El 26 de junio de 1980, 24 toneladas de libros del Centro Editor de América Latina, una de las experiencias culturales más formidables que ha dado este país, ardían en un baldío de Sarandí, por orden de la dictadura cívico-militar. Lo de “arder” es un decir, según revelan testigos directos del episodio, porque resultó que los libros estaban húmedos, y la ejecución de la quema fue bastante improvisada. La orden de “desaparición” de esos libros tardó entonces unos tres días en cumplirse y quedó documentada: Ricardo Figueira, archivista y director de colecciones de la editorial, fue obligado a fotografiarla, y a presenciarla junto a Amanda Toubes, otra trabajadora del CEAL. Décadas después, el periodista Alejo Moñino se enteró de que Figueira guardaba los negativos de 29 fotografías que testimonian aquel delito cultural. Esas fotos se convirtieron en la muestra Memoria en llamas, que hoy a las 19 se inaugura en el Centro Cultural de la Cooperación (Corrientes 1543), y que se mantendrá abierta al público con entrada gratuita.
Subversivo y peligroso
“El policía acercaba el fósforo a la pila de libros, y era obvio que no tenía ninguna chance de éxito. Así que le dije: oiga, ¿por qué no va a buscar un poco de nafta o kerosenne?”, recuerda ahora Figueira, sentado en una mesa del bar del Centro Cultural de la Cooperación, donde, a la vuelta de los años, las fotos que tomó cumpliendo una orden judicial se exhiben convocando la memoria. “Y yo pensaba: ¿Qué hace Ricardo? ¡Encima les da ideas! Entonces vino uno de ellos a pedirnos plata para comprar nafta. ¡Lo único que faltaba! ¡Darles mangos a esos tipos para que quemaran los libros!”, agrega a su lado Toubes. La imagen es surrealista –“patafísica”, se sigue riendo Toubes–, si se observan las fotos grises y se tiene en cuenta que los implicados llegaron a temer por sus vidas, y sobre todo por las de los obreros del depósito, que tras el procedimiento permanecieron presos varios días.
“Había libros, fascículos, y también algunos discos. Eran los que sobraban del sistema de distribución en quioscos que había inventado Boris Spivacow, y que obligaba a tiradas que nunca bajaban de los diez mil ejemplares. Venían todos humedecidos del depósito y, encima, muchos estaban envueltos, encintados. No se iba a quemar así nomás”, sigue repasando Figueira. Toubes le agrega algo de poesía al relato contando que entonces pensaba: “¡Qué buen papel, qué buena encuadernación! ¡Qué buenos libros que hacemos!... En eso comienzan a salir obreros de las fábricas y también chicos de las escuelas: ¡queman los libros, queman los libros!, gritaban. Entonces yo les decía, bajito: Afánenlos. Afánenlos”...
Entre esas publicaciones pudieron estar colecciones como Documentos de Historia Integral Argentina, o la Historia del movimiento obrero, o enciclopedias de los más variados temas, o el recordado Atlas Total, o colecciones para chicos como los Cuentos de Polidoro o Los cuentos de Chiribitil. Se trataba de “material subversivo y peligroso”, que “atentaba contra la Constitución Nacional”, según había concluido el juez federal platense Héctor Gustavo de la Serna. Y por eso había decidido su inmediata quema. No sólo eso: para dar el marco necesario de “legalidad” a aquel procedimiento, y garantizar que su orden fuese cumplida y no que, por ejemplo, los libros fuesen robados o revendidos, ordenó que los propios damnificados por su sentencia fotografiaran el proceso.
“Chiquito, hay que mandar un fotógrafo”, cuenta Figueira que, como jefe archivista y documentalista, le pidió Spivacow. Como no quiso exponer a ninguno de los fotógrafos, cuenta también, él mismo se hizo pasar por fotógrafo de la editorial, aunque en esta materia no era más que un aficionado. Amanda Toubes decidió acompañarlo: ella se hizo pasar por su asistente. “Para ver a la cara a los que quemaban nuestro trabajo”, explica hoy.
Ambos aparecen en una de las fotos que integran la muestra Memoria en llamas. Toubes es la joven que se cruza en la escena intentado protegerse del frío con su chal, sin soltar su maletín de trabajo y algo que parecen carpetas bajo el brazo (¿colecciones que estaría emprendiendo, material para seguir corrigiendo?). De Figueira se ve la sombra, de su cabeza apenas, en el pasto.
