acusado de violar a Manfredo (el personaje que se reservó el propio Mirás), un hombre tímido y callado al que las fojas del legajo consignan como “deficiente mental”, las piezas del juego parecen estar fijadas en casilleros inamovibles, cruzando corrupción policial y civil con intereses de todo tipo, ínfimos y de gran calibre.
Hay algo genuinamente interesante en el personaje interpretado por Barrientos, que en su viaje para recabar información se transforma en una suerte de detective a la vez que socióloga, enfrascada en un intento por comprender un universo con reglas tan propias como indescifrables para el forastero. Pero el tono usualmente ampuloso y crispado de los personajes, en el que cualquier atisbo de sutileza es inmediatamente eliminado de la ecuación por el trazo grueso (que, por momentos, roza lo caricaturesco), atenta constantemente contra la posibilidad de que el relato encarne en algo más que la ilustración de una serie de ideas dispuestas en el guión. Sobre el final, cuando la batalla entre las dos mujeres es mediada por un juez (Darío Grandinetti), la situación mejora: a pesar de la densa bajada de línea sobre cuestiones sociales y la esquemática descripción de los oscuros entretelones del ámbito judicial, una serie de precisos diálogos deja entrever, durante esos escasos minutos, la película que no pudo ser pero bien podría haber sido.