Libros y cuerpos
Como vecino de Sarandí, Alejo Moñino dice que siempre sintió cercano aquel episodio que ocurrió cuando él tenía tres años. Fue así como, cuando se cumplieron treinta y cinco años de la quema, ofreció a la Municipalidad de Avellaneda hacer unos micros documentales que concretó junto a Diego Varela y Diego Boulliet. Gracias a este trabajo conoció a Toubes y a Figueira, se enteró de que este último tenía guardados los negativos de la serie completa de fotos, que hasta entonces nunca había sido publicada en su totalidad. Y terminó convirtiéndose, dice, “en una suerte de curador improvisado de la obra de Ricardo, que va girando a medida que las instituciones se enteran y la piden”.
–¿Qué encontró de particular en esta historia?
Alejo Moñino: –Cuando comencé el trabajo, lo primero que encontré googleando fue una contratapa de Página/12 que escribió Mempo Giardinelli, de cuando se habían cumplido treinta años. Lo ubiqué y me contó su parte de la historia. Sin haberla vivido, con la mejor de las intenciones y con su prosa, él había armado en esa contratapa una historia épica, con todo un tono de marcialidad, con ribetes que remiten a la quema de libros del nazismo. Después encontré a Amanda y a Ricardo y, como periodista, se me podría haber caído toda mi hipótesis. Me encontré con una imagen totalmente diferente...
–¿Cuál era esa imagen?
A.M.: –Una más parecida al Conurbano que yo conozco, de esos baldíos que yo conozco. Una historia gris, patética, triste, con unos tipos armados que no sabían ni prender un fuego. No había ninguna voz marcial que dijera “¡Procedan!”, como se había imaginado Mempo... La escena, periodísticamente, en un punto se me caía. Pero, en cambio, adquiría toda otra dimensión humana, mucho más terrible, como tan sabiamente dicen Amanda y Ricardo...
Eso que dicen se escucha en la voz de Amanda en uno de los micros documentales que pueden hallarse por Internet: “La desaparición, muerte, tortura, arrojo al río, quemazón de los cuerpos... eso era nuestro país. Por eso yo digo siempre que los libros se reponen. Los cuerpos no”.
Está también en las dedicatorias y en los nombres que insisten en no olvidar, y que piden repasar también aquí: Daniel Luaces, trabajador del CEAL, asesinado por la Triple A en 1974. Wenceslao Araujo y su esposa, secuestrados en 1976; David Jacovkis, químico, marido de Miriam Polak, importante figura de Eudeba en los comienzos del CEAL, detenido y torturado junto a su hijo. Atilio Cattáneo, Ignacio Ikonicoff, Marta Brea, Graciela Mellibovsky, Diana Guerrero, Conrado Ceretti, Claudio Azur, colaboradores externos desaparecidos. Los obreros Juan Campos Araujo, Benito Villamayor, Alberto Giovanoli, Alejandro Nicoletti, Aníbal Contizannetti, Roberto Gutiérrez, Jorge Cufre, Andrés Avelino Somer, Héctor López y el chofer Eugenio Florio, detenidos tras la sustracción de los libros y presos por varios días.
La prehistoria
Toubes puede reconstruir la historia del CEAL “desde su prehistoria”, esto es, desde que surgió Eudeba, con Spivacow a la cabeza. “Era la prehistoria de verdad, 1956”, se ríe. “Como graduados de Filosofía y desde el Centro de Estudiantes fuimos entonces a plantear la necesidad de una editorial universitaria, para contrarrestar el efecto de la comercialización de apuntes. Así nació Eudeba. Con el golpe del 66 todos decidimos renunciar, y con ese equipo decidió hacer una nueva editorial. De manera casi cómica, me parece hoy...”
–¿Por qué?
Amanda Toubes: –Porque no mediaba más que la decisión de hacer de Boris, ¡y nos pusimos a vender acciones para hacer una nueva editorial, como quien vende bonos de cooperadora! Al poco tiempo de la renuncia, el 21 de septiembre, en una piecita, se inauguró el Centro Editor de América Latina. Con tanta petulancia, ya desde el nombre: Centro Editor... Frente al descreimiento total de todos, salimos. Muy decididos aunque preguntándonos “¿qué vamos a hacer?” Ahí vino un grupo de profesores de Psicología, Economía, Educación, Sociología, gente que no tenía el menor conocimiento editorial, entre los que me contaba. Fueron los años de mayor aprendizaje, porque se formó un clima único de solidaridad entre aquellos que aprendían y enseñaban. Había algo del orden de la educación colectiva: aprendíamos uno del otro, y nunca primó la competencia. Ni con Boris.
–¿Y cómo recuerdan el trabajo en el Centro Editor?
Ricardo Figueira: –¿Infernal! Beatriz Sarlo habló alguna vez de “un infierno de repetición”, y yo creo que está muy bien esa imagen. Porque había que sacar colecciones nuevas todo el tiempo, para abastecer esa cadena de los kioscos y los fascículos que no paraba nunca. Yo estaba encargado del archivo y tenía que abastecer de imágenes todas las colecciones. Con pedidos como los que me hacía Amanda que eran de lo más extraños. “Vaca con garrapata”, por ejemplo. Y cuando finalmente le conseguía la imagen que pedía para ilustrar el tema específico, me decía: Sí, pero: ¿será suficientemente bisexual? (risas).
A.T.: –Era exigencia, responsabilidad, y mucho laburo. Durísimo, contrarreloj, trabajando muchas veces los sábados y domingos. Una mezcla de fuerte trabajo cotidiano, de decisión de todos de hacer una muy buena producción, constante y con pocos medios. Cada uno en su estilo y en sus diversos oficios ponía la cabeza y el hombro, y también el corazón. Entre ellos, tantos compañeros muy queridos como Graciela Cabal y Graciela Montes (quien es, además, esposa de Figueira). Y había algo muy valioso: Cada colección que salía, la podíamos seguir, la mirábamos y la criticábamos. Como dije, había un espíritu de grupo, y eso sumaba mucho también en el resultado editorial. Creo que esta manera colectiva de trabajo fue la que nos dio una especie de señal. Incluso con la gente con la cual no congeniábamos ideológicamente, teníamos discusiones políticas fuertísimas, pero en el momento de laburar, no entraban en el hacer cotidiano. Pocas veces he visto eso.
Quemazones
Ese clima parece volver ahora en la entrevista, entre las anécdotas que Figueira y Toubes entrecruzan, siempre marcadas por la risa. Esta última sigue lamentando, por ejemplo, que colecciones preparadas hasta el último detalle no llegaron a salir por falta de dinero, aun cuando, por ejemplo, en su momento Piaget regaló sus derechos al Centro Editor.
Al acto de inauguración de hoy se sumará una charla debate, el próximo viernes 7 a las 19, también en el Centro Cultural de la Cooperación. Participarán Toubes, Moñino, Jorge Testero y Judith Gociol, una de las que ha investigado en profundidad la historia del CEAL y de su fundador, en libros como Boris Spivacow, el señor editor de América Latina. Mientras tanto, Memoria en llamas sigue itinerando y multiplicándose a medida que escuelas, universidades, bibliotecas, centros culturales, espacios de memoria, se enteran de la existencia de estas fotos y piden darla a conocer. Un paso próximo en esta historia es el de largometraje documental que Moñino ya está preproduciendo.
“El mismo día en que lo conocí, Ricardo me dio los negativos, con una generosidad total. ‘Tomá, si te sirven, usalos’, me dijo, sin más. Las fotos se empezaron a colgar y a medida que la gente se empezó a enterar, las empezaron a pedir para exponerlas. Y yo me convertí en una especie de curador improvisado de la obra de Ricardo, inventándole los epígrafes con cosas que me dijeron ellos”, cuenta Moñino. “Más allá del trabajo que pueda hacer yo o quien fuera que lo encare, lo que surge es también una necesidad de tener a mano esta historia, con todo el peso importante que tuvo el CEAL. La gente hoy quiere conocerla, quiere saber qué fue el CEAL y por qué en un momento de la historia de este país, hubo interés en que eso no fuera más”, advierte.
Hubo algo, “una conexión causal”, advierte Toubes, que hizo que toda esta historia saliera a la luz, creciera y se ramificara cada vez más. El Grupo La Grieta de La Plata, por ejemplo, realizó un trabajo de reconstrucción entre los vecinos de Sarandí, y se encontró con uno que asegura haber hecho caso al consejo de Amanda (“Afanenlos, afanenlos”) y haber guardado algunos libros en su casa. Cuántas historias como ésta quedan por contar, es algo que resta conocer.
Las 29 fotos que integran la muestra Memoria en llamas son del pasado, y son del presente. Así lo dice Toubes: “Yo creo que hay otras quemazones. Otras fogatas terribles. La desocupación de la gente, la miserabilidad actual... El mejor ejemplo es lo que están haciendo con los docentes. Los maestros representan hoy el ejemplo más claro de este gobierno: hay que destruir la escuela pública. Y hay algo más, la gran deuda externa que vuelve a aparecer, la reventada en los barrios, el llamado a las fuerzas de seguridad, la gente pidiendo más policía y no más escuelas y más hospitales... Es la revancha. Una revancha social de estos gerentes, que es la nueva cara de la represión. Esa es hoy la gran quemazón de este país.